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Acción colectiva y control del mercado

El autor propone una acción colectiva de los consumidores españoles para defender los puestos de trabajo que crean las empresas multinacionales en el territorio nacional y poder paliar así, en alguna medida, las decisiones de dichas empresas de cerrar aquellas factorías que les son poco rentables.

La empresa norteamericana Colgate-Palmolive ha decidido reestructurar sus operaciones en Europa y cerrar su fábrica de Guadalajara, dejando en la calle a unos 300 obreros y empleados.Éstas son eventualidades de la inversión extranjera que se conocen hace mucho. tiempo. Cuando una empresa multinacional decide reducir el nivel de sus operaciones, o racionalizar su producción, las plantas situadas en el extranjero, y por lo tanto menos defendidas por presiones políticas locales, tienen generalmente más probabilidades de desaparecer. Aunque esto no es siempre así. La General Motors, por ejemplo, que ha anunciado el cierre de 21 plantas en todo el territorio de los Estados Unidos, no tiene planes, por lo que se sabe, para cerrar ninguna planta de su subsidiaria Opel, que funciona, en Europa. Lo cual se debe, en este caso, a que las operaciones de la General Motors en el extranjero son muy rentables y compensan la pérdida de ventas en el mercado norteamericano.

Naturalmente, el Estado español no puede hacer nada ante el cierre de la Colgate-Palmolive en España. Una de las reglas del juego que se deben observar para atraer a España a la inversión extranjera es precisamente la posibilidad de la desinversión, es decir, que las empresas puedan, sin trabas legales ni políticas, reducir el nivel de sus operaciones en el país, repatriar el capital y retirarse del todo del territorio nacional si así lo desean. El intentar "atrapar" con legislación en defensa del empleo, por ejemplo, a las empresas multinacionales en un país determinado una vez que han puesto el pie en él, es el camino más seguro para que no vengan. El Estado no puede hacer nada para que la Colgate cierre sus operaciones en España.

Sin embargo, es una pena que se pierdan puestos de trabajo sin hacer nada para defenderlos. En este comentario propongo que se haga, algo, pero que se haga algo a partir de la iniciativa privada y por los cauces aceptados en las reglas de juego del mercado.

Supongamos que las Asociaciones de Consumidores hacen saber a la Colgate que, si cierra la planta de Guadalajara, recomendarán a sus asociados que no consuman productos de la Colgate-Palmolive. Supongamos que la amenaza es creíble y que la empresa norteamericana se ve enfrentada con la pérdida de, por lo menos, parte del mercado español, un mercado apetitoso de 40 millones de personas que justamente están mejorando sus hábitos de limpieza. La empresa volvería a hacer números y muy probablemente no cerraría la planta española.

Solución de fuerza

Ésta es sin duda una solución de fuerza, pero también es una solución que pasa por el mercado, en el que supuestamente el consumidor es el rey, el que decide qué se debe producir, en qué cantidades, a qué precios y, en nuestro caso, dónde.

Para que este tipo de acciones sea posible es necesario que existan asociaciones de consumidores con un poder de convocatoria suficiente como para emprender acciones colectivas eficaces y, dado el caso, hacer sus amenazas creíbles. El consumidor individual no es rey de nada; él se enfrenta solo a una oferta muy bien organizada, que dispone de medios poderosos de persuasión y un aparato de información que abruman al consumidor. Para que el consumidor sea rey -lo cual conviene para el buen funcionamiento del mercado- es necesario que se una con otros consumidores tan indefensos como él mismo, es necesario que forme Asociaciones de Consumidores con una presencia sustancial en la opinión, pública y, en definitiva, en los mercados.

Estas asociaciones tienen que enfrentarse -me refiero al entrentamiento de la negociación- a los productores organizados o coordinados, que , a niveles locales, ejercen una influencia desproporcionada en los resultados que arroja la acción de los mercados -por ejemplo en el mantenimiento de la inflación subyacente. Dado que una parte, la de la oferta, actúa en el mercado de una manera organizada -no quiero decir que sea ilegalmente-, la otra, la de la demanda, también debe organizarse o coordinarse. Los consumidores organizados podrían realmente afectar los precios, rechazando, por ejemplo, los productos cuyos precios aumenten de forma irracional; también ejercerían un efectivo control de calidad de los productos, y de los servicios de venta y postventa, etcétera, mejorando el funcionamiento del sistema de mercado. Esa es la teoría y ésos serían los resultados más probables de una acción colectiva.

Las asociaciones de consumidores deben llevar a los con sumidores a una acción colectiva sobre los mercados. Para ello deben suministrar información -¡la infórmación es clave en el mercado!- para guiar las opciones de los consumidores so bre la naturaleza, prestaciones y composición de los productos y sus precios, sobre las alterna tivas de productos, y las diferencias de precios y de servicios postventa, etcétera. Deben también -para ser eficaces- organizar acciones de los consumidores para influir en el mercado y en las decisiones de los pro ductores, para que éstos no ten gan una influencia muy supe rior a los consumidores. El equilibrio entre productores y consumidores es necesario para que se logre la eficiencia y la equidad que, según los introductores de la ideología del mercado: Adam Smith, John Stuart Mill, etcétera, es necesario para lograr las maravillosas virtualidades que se atribuyen al funcionamiento de un merca do libre y competitivo.

El economista americano Mancur Olson en su libro La lógica de la Acción Colectiva (*) ha analizado por qué los grupos pequeños y coherentes, como son los de productores, tienen más influencia en los mercados que los consumidores que son incomparablemente más numerosos. La clave está en la capacidad de los diversos colectivos en organizarse para la acción.

Sociedad individualista

Organizar a los consumidores es difíil porque son muchos en número, están dispersos geográfica y socialmente, y están habituados a actuar individualmente. Además, lo que pueden ganar con la organización y la acción concertada no se valora o se valora menos que las molestias de organizarse y actuar a una. En una sociedad tan individualista como la nuestra, con baja tasa de sindicación, baja participación, en los partidos políticos, y una alergia generalizada a la asociación -como no sea en clubs de fútbol-, las organizaciones amplias de intereses funcionan con cierta precariedad, por no decir que no funcionan.

Luego hay consideraciones puramente económicas. Un exceso generalizado en los precios o el coste implícito de malos servicios, por ejemplo, se distribuye entre muchos productos. Para fijar el argumento -y por ninguna otra razón- consideremos el precio del kilo de azúcar. Este precio no afecta mucho al presupuesto y al nivel de vida de un consumidor particular. Por eso es muy poco probable que alguien -que no emplee el azúcar como input productivo- se moleste en organizarse y actuar para que se reduzca el precio del azúcar; al fin y al cabo es una cuestión de pocas pesetas. No sucede así con los productores de azúcar, que son pocos, que se conocen y que pueden coordinar sus acciones con gran facilidad. Y además tienen individualmente mucho que ganar o perder, si el precio del kilo de azúcar sube o baja respectivamente en una pequeña cantidad. Los prerequisitos para una acción ' eficaz de los productores de azúcar son mucho más favorables que para los consumidores.

En consecuencia, los productores de azúcar, como los productores en general, están mejor organizados y pueden pasar a una acción colectiva, tratando de imponer sus intereses económicos particulares en los círculos del gobierno -lo que se hace normalmente identificándolos con el bien común- e incluso convenciendo a los consumidores, como individuos aislados, de que sus políticas son las más convenientes para ellos. Los consumidores en cambio pagan lo que se les pide por el kilo de azúcar, protestando quizá un poco -si saben lo que cuesta en el mercado libre mundial- pero sin ser capaces de emprende una acción colectiva, que puede ser tan sencilla como dejar de usar azúcar por un par de semanas. Esta simple acción, si se emprendiera por millones de consumidores en toda España, sería capaz de lograr que los consumidores impongan sus condiciones a los productores.

Lo anterior es sólo un ejemplo, pero si se convirtiera en una forma normal de proceder, entonces el consumidor organizado sería el rey, y el mercado funcionaría con la eficiencia que le atribuye la teología liberral.

Y volviendo al comienzo. Con una acción colectiva dirigida a no consumir productos de Colgate-Palmolive, sin ninguna intervención estatal, que sería ajena al mercado y generaría más problemas de los que puede resolver, se podría evitar que se cerrara la planta española y se daría, un aviso a otras empresas multinaciones y nacionales de que los consumidores españoles no están dispuestos a aceptar las decisiones unilaterales -decisiones que rara vez se confrontan con el mercado- de cerrar empresas sin antes convencer a la opinión pública de la necesidad de la medida.

(*) Mancur Olson, The lógic of collective action, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1971.

Luis Sebastián es profesor de ESADE en Barcelona.

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