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El aparente naufragio británico

El abismo entre los resultados de las encuestas y lo que han dicho las urnas en el Reino Unido es una consecuencia, según el autor, de una mayor dinámica de la decisión electoral de última hora. Ello se debe a que son precisamente las encuestas las que han hecho reflexionar más al elector, que ha tomado su decisión de voto con plena conciencia de todas sus implicaciones.

Dos enseñanzas parecen desprenderse de las recientes elecciones parlamentarias británicas, y la notable sorpresa que las urnas abiertas han deparado en relación con lo que los sondeos habían previsto. Una es aquella que recuerda que los electores acaban siempre teniendo la última palabra. Otra tiene que ver con el régimen de los sondeos y las normas sobre su difusión.La larga etapa en que los sondeos han predicho con tanta exactitud el resultado de cada elección, que algunos han pensado que sería más barato hacer sondeos que elecciones, queda -a Dios gracias- cerrada con este aparente traspiés británico. Aunque todo es matizable y ha habido aproximaciones mejores y peores al resultado electoral, se puede decir que, en conjunto, tanto los sondeos previos como los sondeos realizados a la salida de los colegios electorales han predicho algo muy distinto de lo que las urnas han cantado.

Tan sólo dos sondeos de la misma firma (Louis Harris) para Daily Telegraph se aproximaron al resultado real. En general, la mayoría ha seguido un paso bastante similar: partieron, tras la convocatoria, de una ligera ventaja laborista, que fue oscilando entre cinco y dos puntos a lo largo de la campaña, con una tendencia a estrecharse hacia los últimos días, pero siempre manteniendo por delante las perspectivas de la oposición encabezada por Neil Kinnock.

La consecuencia es que la predicción política ha estado consistentemente apostando por un Parlamento colgado, es decir, sin mayoría de un partido, con más escaños laboristas que conservadores, y un posible Gobierno de coalición de unos u otros con los liberal -demócratas de Paddy Ashdown, cuyos resultados estuvieron bien anticipados en general por las encuestas, con la notable excepción de un sondeo del último domingo de Gallup para The Sunday Telegraph, que les asignaba un 24%.

Tiempo de maduración

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¿Qué ha pasado? Fundamentalmente, a mi modo de ver, dos cosas. Una, que en un sistema político electoral como el británico, donde las elecciones se convocan siempre por sorpresa 20 días antes de su celebración, el tiempo de maduración de la decisión electoral es muy corto (pensemos que en España transcurren 60 largos días). En este sentido, si los issues tienen cierta carga crítica y las opciones ante las que se enfrenta el elector presentan cierta complejidad (como las cuestiones de Europa, Escocia y el sistema sanitario público en este caso), es lógico que haya un volumen importante de cambio o decisión de última hora, de cuantía crítica para determinar el sentido político del resultado.

En concreto, si tomamos como referencia los sondeos realizados dos días antes, con un contingente de indecisos en el entorno del 10% y un virtual empate entre laboristas y conservadores entre los decididos (al nivel del 38% de los mismos, que representan el 34% del total de los que iban a votar), basta con que los indecisos se inclinaran en proporción dos a uno por Major y que, entre los decididos hubiera una transferencia de voto de última hora de un modestísimo 2% a favor de los tories para que quede explicado el abismo que se abrió entre el 42,4% de los conservadores y el 34,8% de los laboristas.

Es decir, se produjo un fenómeno político (que la investigación poselectoral atribuye sobre todo al recelo sobre un posible aumento de impuestos para financiar la sanidad si Kinnock llegaba a Downing Street) que las encuestas no llegaron a tiempo de medir. Ese fenómeno, vuelco de última hora hacia las certidumbres familiares, mucho más que apuntar a la inutilidad de las encuestas como factor de predicción del comportamiento electoral, señala sus límites y condicionamientos en procesos políticos fluidos. En otras palabras, más que de un error global de las encuestas habría que hablar de una fuerte dinámica de la decisión electoral de última hora que en esta ocasión se produjo con más vivacidad que de costumbre. Aunque son muchas las desemejanzas contextuales, la situación británica recuerda extraordinariamente en algunos aspectos lo que pasó en nuestro país en marzo de 1979: un clima mayoritariamente inclinado hacia una victoria del PSOE suscitó incertidumbres de última hora que volcaron el apoyo crítico hacia UCD.

El segundo elemento a tener en cuenta tiene que ver con las peculiaridades del sistema de representación británico, uninominal mayoritario sin ballotage que se resume en la expresión Winner takes all (todo para el ganador), según el cual no importa tanto el volumen nacional de los votos como su reparto en las 650 circunscripciones en que se divide el país. De esta forma, lo que el politólogo británico Richard Rose llama la "sefología", es decir, la ciencia que explica cómo los votos se convierten en escaños, viene a ser un aspecto cardinal de la predicción electoral. Y esto, que no es exactamente algo que tenga que ver con las encuestas, sino con los análisis matemáticos que se hacen con sus datos para proyectar desde ellos la composición del Parlamento, también ha jugado una mala pasada en esta ocasión. Efectivamente, los sondeos hechos a la salida de los colegios el propio 10 de abril, fallaron de dos diversas maneras. Uno, el de la BBC, porque predijo una apretada victoria laborista que daba lugar a un Parlamento sin mayoría. Pero el otro, el de la televisión independiente, que básicamente acertó el porcentaje de los conservadores, sobreestimó en cerca de dos puntos el porcentaje laborista y calculó equivocadamente la transferencia de votos entre los dos partidos. Además, se pensó que esa transferencia sería uniforme en todo el país, lo que no fue el caso: en algunas circunscripciones, incluso, los conservadores aumentaron su porcentaje respecto a 1987. La suma de todos esos desenfoques dio lugar a que se excluyera -hasta que el recuento iba muy avanzado- la posibilidad de mayoría absoluta conservadora, con lo que se aumentó la sensación de desconcierto.

Elemento útil

Tras todo ello, no puede decirse que las encuestas hayan acreditado su inutilidad. Yo sostendría más bien lo contrario: han sido un útil elemento informativo para que el elector haya tomado su decisión de voto con plena conciencia de todas sus implicaciones.

La diferencia entre el resulta do electoral y la previsión es en alguna medida un resultado también de la reflexividad (por utilizar la terminología del Nobel de Economía Herbert Simon) de un cuadro político que incluye, como uno de los ingredientes, el conocimiento de las encuestas sobre cómo se iba configurando la voluntad popular. De esta forma, la decisión finalmente expresada en las urnas ha sido mucho más rica en inputs (insumos) que si no se hubieran difundido prolijamente las encuestas que vaticinaban un resultado distinto. Del segundo aspecto, el epílogo para españoles que este proceso contiene, destacaría dos notas. En primer lugar, que esta experiencia supone para quienes aquí nos dedicamos también a la investigación electoral una inyección de humildad y de orgullo a partes iguales. Humildad porque, aunque técnicamente sea explicable, todo episodio de falibilidad nos recuerda la necesidad de refinar los instrumentos analíticos de la predicción. Orgullo porque, si se compara este episodio con los que aquí ha habido, se convendrá en que, si no acertamos más, sí nos equivocamos menos. Pero importa más lo segundo: la enseñanza de juego limpio y cultura democrática que ante esta situación brindan los políticos británicos. En ocasión tan propicia para desacreditar un instrumento por lo general tan incómodo para el político como son las encuestas preelectorales, no he escuchado una sola voz que pusiera en cuestión la honestidad de las encuestas ni el derecho del público a conocerlas.

es sociólogo y consejero delegado de Demoscopia.

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