Negritud
Dos presos que llevaban 17 años en una cárcel de Estados Unidos acaban de demostrar que son inocentes. Los hombres son negros, y el crimen que les colgaron, el asesinato de un policía blanco: no parece una distribución casual de los colores. Les condenaron porque la policía falsificó las pruebas. Y aún han tenido suerte: les podrían haber torrefactado en la silla eléctrica.Hace unos meses, a mediados de enero, EL PAÍS publicó una minúscula noticia: Regina Osai, natural de Ghana, condenada a dos meses de arresto, acababa de salir de la prisión de Nanclares de Oca (Álava) tras cumplir más de dos años de prisión preventiva. Había sido detenida con 270 gramos de heroína; la condenaron a los dos meses por falsa identidad y a ocho años por la droga. Pero el Supremo la absolvió de este último delito. Lo malo es que nadie comunicó esa absolución ni a la prisión ni a la Audiencia Provincial; esto es, olvidaron a Regina en el agujero. Regina también debe de ser negra. Negra por dentro, como pueden ser negros los albaneses muertos de hambre, o los polucos rubios y paupérrimos. Con la negritud final de la miseria.
Desde luego, Regina había transgredido la ley; y es probable que los dos hombres injustamente condenados también fueran, en su tiempo, unos chicos suburbiales, pobres y conflictivos: miseria e ilegalidad van a menudo unidas. Pero lo terrible es advertir que a la policía le debió de dar lo mismo endilgarles el muerto a éstos u otros morenos; y que nadie se molestó en acordarse de Regina. Y es que las fronteras entre la normalidad y la marginación son cada vez más hondas, más impermeables; y al otro lado de los fosos y las empalizadas engorda el pantano de los desheredados, en donde todos son intercambiables, todos olvidables, todos inexorablemente perdedores, todos negros.
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