Poder sindical
En este país hubo un tiempo en el que existía una dictadura. Al frente de su Ministerio del Interior (entonces, Gobernación) estaba un tal Camilo Alonso Vega, conocido popularmente con el sobrenombre de Don Camulo, lo que me excusa de más comentarios. En aquel tiempo, ser sindicalista era jugarse el tipo y, desde luego, el puesto de trabajo, tanto en la empresa pública como en la privada. El sindicalismo estaba integrado por gente que trasladaba la lucha política al campo laboral, y la dictadura, consciente del asunto, tenía creada una brigada político-social para que no se moviera nadie. La gente que, pese a todo, se movía, era gente muy especial, de procedencia cristiana o marxista (o mitad y mitad); gente valiente y arriesgada, que era lo que hacía falta.La máxima concesión que los franquistas hacían a la reflexión era distinguir entre libertad y libertinaje, lo cual casi resultaba más hiriente que el palo en mitad de la cabeza.. Pero la frase hizo fortuna y, unas veces en serio (ellos) y otras en broma amarga (nosotros), la empleamos con alguna frecuencia. Quién me iba a decir a mí que un día oiría por la calle: "¡Es que una cosa es el sindicalismo y otra el sindicalaje!", en una época que nos tiene inquietos porque unos dicen que es de democracia y otros de democraciaje.
Y de pronto, como quien descubre en una belleza de antaño el deterioro que hasta entonces ha preferido no ver, empecé a pensar cómo aquella situación de lucha de otro tiempo se había convertido en un encastillamiento protegido por la facilidad.
El sindicalismo español de la época franquista era un sindicalismo de acción, un sindicalismo de choque que bebía en las aguas de un ideal de justicia tanto social como político; aunque unos -los cristianos- creyeran en una lucha contra la desigualdad pese a saber que el paraíso no estaba en la tierra, y otros -los marxistas- arraigaran sus fuerzas en el mito de la dictadura del proletariado, actuaron juntos y bajo el manto común de la izquierda. También la mentalidad eclesial y la comunista comparten, aunque por diferentes caminos, que los hombres pasan y la obra permanece. De ahí surgen las dos características que permanecen en la actualidad: ser una fuerza de choque y ser un movimiento político.
Una democracia cambia sustancialmente las reglas del juego. Toda una serie de acciones destinadas a quebrar la imposibilidad de diálogo han de dar paso a acciones destinadas a negociar dentro de un diálogo en el que la libertad de las partes está garantizada. Es un cambio de estrategia que conlleva un cambio de mentalidad en la medida que, reconocida la existencia política de los ciudadanos en general, es perfectamente deslindable la actividad política de la actividad sindical; lo cual no quiere decir que política y sindicalismo hayan de ser compartimentos estancos, sino lo que he dicho: terrenos deslindables.
Entre las acciones de lucha sindical más características destaca la del ejercicio de la huelga. Al ser una de las más destacadas es, por lo mismo, un recurso final, más que inicial, por razones de pura estrategia. La regla de oro de todo ejercicio de huelga es no destruir la fuente de trabajo; una huelga es la última vuelta de tornillo de quien no posee otro recurso para hacer entrar en razón a su interlocutor que responder a la extorsión con la extorsión. De todo ello se deduce que llevar adelante una huelga requiere una mezcla de coraje y equilibrio, cuafidades que no casan bien entre sí pero que, cuando casan, demuestran su eficacia de manera contundente.
Dos son, en mi opinión, los errores más considerables cometidos por el sindicalismo español durante el actual periodo democrático: el primero, poner la huelga a precio de saldo, habiéndose llegado al extremo de convocar huelgas simplemente para "calentar motores" ante una negociación. Esto ha dado lugar a huelgas salvajes de las que nadie quiere acordarse, por ejemplo, la que acabó con una fuente de trabajo: la factoría de Alúmina-Aluminio en Galicia. También ha dado lugar a la aparición de huelgas estrictamente insolidarias y de señoritos (como algunas de Iberia, por ejemplo) y ha abierto el camino -y los ojos- a mucha gente que de detestarla ha pasado a estudiar su eficacia para sembrar el caos con intenciones antidemocráticas o simplemente para considerar la posibilidad de montar mafias con las cuotas de poder autoritario y agresivo que este sistema puede proporcionarles.
El segundo error ha sido el de mantener la fuerza de choque y la intencionalidad política como fórmulas principales de actuación. El reciente conflicto de Hunosa es paradigmático. Si reconocemos que tanto el Gobierno como los trabajadores han preferido esconder la cabeza bajo el ala durante muchos años desde el momento en que la realidad estuvo claramente a la vista, no es menos cierto que la actitud sindical ha sido la de sentarse a verlas venir y levantarse de su asiento tan sólo como fuerza defensiva de choque. Lo que no ha hecho es tomar la iniciativa moviéndose en el amplio campo del realismo y no en el del maximalismo utópico. Se trataba de hacer despertar de su letargo a las otras fuerzas coincidentes del problema con datos incuestionables y propuestas negociables. Por el contrario, su actitud ha sido: si ellos -el Gobierno-, que son quienes tienen que hacerlo, no lo hacen, ¿por qué lo vamos a hacer nosotros? Y ahí, en esa actitud que mira a lo alto a la espera de mercedes o de subsidios, radica la diferencia entre un sindicato a la antigua y un sindicato dinámico y volcado al futuro, sobre todo al futuro de los trabajadores. El Estado sigue siendo el padre. Y los líderes sindicales, las madres.
Los sindicatos son imprescindibles en la vida económica de un país. El sindicalismo español presenta una tradición de honestidad, sacrificio y de valentía de la que sólo un malintencionado puede dudar. Pero eso, de por sí, ni garantiza la razón permanente ni elimina los mil males con que, como a cualquier otro organismo, amenaza el paso del tiempo: llámese burocracia, carguismo, ejercicio del poder, control interesadamente estratégico de conflictos, organización piramidal, culto a la personalidad, esclerosis, etcétera. Incluso me atrevería a decir que, así como ahora "meterse en política" no tiene añadida la dosis de peligro de otras épocas, ser sindicalista tampoco la tiene, y eso hace que ambos campos se estén abonando con gente del más variado pelaje.
Alguien declaraba hace poco: "El derecho de huelga es sagrado". Mal camino es ése. En una sociedad civil como la nuestra debería bastar con que fuese un derecho; el carácter de "sagrado" tiene el valor emblemático de justificar todo por la causa y, en otros extremos, eso defiende el integrismo. Mal camino, digo, porque tampoco hace tanto que Saracíbar reclamó una cuota obligatoria de todo trabajador, por el mero hecho de serlo, para los sindicatos; y tampoco hace tanto que las centrales organizaban excursiones a Rumania para conocer los logros del pueblo trabajador rumano en el socialismo. Política y sindicalismo son una falsa unidad o una unidad de otros tiempos. Mucho me temo que el afán de poder no respeta a nadie y a veces tengo la encendida sensación de que lo que busca el sindicalismo -volviendo la espalda al futuro- es su cuota de poder político, la intervención de sus líderes en la dirección política (también económica, pero... política) del país y, por decirlo de un modo figurado, un asiento en el Consejo de Ministros.
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