Indecencia y criminalidad
En la vida pública española hay una escandalosa confusión entre indecencia y criminalidad. No es que yo quiera mantener que hay delitos decentes, aunque parece claro que no todas las conductas delictivas tienen el mismo rechazo según los criterios de la ética social al uso; y es seguro que existen numerosas personas, incluso la mayoría, que consideran dignas de loa ciertas conductas que, según las leyes, son delito: piénsese en el aborto, en el delito fiscal, en el desacato y otras.Pero ésta no es la parte escandalosa de la cuestión; la perversión del juicio se produce cuando en sentido inverso parece que, ante determinadas conductas de trascendencia pública, se da a entender que lo que no es delictivo es decente. Y este no sé si postulado, insinuación o norma de conducta está creando un ambiente público en el que hace falta, para respirar, careta (además de la cota de malla).
La raíz de todo aquello quizá esté en la utilización de la justicia (los jueces) como instrumento de lucha política. Sonoras querellas en ejercicio de la llamada acción popular fueron presentadas, ya hace años, por quienes hoy ejercen el poder, a título personal o por el partido al que pertenecen, para demostrar qué oponentes políticos eran indecentes porque eran delincuentes. Después (aquí todos aprenden pronto el buen camino), los partidos y otras organizaciones (por ejemplo, los sindicatos llamados de clase) han comparecido, también en ejercicio de la acción popular, como querellantes en acciones penales contra personas concretas, en asuntos de trascendencia o con implicación de políticos o que permitían un juicio de clase (como una ruidosa querella en materia de evasión de capitales). Es difícil evitar la sensación de un espectáculo de jueces a remolque, sin saberlo, de los partidos; unas veces de unos, y otras, de otros. Cierto es, sin embargo, que los jueces lo tienen difícil.
Después resultará que el político es condenado o no. No recuerdo ninguno que lo haya sido en estas lides, por ahora. Pero hay dos consecuencias funestas: al político o persona pública se le hace daño, con frecuencia irreparable, porque medios de comunicación de toda laya han aireado su implicación, tan dañina como presunta. Y no sólo se utiliza a la justicia; también a la prensa, deseosa de novedades con vis atractiva popular. Y eso cuando la prensa no se convierte, a su vez, en descalificadora por autorregulación. La segunda es que el debate sobre las conductas públicas, sobre lo que está bien y está mal, se convierte en un debate sobre la existencia o no del delito; y si no hay delito, pues todo está bien.
¿Recuerdan un proceso por delito fiscal de una conocida actriz? El Ministerio de Hacienda había descubierto el fraude, se había asegurado el cobro de lo defraudado y había conseguido el procesamiento de la interesada. La sentencia de la Audiencia exculpando penalmente a la actriz fue recibida como una bofetada por el Ministerio de Hacienda y como un triunfo de la decencia de la inculpada. Lo cierto es que Hacienda descubrió la evasión, cobró lo evadido y todo el mundo supo quién y cómo había realizado la defraudación. Pero como si nada.
Eso de que no haya juicio político negativo sin intento de linchamiento por lo criminal, y el corolario de que si el linchamiento no se consuma, la conducta enjuiciada es decente o correcta, favorece una deprimente desmoralización de la vida pública española. El afán de banquillo y cárcel para el enemigo político deja en la penumbra múltiples conductas públicas indecentes a más no poder, que se admiten como normales precisamente porque no son delictivas, pero hacen irrespirable el ambiente. Y sobre todo, generan una convicción de incumplimiento generalizado de la ley, y, por tanto, de desprestigio de las instituciones.
Y es que la única ley no es la penal. Hay otras muchas, políticas, civiles, administrativas, que forman el soporte de una vida colectiva organizada, y cuyo incumplimiento, aunque no tenga sanción penal, ni administrativa, ni civil, enrarece una convivencia en la que predomina la inseguridad, la inseguridad jurídica.
Y lo peor es ese resultado final. La convivencia resulta más hosca, más incierta; en fin, menos libre. Ese tipo de conductas generalizadas restringe nuestra libertad.
No se exagera si se afirma que los responsables de la gestión de la cosa pública dan con frecuencia ejemplos de indecencia. Y no me refiero a lo que habitualmente se entiende por corrupción. La corrupción de que tanto se habla es una realidad mayor o menor, pero también una cortina de humo de conductas indecentes.
Hoy, 5 de marzo, ni siquiera se sabe quiénes, y cuándo, van a ocupar en el Tribunal Constitucional las vacantes que deberían haberse producido el día 22 de febrero. Con ello, se está cometiendo una ilegalidad. Se vulnera la Constitución y la Ley del Tribunal. ¿Y quién lo hace? Las Cámaras legislativas de las Cortes Generales, es decir, el legislador mismo. Es una conducta indecente. No es delictiva, no tiene sanción. Pero ni siquiera cumplen con la cortesía de la puntualidad, ni siquiera respetan los plazos que ellos mismos se han puesto. Si un ciudadano incumple un plazo procedimental o procesal, le caen las mil consecuencias funestas. Y luego buscan, ridículamente, responsables ajenos del desprestigio de las instituciones.
Parece ser que toda la regulación jurídica de las relaciones patrimoniales, públicas y privadas, se basa en el principio y norma de que las obligaciones deben cumplirse, las deudas pagarse, en los plazos pactados o regulados y en sus propios términos. Es una persona decente la que paga sus deudas, y lo es menos la que tiene la costumbre de no pagar. Es un honrado comerciante el que cumple sus obligaciones, y no lo es el que, por causa a él imputable, no lo hace. La actividad económica total se funda en el cumplimiento generalizado de ese principio. ¿Qué ocurriría si la mayoría decidiera, por así convenirle, no cumplir? Pues eso lo hacen los organismos púbiIcos de cuando en cuanto o de una manera habitual. Hay muchos ayuntamientos que no pagan la cuenta de la luz. Hay muchas cantidades que la Administración tiene que devolver a plazo fijado, y que no devuelve porque, deliberada o negligentemente, no le conviene; incluso busca argucias y actuaciones para encontrar alguna excusa para no devolver, actuaciones excusatorias que, por supuesto, se prolongan mucho más tiempo del que existía para realizar la entrega obligada. Muchos organismos públicos difícilmente podrían alcanzar el marchamo de honrado comerciante.
Un buen día, el Estado decide que no paga las obligaciones derivadas de sus contratos porque no tiene dinero, según dice. Y que ya verá si paga dentro de tres meses; o deja de realizar las actuaciones de las que se derivaría el vencimiento de los pagos. Y ¡ay de aquel que ose reclamar intereses por la demora! También va a volver a contratar con facilidad, después de haber tenido la avilantez de pedir lo que se le está sustrayendo, mediante una técnica basada en una pura preeminencia de poder. ¿Que el acreedor se arruina o pierde dinero? Que se fastidie. También estas conductas son indecentes, por más que sean, a veces, tradicionales; y en general, no son delictivas, y no tienen o quedan sin sanción. Y nadie se escandaliza. Aunque algunos, los peijudicados, se duelen, generalmente en privado.
¿Y las irregularidades en concursos, oposiones, selecciones de personal para las administraciones públicas? Cuando más, alguna persona consigue, después de mucho batallar ante la justicia, que se anule la convocatoria o la provisión. Dando la cara contra los que en definitiva les han de juzgar. Pero eso es lo más que sucede. No hay sanción ni reparación. Ni se trata con frecuencia de actuaciones delictivas. Pero es una indecencia, una indecencia clamorosa.
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¿Para qué seguir? Los ciudadanos aceptan, colectivamente, estas conductas, y a su vez hacen lo que pueden, que no es necesariamente lo que deben: presionan con la fuerza para conseguir lo que el sistema no les da; extorsionan, cuando pueden, al organismo público, a sus conciudadanos, como en ciertas huelgas recientes; evaden impuestos a la menor oportunidad; disfrutan ilegítimamente de ayudas o prestaciones públicas, como las del desempleo u otras (en ello son apoyados por personas o entidades que se llenan de gloria justiciera ejerciendo la acción penal popular contra algún político o persona notoria que no les cae bien); tratan de desviar las decisiones públicas en provecho propio. ¿Cuántos son los que no han intentado hacer prevanicar a un funcionario o servidor público, aunque no sea más que para conseguir un aprobado injusto en unos exámenes? Y todas éstas son conductas indecentes. Pero, eso sí, en ocasiones perseguidas y descalificadas por obra y gracia de una presión del Estado que no hace más que recordar a los ciudadanos, y a veces con algo más que palabras, su obligación de decencia, que deberán cumplir por las buenas o por las malas.
Es seguro que los ciudadanos tenemos amplio campo para mejorar nuestras conductas con trascendencia pública. Y es también seguro que la moralidad de los organismos públicos forma vasos comunicantes con la de los ciudadanos que integran un país. Pero tanto centrarse en el sí o el no del delito hace olvidar, o puede hacerlo, que los comportamientos de los organismos públicos, o de quienes los personalizan y representan, son con frecuencia muy poco presentables, y no está de más que se lo recordemos, al menos para compensar las campañas de moralidad que de cuando en cuando lanzan sobre los ciudadanos. Y para que la defensa a ultranza de los hombres públicos, indiscriminada y comparativa, no permita creer que, aparte de la corrupción, todo está en orden.
¿Recuerdan cuando se consideraba que el único verdadero pecado, aparte de algún homicidio, era la transgresión del sexto mandamiento? Aun en el supuesto de que no hubiera ni un solo caso de corrupción enriquecedora de personajes públicos, la conducta de los organismos públicos es manifiestamente mejorable en punto a decencia; es decir, como mínimo, en punto a cumplimiento de las leyes. El primer factor de desprestigio de las instituciones son, en su caso, y con notable frecuencia, las instituciones mismas, cuando desprecian con el ejemplo las normas que las regulan o que de ellas proceden. Aunque no se haya cometido ni un miserable delito.
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