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Una mala noticia

La polémica sobre la renovación del Tribunal Constitucional es, en opinión del autor, una mala noticia que puede tener consecuencias positivas, pues en dicha renovación es imprescindible el control de la opinión pública.

Por primera vez desde que se constituyó el Tribunal Constitucional (TC) en 1980, la renovación parcial del mismo, obligada cada tres años, está resultando polémica, habiendo llegado a convertirse en un problema político con reflejo en los diferentes medios de comunicación, a veces incluso con los honores de información de portada.Se trata de una mala noticia para nuestro ordenamiento constitucional, que, sin embargo, puede acabar teniendo unas consecuencias positivas, si al final se aprovecha la polémica desatada para conseguir que la opinión pública alcance a interesarse por lo que está en juego, ya que, como intentaré demostrar a continuación, la única garantía de que las renovaciones de los magistrados del TC se hagan como deben hacerse reside en el control difuso que la opinión pública puede ejercer sobre los parlamentarios -sobre los partidos- que deben designar a dichos magistrados. Pero no anticipemos conclusiones y veamos por qué es así.

En principio, el rifirrafe partidista al que hemos asistido estas últimas semanas no es una buena noticia. La posición del TC en todo Estado democrático es lo suficientemente delicada como para que este tipo de polémicas se eviten. Y es delicada porque su propia existencia está hasta cierto punto en contradicción con la premisa básica sobre la que descansa el Estado constitucional: la legitimidad democrática, la posibilidad de reconducir la manifestación de voluntad del Estado a la mayoría que se genera en la sociedad a través de elecciones libres y competidas.

La justicia constitucional entra en cierta medida en contradicción con ese principio esencial del Estado democrático, ya que, siendo el TC un órgano menos legitimado democráticamente que el Parlamento, tiene la facultad de anular los actos de éste y de imponerle su interpretación de la Constitución.

Dicho en pocas palabras: el órgano más legitimado democráticamente se ve controlado por un órgano menos legitimado democráticamente, que no sólo puede imponerle su voluntad, sino que lo hace además sin ser responsable política y jurídicamente ante nadie.

La excepción al principio democrático es fuerte, y la trascendencia política de la misma es innegable. Justamente por eso, la justificación de la justicia constitucional se ha centrado siempre en qué tipo de legitimidad es la que debe tener el órgano portador de la misma, a fin de que sus decisiones sean aceptadas por la opinión pública, única manera a través de la cual un TC puede llegar a echar raíces en un ordenamiento constitucional verdaderamente democrático.

Tal legitimidad descansa en buena parte en las características de su organización y en el procedimiento con el que actúa. Es lo que podríamos calificar como legitimidad de ejercicio. Se trata de un órgano que no puede intervenir de oficio, sino que tiene que hacerlo a instancia de parte; sus competencias están enumeradas y tasadas (enumeratio ergo limitatio); su decisión está siempre referida a casos concretos y es, por tanto, una decisión puntual; el procedimiento a través del cual el TC adquiere información, la procesa y la traduce en una sentencia limita objetivamente el alcance de su decisión, por cuanto puede, ciertamente, condicionar la voluntad de los demás órganos del Estado, y especialmente la del legislador de manera negativa, pero no puede sustituirla positivamente y dar solución a los problemas a los que respondía la producción de la norma por el legislador, etcétera. Parafraseando a Bergasse, podríamos decir que el TC "dispone de una fuerza tal que, siendo todopoderosa para defender y socorrer, deviene absolutamente nula tan pronto como, cambiando su finalidad, se intentara hacer uso de ella para oprimir". En su escasa peligrosidad como instrumento de opresión es donde reside, sin duda, la más convincente justificación del TC como institución y donde descansa en buena parte su legitimidad.

Cuadratura del círculo

En resumidas cuentas, el TC es una institución de naturaleza política que, para ejercer su tarea legítimamente, esto es, aceptada pacíficamente por la opinión pública, tiene que despolitizarse al máximo, acentuando sus perfiles jurídicos. Esta cuadratura del, círculo es lo que pretende la legislación sobre TC de todos los países del mundo sin excepción. En general, con buenos resultados. También en España.

Pero junto a la legitimidad de ejercicio hace falta también la legitimidad de origen. Se trata de la operación más difícil y en la que se pone en juego la credibilidad de la institución. Justamente por eso los constituyentes suelen exigir unas mayorías muy cualificadas para proceder a la designación de los magistrados del TC, mayorías que suelen coincidir con las exigidas para la propia reforma de la Constitución.

No es una solución perfecta, porque no existen en las sociedades humanas soluciones perfectas para este tipo de problemas. Pero es la mejor de las posibles. Al menos la que mejor ha funcionado, con mucha diferencia, en todos los países democráticos. Y es difícil imaginar alguna que pudiera hacerlo mejor.

No existen, pues, alternativas jurídicas, normativas, al procedimiento de elección de los magistrados del TC por el Congreso de los Diputados, elección a la que debería haberse procedido ya o a la que, en este caso, debe procederse sin más dilación.

El problema no es la norma. Es la aplicación que se haga de la misma. Por muy sabio, por muy prudente que sea un constituyente, es imposible que dicte una norma de la que no se pueda hacer un uso torticero. Y en relación con ésta hay que añadir además que la tendencia natural de todo partido político es la de ocupar la cuota de poder que está a su alcance. Y es, por tanto, lógico que sea esto lo que hagan en la renovación del TC, si no encuentran una resistencia que les haga cambiar de idea.

Y por eso es importante la sensibilización de la opinión pública. Es la única forma de hacer entrar en razón a los partidos políticos y obligarlos a que, al seleccionar a los magistrados del TC, tengan presente que el jurista elegido debe reunir tanto requisitos positivos como negativos; es decir, debe ser al mismo tiempo un jurista de reconocido prestigio, con aportaciones sobresalientes científicas y/o profesionales (evaluadas según su procedencia del mundo académico o judicial), y un jurista no vinculado de manera notoria a una opción política, del que la opinión pública pudiera sospechar con fundamento que su nombramiento es una suerte de recompensa a los servicios prestados.

Los magistrados del TC no sólo deben ser independientes desde que son nombrados, sino que además deben acreditar en su trayectoria profesional una independencia política perfectamente compatible, por lo demás, con el ejercicio medio de todos los derechos constitucionales sin excepción, así como con que su visión del mundo y su interpretación del ordenamiento sea más o menos progresista o conservadora, por entendernos.

Lo segundo es garantía de lo primero. Y es lo mínimo que la opinión pública debe esperar que los parlamentarios tengan en cuenta a la hora de ejecutar la competencia que tienen constitucionalmente encomendada.

Si la polémica de estas semanas sirve para eso, habrá que decir, con el refrán castellano, que no hay mal que por bien no venga.

Javier Pérez Royo es Rector de la universidad de Sevilla.

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