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Imposibilidad teórica del socialismo

La aceleración de los cambios en el este de Europa y el colapso de la desaparecida URSS parecen haber dificultado el análisis y la discusión sobre el fracaso del socialismo real. Pero la ausencia de estudio retrospectivo podría acabar convirtiendo la memoria de la experiencia soviética en una nebulosa demonizada, poco útil para orientarse ante experimentos que la tuvieran como referencia, aunque fuera negativa. El problema reside en que, recurriendo a las teorías socialistas, apenas es posible entender lo que ha ocurrido en aquella experiencia socialista. En cambio, cabe encontrar herramientas tbóricas de la economía neoclásica y la nueva economía política que pueden iluminarla mucho mejor.Ahora debe de ser el momento oportuno para recordar que la inviabilidad del socialismo de Estado, que al final se ha mostrado con enorme dramatismo, fue establecida ya desde los años veinte por algunos economistas ortodoxos. Destacó entre ellos el austriaco Ludwig von Mises, que puso el dedo en una llaga fundamental: la ausencia de un mecanismo de formación de precios en una economía planificada, la cual habría de impedir, en su opinión, todo cálculo económico. Mises fue perentoriamente rebatido en los años treinta por varios economistas socialistas de fuera de la URSS y después largamente olvidado (o menospreciado sin haber sido leído, lo cual seguramente es algo aún peor). Sin embargo, la relectura, desde la perspectiva actual, de sus críticos socialistas de entonces mueve más bien a la perplejidad.

Sin duda, uno de los críticos más competentes de Mises fue el polaco Oskar Lange, el cual, desde el departamento de economía de la Universidad de Chicago, dirigido entonces por Frank Knight, aceptó el reto metodológico de la microeconomía marginalista y trató de construir con sus herramientas un modelo viable de socialismo planificado. Reconocía Lange la necesidad de que en una economía socialista se establecieran unos precios contables para lograr un equilibrio entre la demanda y la oferta de mercancías y una eficiente combinación de factores productivos. Pero el procedimiento que proponía para fijar tales precios no era ni más ni menos que el de "prueba y error". Es decir, el Ministerio de Planificación central -según Lange- fijaría un precio para cada producto, así como un tipo de interés para el capital, de un modo más o menos arbitrario. En caso de que este precio fuese excesivo en relación con el precio correspondiente de mercado, aparecería un superávit del producto en cuestión, y, en caso de haber sido fijado un precio demasiado bajo, habría déficit, de modo que, mediante ajustes realizados por los planificadores en ejercicios sucesivos, se alcanzaría un precio contable correcto. Ciertamente Lange confiaba en poder realizar los primeros tanteos a partir de los precios previamente dados por el mercado. Pero lo cierto es que las conveniencias políticas de los planificadores, ingenuamente ignoradas por el economista polaco, así como la inexistencia o el olvido de antiguos precios de mercado, abrieron la puerta a una arbitrariedad cada vez mayor.

Las consecuencias prácticas de la supresión del mecanismo de mercado en la URSS fueron unos precios monetarios, tanto para los consumidores como para las empresas compradoras de suministros, crecientemente irreales, lo cual produjo una gran ineficiencia en la asignación de recursos. Por ello la escasez de mercancías y factores productivos tuvo que ser distribuida mediante otros mecanismos discriminatorios, como las colas -es decir, el pago en tiempo en vez de dinero (desde tres horas para conseguir alimentos hasta decenas de años para obtener una vivienda o un coche)-, los favores políticos de los directivos de las empresas al burócrata distribuidor, los regalos de los jefes a los empleados en los lugares de trabajo, o las tiendas reservadas a los privilegiados de la nomenklatura gobernante o a los extranjeros en posesión de divisas.

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Oskar Lange pretendía literalmente que, mediante la sustitución de "las preferencias de los consumidores por las preferencias de los burócratas del Ministerio de Planificación central", supuestamente altruistas, se conseguinan unos mismos resultados de equilibrio. Desde este punto de vista, el socialismo de Estado no sería peor que el capitalismo de mercado, y además sería superior en otros aspectos: la inexistencia de paro, la garantía de un mínimo vital para todos los individuos, y una distribución igualitaria de la renta Gustificada en su razonamiento como un factor de maximización del bienestar general).

De hecho, la obra entera del socialismo de Estado en la URSS y los países anejos asemeja haber sido un trágico experimento de "prueba y error". Es decir, de tanteo y fracaso. Pero merece la pena tratar de explicar el fracaso del socialismo también en estos otros aspectos en los que se pretendió fundamentar su superioridad.

Sin necesidad de salir del enfoque metodológico característico de la escuela de Chicago, cabe esbozar un análisis del funcionamiento de una economía estatizada mediante la teoría de la empresa del premio Nobel de este año Ronald Coase. Este otro economista largamente incomprendido sorprendió hace tiempo a la profesión al presentar la empresa como lo contrario del mercado. Es decir, como una org anización en cuyo interior el mecanismo de transacción con el que se fijan los precios competitivos es sustituido por las órdenes del directivo empresarial. Con otras palabras, dentro de la empresa no hay compraventas ni contratos entre quienes realizan las distintas actividades, sino que las tareas se fijan mediante directrices imperativas desde arriba. La identificación del planificador estatal con el empresario, ambos entendidos como autoridades que sustituyen al mecanismo de los precios es explícita en Coase. La organización empresarial es así muchas veces ventajosa porque permite ahorrarse los costes de transacción de los mecanismos de mercado (los costes de información y negociación, así como el margen comercial añadido al precio de cada producto o servicio). Pero, como el propio Coase señala, la organización general de la producción por una sola gran empresa no sería eficiente porque con el tamaño aumentarían excesivamente los costes de transacción internos de la empresa (los costes de organización) y disminuiría la capacidad del empresario-planificador de asignar correctamente los recursos.

Cabe añadir a ello que la organización de la entera economía de un país como una sola Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior gran empresa implica anular la movilidad de los factores de producción. La libertad de elegir ocupación, que fue prontamente abolida en la URSS, así como el cierre a la inversión extranjera y la prohibición de emigrar, convirtieron a aquel Estado socialista en algo muy parecido a una empresa que competía sólo externamente en los mercados internacionales. La emulación con los países capitalistas, pregonada por los dirigentes soviéticos desde los años cincuenta, puede así entenderse como una competencia en el más estricto sentido de la palabra. De ahí que no sea ningún lenitivo del fracaso de la economía soviética el atribuirlo a los gastos derivados de la tensión con Estados Unidos y el bloque occidental (incluidos los funestos efectos económicos de la carrera de armamentos), ya que precisamente de ganar en esa competición se trataba. Y de ahí también que el hundimiento de la URSS pueda ser considerado una quiebra en un sentido económico literal.

Por otra parte, la sola gran empresa de la URSS se convirtió e n una enorme burocracia porque el objetivo, antes mencionado, de la ausencia de paro conllevó la funcionarización de todos los puestos de trabajo y la creación y el mantenimiento de muchos de ellos sin basarse en ningún criterio de eficiencia.

El modelo básico sobre la burocracia de los Estados capitalistas elaborado por William Niskanen sostiene que aquellos burócratas con capacidad de decisión sobre el uso de los recursos puestos a su disposición tienden a elevar el nivel de la producción, es decir, a expandir la administración estatal en su propio beneficio. Consiguen su objetivo en la medida en que los funcionarios no son controlados por el poder político en términos de productividad, de modo que la expansión del volumen de actividad burocrática comporta una absorción de los beneficios públicos por la propia Administración. La varian-te de Oliver Williamson, expuesta en su teoría de la empresa, es algo paradójica: cuando la expansión de la burocracia comporta dar prioridad a la .contratación de nuevo personal, el resultado es más ineficiente, pero precisamente por ello hay menos beneficios a absorber y el crecimiento de la producción burocrática es menor. Una mayor propensión a hincar el equipo directivo de la empresa u oficina limita, pues, sus posibilidades de expansión sin pérdidas.

Siguiendo con esta lógica, cabría llegar a conclusiones aún menos intuitivas teóricamente, pero altamente coincidentes con la realidad de la extinta URSS. Cuando la expansión de la contratación funcionarial fuera completa, es decir, cuando todo empleado del país lo fuera por una única empresa identificada con el Estado, los beneficios se reducirían hasta cero y la producción se hundiría. Al menos esto es, desde luego, lo que ha sucedido en el socialismo estatal.

Finalmente, la teoría de la acción colectiva de la provisión de bienes públicos, cuya conceptualización originaria cabe remitir a Mancur Olson, resulta particularmente sugestiva para explicar la anomia y la insolidaridad que caracterizaron la vida social soviética.

Como hemos dicho, el Estado socialista trató de obtener la adhesión popular mediante la promesa de una provisión garantizada de un mínimo vital, es decir, una serie de bienes públicos y servicios alimentarios, educativos y sanitarios a todos los individuos, carentes de cualquier medida en precios. Pero esta garantía incondicionada de que se obtendrían los bienes sin necesidad de que el usuario pagara el coste de los mismos produjo, como prevé la teoría de Olson, el efecto no querido de una generalización de los comportamientos egoístas del gorrón.

En la larga experiencia del socialismo estatal, los gobernantes recurrieron a dos tipos de incentivos para evitar tan perverso resultado. Por una parte, usaron los estímulos ideológicos, incluido el ejemplo del trabajador laborioso y esforzado como el Stajanov de los años treinta (personaje de la mitología comunista que recientemente ha sido denunciado como un ficticio montaje propagandístico). Por otra parte, se introdujeron las disuasiones represivas, es decir, el terror.

El deshielo jruschoviano de los cincuenta y primeros sesenta trató de suspender este segundo recurso coercitivo, pero la defenestración de Jruschov por la vieja guardia comunista creó un sentimiento general de desengaño que hizo ya imposible restablecer el incentivo ideológico. Un creciente cinismo se fue extendiendo en la sociedad soviética desde entonces, sobre todo en los años breznevianos de "florecimiento del estancamiento" -como suelen decir ahora los ciudadanos de aquel país en amarga parodia de la retórica oficialY cuando, habiendo ya desaparecido la movilización ideológica, la liberación gorbachoviana ha eliminado de nuevo el incentivo represivo, ha aparecido el peor rostro del estado de naturaleza hobbesiano: la "libertad natural" como lucha igualitaria de todos contra todos, cada uno en persecución del más estrecho interés personal por sobrevivir.

No es difícil ver que todas estas características del socialismo planificado están en el origen del caos económico actual: precios irreales, ineficiencia general y caída de la producción, inflación burocrática, inniovilidad de la fuerza de trabajo, apatía social y rechazo popular a la innovación, el riesgo y la responsabilidad. Por si hace falta explicitarlo, todo esto significa que sería absurdo achacar el presente desastre económico a la glásnost y la perestroika. Ésas no han hecho más que dejar que salieran a la luz los perversos efectos del viejo e inviable modelo del socialismo estatal.

Josep M. Colomer es profesor de la Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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