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El arte se pega un tiro

El arte hace tiempo que ha muerto. Pero todos hacemos como si existiera. ¿Por qué no acabar de una vez por todas con esta convención? ¿Por qué no terminar ya, ¡ahora mismo!, con este pesado culto que impone el artista, el crítico, el galerista o el marchante, el director del museo, el coleccionista, el director de la subasta y la proclama obediente de los media?Todos tenemos ojos para ver, manos para ejercitar el tacto. Un gusto para apreciar la belleza. Una vez que el arte puede ser cualquier cosa desde Duchamp y el dadá, desde Beuys hasta Andy Warhol, ¿qué importa lo que sea el arte? De hecho, no importa nada: un montón de sacos, una sucesión de líneas, un grafito de Leo Castelli, una fotografla tachada, un espejo astillado, una vasija con materiales en fermentación, un lienzo en blanco, unos muñecos. No importa nada por lo que se refiere a la cualidad e importa mucho en cuanto a la cantidad. Cada vez más, las apreciaciones sobre un artista (desde Van Gogh hasta Picasso, desde Cézanne hasta Rauschenberg, o Stella, o Pollock, o Chillida, o Tápies) se establecen en función del precio del lienzo. Cada vez más, el valor de un artista vivo o muerto se cuenta por el número de visitantes que acuden a su exposición, a su subasta o a su antología.

Pero ¿qué es el arte? El mismo Ernst Gombrich declara que no existe arte en sí, sino que arte es aquello que hacen los arte es aquello que hacen los artistas hoy?, ¿respecto a qué referencias se les Juzga, respecto a qué criterios se les distingue como buenos y malos, verdaderos y falsos? Luc Ferry, en su libro Homo aestheticus, se refiere al mundo del siglo XVII, donde el gusto adquiría su libertad subjetiva, fuera de una respuesta a cánones trazados por las academias. Desde entonces, los críticos han premiado la originalidad, la aportación nueva. Todo lo novedoso se integraba -como los descubrimientos científicos- en el área de lo elogiable. Y así ha seguido conduciéndose el crítico en la literatura o en las artes plásticas.

¿Qué sucede, sin embargo, cuando la originalidad se basa en los revivals o se conmuta con ellos; cuando lo nuevo, como en los vestidos, en los coches o en el mobiliario, se asocia a la recuperación y la mixtura; cuando figuración, minimalismo, conceptualismo, deconstrucción, hiperrealismo se encaraman sobre el mismo mostrador de la contemporaneidad? Todo vale. Y todos, a su vez, pueden valer. ¿Por qué valen unos más que otros? Las puntas de originalidad son ya casi inapreciables, intercambiables, y el valor, más que el arte, lo otorga el sistema (críticos, galeristas, marchantes, coleccionistas popes de museos y el concurso de los media).

¿Poseer una obra original de un artista? ¿Barceló, por ejemplo? El País Semanal editó hace poco más de un millón de copias sobre sus cuadernos de Mali. Todo el público, el gran público, tiene acceso a esa pintura. ¿No es lo mismo la reproducción que el original? ¡No es lo mismo!, responderán algunos, y de ellos, unos pocos estarán en condiciones de pagar varios millones por el original a exhibir como signo de lujo. La última experiencia sobre reproducción de la galería ACA, con esculturas de John de Andrea, indistinguibles de la figura humana, hasta el punto de que la gente se separaba de ellas todavía en dudas, demostraba la ingenuidad de ese afán que tenderá a la extinción. Se hace preciso robar en las antiguas parroquias y conventos de Checoslovaquia, de Italia (14.000 robos al año), en los españoles o en los portugueses para llegar al original-original (original clandestino), y extraerlo así de las garras de la falsificación.

Las altas técnicas de reproducción actual pueden lograr todo el efecto de verdad en texturas, en matices, en colores, y reconvertir lo verdadero en falso tanto como lo falso en verdadero. Pero siendo de este modo, unida la arbitrariedad de la creación a la órbita de la falsificación, ¿qué significado tiene hablar de obra única? ¿En qué se diferencia ese ejemplar primero de lo que en una empresa de automóviles se llama prototipo?

La creación se mueve, pero su rumbo lo marca el diseño. El sistema del diseño ha vencido al arte. Se puede contar con imaginación, crear formas nuevas o relativamente nuevas, pero el aura creativa es sólo ensayo, pasos hacia la obra perfecta expresada después en miles de copias. El buen arte responde a las reglas del buen diseño o no es nada. Se encuentra plenamente incorporado a la estética de consumo y se ha desacralizado para siempre. Los cuadros abstractos -como demuestra la experiencia de Mondrian o del omnipresente Miró de los anagramas en bancos, cabeceras de periódicos y certámenes- sirven para estampar telas, producir decoración, aderezos o fetiches domésticos para ricos. ¿Invertir en arte? ¿Qué arte? El arte ha muerto, y sobre su extenso cementerio reina el poder del design, más libre y liberador, más modesto y laico.

Al fin podemos dormir tranquilos bajo una reproducción de Rothko, hacer el amor en la crisálida de una lámpara de Gae Aulenti. Los artistas, como habíamos adivinado todos, son parte de la industria. La estética ha pasado del altar a la fábrica. Nadie es insustituible o irrepetible. Todo puede ser reproducido. Los artistas de hoy -y el arte conceptual lo ha voceado- son diseñadores. O más exactamente: no existe división sustantiva entre unos y otros. El artista es un diseñador con más o menos oportunidad para multiplicar su obra en el mercado, con más o menos acierto para situarla en el triunfante circuito de la moda. El sistema tecnológico y moral ha fundido arte y diseño en una misma oferta sobre el mercado.

Fin, pues, de la veneración lingüística. Se pueden seguir empleando los mismos términos de la crítica especializada -genial, evocador, catastrófico, delicado, paródico, velado- mientras el objeto principal pasa desde los ateliers a las pasarelas, de las galerías litúrgicas a las galerías comerciales, de las ferias de arte con pretendidos ringorrangos culturales a una lonja de compraventas estrictas, tal como pronostica la directora Rosina Gómez Baeza que será -si es algo- la próxima edición de Arco. Los certificados sobre la muerte del arte llevan incluso la firma de Hegel. Pero la verdad de su defunción aparece con toda evidencia ahora, cuando, de una vez, tras sentir el tedio, la repetición y la dependencia .comercial de los productos artísticos puede afirmarse que, sin duda, él mismo, engullido por el diseño, se ha pegado un tiro.

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