La jornada escolar
ALGUNOS SINDICATOS de profesores parecen dispuestos a replantear el viejo debate sobre la conveniencia de la jornada continuada en la enseñanza. El asunto merece una reflexión serena en la que deben participar las administraciones, los profesores, los padres de familia y, en función de su nivel de madurez, los propios alumnos. Todos esos, sectores, pues no se sostiene la pretensión de algún sindicato de que, por tratarse de un asunto que afecta a las "condiciones de trabajo" de los profesores, sólo a ellos incumbe. Las reticencias de las asociaciones regionales de padres de alumnos en Andalucía y Canarias, las dos únicas comunidades en las que se ha introducido el cambio de horario escolar (más claramente favorecedor de la verdadera jornada continua en el archipiélago que en Andalucía), tienen su sentido. Seguramente están indicando que ciertas costumbres muy arraigadas en la sociedad española (y sin duda la de un horario familiar vinculado al de la escuela es una de ellas) no pueden ser tomadas a beneficio de inventario.Los argumentos esgrimidos por quienes están a favor de la sustitución del tradicional horario partido (nueve a doce de la mañana y tres a cinco de la tarde) por otro intensivo que pudiera comenzar entre las ocho y las nueve y concluir en torno a las dos de la tarde son fundamentalmente éstos: que los profesores y los centros quedarían más disponibles para la organización de cursos de actualización o de formación permanente; que los alumnos rinden más en las primeras horas de la jornada; que el profesor puede organizar mejor su tiempo de preparación de clases y corrección de ejercicios, y que las tardes pueden aprovecharse en la realización de actividades extraescolares como música, artes plásticas, deportes, etcétera.
La cuestión de las actividades extraescolares parece importante. Los problemas de desconexión con el horario laboral de los padres derivados de una más temprana salida de los escolares del colegio se soslayarían mediante el funcionamiento de dichas actividades. Pero el asunto, entonces, reside en saber qué profesionales se harían cargo de ellas y por cuenta de quién. Sin una financiación suficiente, una sólida infraestructura y una organización mínimamente seria de las actividades extraescolares parece dificil que éstas lleguen a generalizarse, por lo que, en el debate sobre el horario, no deberían utilizarse como única moneda de cambio.
En algunos países europeos, con independencia del modelo de jornada que tengan -en la mayoría no muy diferente del nuestro-, se han arbitrado fórmulas (los kinderhot alemanes y servicios similares en Francia y en Dinamarca) que permiten a los escolares ent.retener la espera hasta que sus padres acuden a recogerlos, bien preparando las lecciones del día siguiente, bien realizando actividades recreativas no viculadas a sus programas de estudio. Y es significativo que esos servicios se desarrollen casi siempre fuera del edificio escolar.
Entretanto, parece razonable que el Ministerio de Educación y Ciencia prefiera esperar a que se comprueben los resultados de la implantación del nuevo modelo de jornada allí donde ya se está experimentando y, tras un diálogo entre todos los sectores sociales implicados, decidir lo que sea más conveniente para los alumnos y para los profesores. En teoría, lo que es bueno para el que presta el servicio lo es también para el que lo recibe, pero no siempre la práctica lo confirma. Y no les falta razón a los responsables del ministerio cuando advierten que las decisiones sobre horarios laborales suelen ser irreversibles.
De todos modos, si el debate se abre, convendría liberarlo de antemano de generalizaciones gratuitas e injustas como la especie según la cual hoy las familias españolas, supuestamente nada o mínimamente interesadas por la verdadera educación de sus hijos, sólo conciben el sistema educativo como un aparcamiento para sus vástagos mientras los padres se dedican a sus cosas. Generalización tan injusta como la de quienes, desde el otro lado, se muestran convencidos de que los maestros carecen del menor interés por su trabajo y de que las dos únicas razones para que alguien decida hacerse profesor se llaman julio y agosto.
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