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La debilidad competitiva del monoteísmo

En asuntos de religión es dificil saber dónde se está. Podemos hablar de ascenso del monoteísmo y al mismo tiempo subrayar la moda del politeísmo o el triunfo de la secularización, tres fenómenos antinómicos y excluyentes. ¿Cómo casar, en efecto, el repunte fundamentalista de las tres grandes religiones abrahámicas con el weberiano politeísmo de los valores y el imparable avance de un modo de vivir cada vez más secularizado?Que haya que hablar de un fundamentalismo de las tres grandes religiones monoteístas parece innegable. Los viejos intentos del papa Juan Pablo II por recristianizar el mundo han encontrado un campo tan abonado como imprevisible en los países del Este. En Irán, Irak, Argelia o Egipto hay masas de ciudadanos dispuestos a imponer por la fuerza la sharia, la ley coránica que determina férreamente la vida personal, social y política; sin olvidar el sionismo teocrático que levanta la Tora como señuelo legitimador de confiscaciones territoriales a los palestinos de Cisjordania.

Y con la misma razón habría que hablar de todo lo contrario. Basta mirar a nuestro alrededor para cerciorarse del debilitamiento progresivo de las religiones monoteístas. Las tesis de la religión invisible o de la privatización de la religión responden a la experiencia del retiro público de las religiones, ya sea a la intimidad de cada cual, ya sea al difuso mundo de la cohesión social, en cuyo caso ya no se invoca al Dios Uno, sino a las funciones sociales de la religiosidad. Y no faltan congresos y autores que celebran la remitologización politeísta con su séquito de dioses orientales, sectas multiformes y evocaciones de divinidades griegas, romanas y arias, todo lo cual brinda un nuevo aval a la célebre tesis weberiana según la cual la muerte del Dios monoteísta a manos de la modernidad lleva consigo un tolerante y saludable politeísmo de los valores.

Esta extraña situación en la que el triunfo de una tesis no conlleva el fracaso de su contraria ofrece a los sociólogos de la religión un sugerente campo de interpretación y de investigación. Ahora bien, para un filósofo de la religión (como sería mi caso) esta compleja situación pone en entredicho una de las señas de identidad más característica del hombre moderno, pues ¿no decía el pensamiento Ilustrado -incluyendo en ello desde l'Eneyelópedie a Marx- que el triunfo de la razón llevaba consigo la desaparición de la religión? No ha desaparecido y no se ha privatizado. Más aún, esa pretensión ha producido hasta en los propios protagonistas ilustrados un mal disimulado proceso de mitologización. Los sueños de la razón han producido mitos, algunos tan monstruosos como el del progreso, por no hablar de la cruel mitología del socialismo real.

Estos hechos obligan a revisar uno de los puntos considerado más logrado del hombre occidental: la relación entre logos y mitos entre razón y misterio, entre lo que cae dentro del concepto racional y lo que queda fuera. Si hay un hombre que haya querido y creído la muerte de Dios, es decir, si hay un hombre que haya creído en el proyecto de un mundo organizado desde la voluntad del hombre, ése ha sido Nietzsche. Él fue el genial creador de la figura de aquel loco que vagaba por campos y ciudades anunciando a sus contemporáneos que si Dios había muerto nada podía seguir siendo igual. Todo debía ser distinto: la vida de los hombres, la creación de valores, la organización de la sociedad, hasta la misma noción de verdad. Como nadie le hacía caso, tiró su linterna contra el suelo y se dijo: "He llegado demasiado pronto". Hay que agradecer a aquellos hombres que no le hicieran caso. Porque si la muerte de Dios significa la muerte del hombre que conocemos por la historia -y eso era el fondo de su mensaje-, lo realmente peligroso era el sustituto del hombre que él anunciaba: el superhombre, una especie de máquina perfecta incapaz de hacer la historia pero obediente a los dictados de una nueva forma de poder, absoluta y anónima, llamada tiempo. Que ese tiempo simbolizara el "dominio planetario de la técnica" (Heidegger) o las "fuerzas prerracionales de la naturaleza" (Löwith), lo que a fin de cuentas significaba la muerte de Dios no era el triunfo del hombre, sino su liquidación.

Lo que es interesante para nuestro propósito es la relación que él establecía entre el nuevo hombre, el hombre moderno y la cultura judía: el superhombre tenía que nacer de las cenizas del Dios de Abraham. Lo que tenía que morir era el monoteísmo judío, principio del judaísmo, del cristianismo y del islamismo. Uno está tentado a relacionar esta liquidación metafísica del monoteísmo judío con la liquidación física, del pueblo judío en los campos de Dachau o Auschwitz. Pero para que la relación fuera equilibrada habría que pensar en las víctimas del fundamentalismo: guerras de religión entre cristianos, guerras santas islámicas, víctimas del sionismo teocrático... Todo lo cual plantea la ambigüedad no sólo de la modernidad, sino también de las religiones monoteístas.

De la religión hay que hablar siempre con distinciones, distinguiendo sus diferentes componentes. Y no parece aventurado afirmar que el más extraño a la barbarie de la historia de las religiones es el monoteísmo abrahámico. Dicen los que de esto saben que lo que distinguía a Israel de sus vecinos era su incapacidad para inventarse mitos o dioses que les aliviara de sus sufrimientos presentes. Ante la muerte o el dolor no les cabían consuelos mitológicos, sino una respuesta concreta e histórica del único Dios. Carecían de un dios Marte que santificara la guerra. Para el judío bíblico, la respuesta a su indigencia, si respuesta había, tenía que darse en el tiempo y no en el mito. De ahí nace el tiempo apocalíptico, que no es anuncio de catástrofes futuras sino anuncio de que los tiempos que corren llevan a la catástrofe. De ahí la necesidad de interrumpirles. En esta relación entre tiempo apocalíptico y tiempo histórico se encierra el dilema de la cultura occidental: o se absolutiza el tiempo histórico (progreso, evolución, eterno retorno) y entonces amenazan los monstruos que sueña la razón, o se deja la herencia abrahámica a las ortodoxias y tenemos servidos los fundamentalismos. ¿Por qué no pensar que eso que llamamos sentido se encuentra en el camino que va de Atenas a Jerusalén, en el esfuerzo incesante por hacer exotérico o general lo que es inicialmente esotérico o secreto, en la relación entre el mitos o lo que queda fuera del concepto y el logos? Ésa es la doble herencia de nuestra cultura, y no parece fácil desentenderse de ella.

Esa pobreza de espíritu, consecuencia de la desdivinización del mundo que llevaba consigo la creencia en un único Dios, sirvió siglos después para que W.. E. Lessing fundara la tolerancia en la remisión de las tres grandes religiones monoteístas al mismo Dios de Abraham. La religión abrahámica, como el anillo de la parábola narrada en Natán el sabio, tiene una doble característica: que es histórica, es decir, que nace con acontecimientos vividos por sus padres, y que su verdad depende de que los demás la encuentren buena. En cuanto histórica, no hay manera científica de demostrar su verdad; tan sólo vale la confianza que uno preste a los testigos que narran aquellos hechos; si, por otro lado, depende de los demás -"lo propio del anillo es hacer a su poseedor grato a los hombres"-, cuando una confesión trata de imponerse a las demás se convierte en estafador estafado. Su verdad no es la de vencer, sino la de convencer. El monoteísmo troncal de las tres religiones, lejos de ser un principio de intolerancia, debería ser, según Lessing, un principio animador del buen hacer en vistas a ganarse al público en general, que será, a fin de cuentas, el definitivo juez del verdadero anillo. Claro que si Lessing se ve obligado a interpretar irónicamente la relación entre ellas es porque su historia había sido de guerra permanente, a pesar seguramente de la pobreza de espíritu de su monoteísmo.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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