Violencia callejera
LA EXPLOSIÓN de violencia callejera en que degeneró una concentración, en principio pacífica, de trabajadores de empresas murcianas en crisis ante la sede de la Asamblea Regional de Murcia, en Cartagena, constituye un hecho lo suficientemente grave como para que los sindicatos y los poderes públicos lo dejen pasar por alto. El lanzamiento de cócteles mólotov contra el edificio de una institución representativa y su posterior incendio es un acto que merece la más rotunda de las condenas. También, desde luego, los duros enfrentamientos habidos entre fuerzas de orden público y grupos de trabajadores, con el balance de 50 personas heridas y contusionadas, destrozos en la vía pública e incendio de varios coches.El primer elemento que le plantea ante comportamientos de este tipo es investigar por qué se producen y a quiénes benefician. Una cuestión que atañe resolver, entre otros, a los propios sindicatos, sin que puedan permanecer ajenos los poderes públicos. En el caso de Murcia, la autoridad gubernativa tiene una tarea insoslayable: clarificar los hechos, descubrir a sus autores y ponerlos a disposición de la justicia. Las primeras investigaciones señalan a "delincuentes habituales" y a "incontrolados" como autores de los desmanes, y el propio presidente de la Asamblea Regional murciana, Miguel Navarro, ha manifestado que los que lanzaron los cócteles mólotov contra el edificio no fueron trabajadores. Todo ello deberá ser puesto en claro.
Pero los sindicatos no pueden quedarse con los brazos cruzados mientras las autoridades investigan. Lo sucedido les concierne a ellos de manera principal, a su credibilidad como interlocutores sociales. Si han sido trabajadores los autores de los desmanes, para condenar su conducta, y si han sido individuos ajenos, para tomar medidas que eviten el que iniciativas marginales a la actuación sindical puedan desnaturalizar el auténtico carácter de las reivindicaciones planteadas. Parece evidente que las principales víctimas de que un conflicto laboral se convierta en un problema de orden público son los trabajadores que lo padecen. Con ello sólo se consigue distraer la atención del problema laboral e insensibilizar a la opinión pública respecto de las reivindicaciones.
La reconversión industrial en curso exige precisamente mucha capacidad de diálogo entre los poderes públicos, los afectados por la misma y la sociedad en su conjunto. Los problemas económicos, laborales o simplemente humanos que plantea no son baladíes. En Murcia, la concentración laboral ante la sede de la Asamblea Regional se debía, ni más ni menos, al cierre de una de las empresas de los trabajadores concentrados (Fundición Santa Lucía de Peñarroya) y al expediente de regulación de empleo en otra de ellas (Astilleros de Bazán). Resulta contradictorio con los intereses de los trabajadores que la violencia pase a ocupar el primer plano cuando lo que está en juego son problemas tan básicos como la pérdida del empleo, y los modos de paliarla, con puestos de trabajo alternativos. Esta es la cuestión más difícil que plantea la actual crisis industrial, y para la que es necesaria la convergencia de todas las energías.
No tiene sentido, sobre todo para los trabajadores afectados, que una parte de esta energía se dilapide en actos violentos que no sólo no solucionan el problema, sino que lo agravan. El ministro de Hacienda, Carlos Solchaga, ha predicho que la reconversión industrial en curso producirá la pérdida de unos 30.000 puestos de trabajo, mientras que las centrales sindicales elevan la cifra en varios miles más. No es con la violencia como se ayudará en Murcia, Ferrol, Asturias o la cornisa cantábrica a remover la dificultad de atraer a estas zonas iniciativas capaces de sustituir a las industrias obsoletas en crisis.
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