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El frenesí arbitrista

El Buscón don Pablos se desplaza de Alcalá a Segovia. En el camino da con un tipo raro, lunático y arbitrista. El sujeto tiene planes infalibles para resolver los problemas de Flandes y, en concreto, para ganar el sitio de Ostende, entonces sólo abastecido por mar. A don Pablos le parece que esos planes son, de entrada, irrealizables. El loco insiste en su idea y suelta esta extraordinaria afirmación: "¿Quién le dice a vuestra merced que no se puede hacer? Hacerse puede, que sea imposible es otra cosa".Así, pues, lo imposible es lo de menos. Es otra cosa. Estamos viendo el desdén con que el desviado patriota descarta de un manotazo verbal la pura realidad y la sustituye por escueta fantasmagoría. De esta forma comienzan muchas locuras y no pequeños dislates. ¿Que lo imposible nos hace cara? Pues con despreciarlo basta. Es un desprecio en el que se oculta la negación más absoluta, expediente, por otra parte, bien hispánico. ¿Recuerdan ustedes la respuesta de Picasso a la pregunta sobre el arte abstracto? No hizo su crítica, no midió sus dimensiones, verdaderas o falsas. No enjuició. Simplemente se limitó a sentar que "el arte abstracto no existe". Con lo cual, y sin más, esa realidad no figurativa -valiosa o no, que: ahora eso no importa- quedó, sin más, eliminada.

Pero, con todo, el negador por antonomasia, el ibérico anarquista, siempre dispone de un rodeo para sustraerse a los duros condicionantes de los problemas imposibles. Es el arbitrio. En todo hispánico se oculta un arbitrista que para todo tiene remedio y que a todo se enfrenta, sin interesarle la posibilidad, o la imposibilidad, de la empresa. Es ésta una manera oblicua de colocarse por encima de lo no hacedero, de esa otra cosa que el lunático compañero itinerante del Buscón soslayaba alucinado.

He aquí la pendiente por la que los españoles nos deslizamos una y otra vez. Detrás está la insania, es decir, el iluminado sojuzgamiento de lo real. El trabajo, todo trabajo, se mueve en la órbita de lo posible. Y si se enquista en el territorio de lo imposible, no hará más que estrellarse contra el muro de la vida, de la objetividad de todos los días, de lo que, en su humildad, concluye, en definitiva, por ganar la batalla. El arbitrista -¡y cuánto abunda en nuestra patria!- vuelve la espalda, con aire de máxima suficiencia, a la impermeabilidad del mundo, a la cerrazón de las circunstancias.

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El arbitrista sufre de orgullo esquematizador. Todo lo simplifica y, en una operación de índole mágica, escamotea las complejidades para sacar de la chistera el ave desnortada que ante nosotros mueve las alas y emprende un corto vuelo hacia la mesa del prestidigitador. El arbitrista no obtiene lo que se propone, al pájaro inocente y alegre, al pájaro al margen del espectáculo y de los espectadores.

¿Es el arbitrista un exhibicionista? Claro que sí. Es el que busca, en la reunión cafeteril, la admiración, el asombro de los contertulios. No le importa tanto resolver el problema cuanto parecer que lo resuelve y mostrar al prójimo sus habilidades mentales, las ideas antes jamás comunicadas. Muchas paranoias comienzan así, esto es, en el olvido, en el desdén por la enigmática contradicción de la existencia.

Es la manera, la única manera, por la que el maniático puede entrar en trasiego con los demás. Aun cuando se trate de planes que -y esto es lo curioso- casi nunca toman forma concreta e inteligible. Y cuando la toman, adquieren tal aire de disparate y de incongruencia que, por eso mismo, ya demuestran su raíz morbosa. Yo oí afirmar en una ocasión, y con máxima contundencia, que el problema catalán sólo tenía una solución. ¿Cuál? La de secar el puerto de Barcelona. Si Barcelona se quedase en seco, todos los conflictos autonómicos quedarían, ipso facto, resueltos. La gran ciudad, sin mar, sería algo así como un conglomerado urbano yermo y sin futuro. Nada más, ni nada menos.

Pero, naturalmente, el proyecto de secano esterilizador, que es rigurosamente cierto (yo podría, incluso, dar el nombre del proyectista), empalma asombrosa y perfectamente con el programa del orate compañero de ruta del Buscón: alrededor de Ostende sitiado, él daría la orden de "chuparle [al mar] todo con esponjas y quitarle de allí". Don Pablos arguye que, una vez Ostende sin agua alguna, "retornará la mar a echar más". Pero el paranoico no se da por vencido: "Yo tengo pensada una invención", retruca, "para hundir la mar por aquella parte 12 estadios". Y comenta el Buscón: "No le osé replicar, de miedo que me dijese que tenía arbitrio para tirar el cielo acá bajo".

Ya se sabe. Todo esto es caricatura y, por tanto, grotesca deformación. Pero, con todo, no deja de ser significativo. Arbitristas tenemos hoy que en un santiamén solucionarían todas y cada una de las cuestiones, de las arduas y hoscas cuestiones, que a todos nos preocupan y a todos nos inquietan. Y para las que toda reflexión sosegada, es decir, toda maduración, es poca. Necesitamos, urgentemente necesitamos, eliminar el frenesí arbitrista que ahora se nos viene encima. A nosotros y al resto de Europa. Una cosa es el delirio del enajenado y otra muy distinta la angustia real de quien procura, con honesto sentido de la realidad, hallar el compromiso necesario entre la cuestión que sea y la vía de la posible salida a la luz. No demos por buenas las huidas ante la realidad que se disfrazan de expedientes milagrosos. Ni hay que dejar a Barcelona en puro páramo, ni hay que dar crédito a las esponjas del delirante al que el Buscón escuchaba con paciencia. Deslindar lo factible de lo imposible es empresa vital. Atenerse a la coraza de lo real y procurar perforarla es lo honesto. Intentar disolverla con el ácido de la imaginación calenturienta no conduce a nada.

Sólo así podremos evitar la desilusión, la frustración y, con ella, el derrotismo. Si se cultiva la vivencia del fracaso, que esa vivencia sirva, al menos, para algo. De lo contrario, y a la vuelta de la esquina, nos esperará el escepticismo. Y no echemos en saco roto que la conducta escéptica a lo que conduce es a la esterilidad. Y las esponjas del clásico arbitrista son puro y divertido recuerdo cuando Ostende ya no está en nuestras manos.

No es sano complacerse en la tiniebla de lo que parece no tener salida. ¿Por qué? Pues porque entonces ya todo será desesperación e impotencia. Y algo semejante debió experimentar nuestro Quevedo cuando, en carta a Justo Lipsio, decía esto tan patético: "De mi España, ¿qué diré que no sea con gemido?".

Soslayemos las lamentaciones. No todo es gemido. No todo puede ser derrotismo. Algo siempre se podrá hacer. Pero, ¡ojo!, si acertamos a separar lo hacedero de lo imposible.

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