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Un año de golfos

El 17 de enero de 1991 empezó la Operación Tormenta del Desierto para desalojar a Irak del Kuwait ocupado unos meses antes con nocturnidad y alevosía. Cuarenta días más tarde concluía la contienda con la victoria aplastante de los coligados, la rendición incondicional de Irak y la reposición del statu quo ante.

Por un breve instante, a finales de 1990 había parecido posible el sueño de un nuevo orden internacional, capitaneado por el presidente de Estados Unidos y propiciado por las democracias occidentales (únicos sistemas en los que se puede vivir respirando), un nuevo orden de libertad en el que los delitos internacionales serían castigados sin excepción y el mundo podría progresar por fin hacia el establecimiento de la democracia y la eliminación de los conflictos regionales. Es más, acabada la guerra fría, podía esperarse de los principales miembros de la ONU una franca disposición a fiarse de ésta y de los recursos que ofrece para resolver problemas de todo tipo.

Estas afirmaciones pueden parecer irónicas a la luz de cuanto ha sucedido, pero yo al menos me las creí durante un tiempo, lo que demuestra lo constantemente atinado de mis predicciones y juicios. La confesión viene a que, pese a los desengaños que me correspondieren, sigo absolutamente convencido de que la acción contra Irak estaba justificada, de que aún cuando los medios arbitrados fueron salvajes, los aliados anti-Sadam tenían toda la razón en desalojarle del emirato, aunque sólo fuera por un motivo tan bajo -¿qué guerra se justifica exclusivamente por elevadas razones altruistas?como el de garantizar a los españoles la posibilidad de llenar de gasolina sus depósitos a menos de 100 pesetas por litro. La guerra es horrorosa siempre. Y siempre dije que debía buscarse otro medio de doblegar a Sadam (curiosamente, mi filosofía pacifista fue estrepitosamente derrotada por la opción bélica en el programa televisivo Tribunal popular). Dicho esto, sin embargo, nada de lo que ha pasado después puede servir para satanizar cuanto ocurrió en el mes largo de guerra. Ni siquiera las recientes revelaciones de que la ofensiva norteamericana fue menos pura de lo explicado por la CNN, aunque también resulte que los aliados mataron a muchos menos enemigos de lo pregonado, o que los iraquíes se comieron a menos niños de lo que, se dijo. Porque lo que se hizo se hizo bien porque había que hacerlo; lo que está mal es lo que se dejó de hacer.

Al año de la guerra, los hechos han dado un mentís a la mayor parte de las previsiones que se habían hecho para después de la derrota de Sadam Husein. El dictador iba a caer por la inercia misma de su fracaso. ¿Sí? Deberíamos haber aprendido de su derrota frente a Irán: su capacidad de aprovechar las catástrofes a su favor es notable. Poco a poco Sadam recupera en Irak el control que, en realidad, nunca perdió. Y ha vuelto a su actividad favorita, que es matar gente. Por eso, la memoria de los que le vencieron parece exageradamente frágil si van a empezar a perdonarle. Confieso además que me habría apetecido que desplazaran a Sadam del poder y no que se limitaran a estimular rebeliones interiores para después negarles la más elemental ayuda. Los aliados dejaron así colgando de la brocha a los shiíes del sur, a los demócratas de la oposición refugiados en Damasco y a los kurdos abrasados en el norte.

Se decía que el paso de la tormenta en el desierto iba a producir dos resultados favorables casi inmediatamente: la democratizadión de Kuwait y el contagio civilizador en Arabia Saudí. De todos es conocido que, evacuadas las tropas aliadas de territorio' saudí, las aguas han vuelto a su intransigente cauce: Saudía sigue siendo una tiranía integrista, más dura que antes, si cabe. En cuanto a Kuwait, sus proyectos democratizadores se han volatilizado junto con los centenares de miles de palestinos expulsados del emirato por su presunta maldad colaboracionista.

Occidente no está libre de pecado. Si por una parte, por razones de utilidad política, se dedicó hace una década a cortejar a un asesino como Sadam Husein porque prefería tenerle como colchón antes de ver que Oriente Próximo sucumbía al fundamentalismo iraní, la otra gran culpa ha sido mantener excelentes relaciones con algunos países árabes integrados con las democracias occidentales en una curiosa simbiosis capitalista que era pudorosamente escondida tras los vicios impuestos por la guerra fría.

¿Impide el sistema islámico la instauración de la democracia? Probablemente sí, por cuanto niega a la sociedad civil capacidad para organizarse libremente. ¿Es imposible, por consiguiente, el establecimiento de la democracia en estos países? No. Tal vez en Argelia los procedimientos democráticos vayan a servir para que los integristas acaben con la democracia. Pero en Kuwait, en donde el camino a recorrer es a la inversa, en donde últimamente no se han distinguido los habitantes por más acendrada fe que la de ganar dinero, el germen democrático no es nuevo: está implícito en el progreso de aquella sociedad hacia el Estado moderno, igual que lo había estado hasta ayer mismo en la organización tribal liderada por los Al Sabaj. No, las posibilidades de democracia en Oriente Próximo tienen poco que ver con el integrismo y sí mucho con la autocracia de quienes controlan el poder y los recursos económicos, sea en Kuwait o en Siria.

Tampoco la Organización para la Liberación de Palestina de Yasir Arafat o sus valedores han resultado defenestrados como preveía la lógica política después del apoyo que, por unas razones u otras, prestaron a Irak. Y sin embargo, eran conclusiones cantadas.

Sí ha habido tres consecuencias inesperadamente nacidas de la guerra del Golfo. Nadie pensaba que ocurrirían, nadie siquiera las había previsto realmente. Por una parte, perversamente, se cumplió la exigencia de Sadam Husein de ligar el final de su anexión de Kuwait con el principio de la solución del problema israelo-palestino. Ello no se ha debido a que finalmente todos los actores se han rendido a las buenas razones que asisten a los palestinos o a que la lógica política de la justicia equitativa hiciera automático el cumplimiento de las resoluciones del Consejo de Seguridad sobre Israel, una vez que se habían cumplido las decisiones referidas a Irak. Se ha debido a que Washington (el único con capacidad de presionar a Israel) ha comprendido que no podía resolverse una cuestión sin atender a la otra. Y por un deseo real de aportar soluciones justas a tan torturada región. De ahí, la Conferencia de Madrid.

La segunda consecuencia inesperada es la pacificación de Líbano. Nace de que a Siria, un país apestado hasta la crisis del Golfo por sus conexiones con el terrorismo internacional, se le otorgó, tras sumarse a la alianza contra Irak, una honorabilidad que le dejó las manos libres para resolver los problemas de su zona de influencia. Y el más importante, Líbano.

Finalmente, la tercera consecuencia es el estímulo sorprendente que ha recibido el integrismo islámico. La reacción nacionalista panárabe del integrismo tras la crisis del Golfo bien podría resumirse como un grito de "manos fuera". Curiosamente, mientras Irán modera lentamente su actividad desestabilizadora sin dejar de pregonar la ideología, Arabia Saudí, que siempre ha sido un valedor financiero escondido del integrismo, ha reanudado su presión por el reintegro a la ortodoxia islámica como método para evitarse las dificultades del aventurerismo iraquí.

Dicho todo lo cual, ¿está el mundo mejor o peor que antes? Me parece que la conclusión evidente es que las cosas han progresado, pero por otras razones que las deducidas de la crisis del Golfo, cuyas únicas dos consecuencias positivas han sido la liberación de Kuwait y el lanzamiento de la Conferencia de Madrid. Más de lo que suele conseguirse tras una conflagración, y, si no, recordemos cuáles fueron las consecuencias inmediatas del término de la II Guerra Mundial.

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