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Guión para la vida eterna

Hay muchos vivos que no son mas que muertos vivientes y muchos muertos que están en realidad más vivos que nosotros. Por eso maldecimos de los falsos vivos y hablamos tanto de esos buenos muertos cuyos restos mortales se han prolongado en un cuerpo de recuerdos y de cariño. Nuestros muertos, ya no perduran arropados tan sólo por la piadosa memoria de su familia biológica o por la pleitesía oficial que sus nombres de prócer merecen a las instituciones. En tanto que la muerte ha sido desmitificada -tal vez demasiado-, la memoria viva de nuestros seres queridos se ha tornado en cambio más pluriforme, más constante, más secreta, más cómplice. La familia que vela está formada entre nosotros por un primer círculo de familiares y amigos, y por un segundo círculo, más discreto, de admiradores incondicionales, presentes y futuros, de la persona fallecida. Supongo que en eso consiste en gran parte la cultura del sentimiento, en escoger para nuestro panteón particular viejos nombres de la historia y adjuntarle después nuevos nombres de amigos desaparecidos. La rígida fotografía sobre el aparador se ha multiplicado en la era de la imagen, de suerte que nuestros amigos sin cuerpo están entre nosotros con su vera efigies hablándonos desde los documentos audiovisuales que protagonizaron en vida. Casi se ha hecho innecesaria la fantasía espiritista. Para tantas de nuestras preguntas, nuestros muertos preferidos todavía tienen respuesta. Es preciso aprender a escucharles. ¿De veras se ha extinguido la escritora indómita Montserrat Roig? ¿Pero es que se ha muerto María Aurelia Capmany? Y Ramón Piñeiro, hace meses, ¿fue arrebatado en algún lugar de la ría del Eo? ¿Y el escritor Miguel Espinosa, antes? ¿No quiso asistir a más episodios del imperio de los mandarines, que tan a fondo conocía? ¿Y se ha perdido el rastro de tantas cuantas personas podría cada uno evocar de ésas que, huyendo del mundanal ruido, han evitado los focos de la rabiosa actualidad dedicándose, con pasión a lo que los tontainas llamarían actividades meramente sectoriales?Capmany, por ejemplo, parece que se nos ha ido y que se ha ido, en gran parte, por amor. Pero ¿cómo tenerla por desaparecida, a no ser por la evidencia del dolor del tránsito, cuando recuerdo que me enseñó en un instante lo que es la juventud eterna? Estábamos en algún tiempo y lugar de transición y lucha. Un amical grupo, muy conspiratorio, cuchicheaba a nuestras espaldas. Capmany se volvió. ¿Pero de qué habláis?, preguntó. De lo de siempre, María Aurelia, de lo de siempre, contestaron. Sí, pero ¿qué es lo de siempre?, dijo ella. Exacto. No hay nada que sea lo de siempre, ni la libertad de la patria, ni la satisfacción de la conciencia, ni la emancipación (Capmany acaba de hablarnos de su visión del feminismo), ni la literatura, ni nada de nada. No hay nada que sea lo de siempre, porque hay muchas cosas a la vez que lo son. Comprendí entonces que esa ligereza, que esa pluralidad, que ese esotérico guión de vida que los mejores pretenden guardar para sí, acababa de sernos revelado a los de a pie. Y me iluminó al momento, como un trallazo, la queja del filósofo contra los falsos amigos, esos que pretenden rebajarnos siempre a lo de siempre, a lo suyo, al momento fundante y petrificado que se lamenta, hipócritamente o no, de una juventud perdida: ¡oh, aquellos sí que eran buenos tiempos, qué movida, chico! Contra esto, contra ellos, el verso de Nietzsche: "Sólo quien se transforma permanece emparentado conmigo".

Por si conviniera articular de modo más social o comunitario ese impulso de transformación subjetiva propongo sustituir o complicar la teoría de las generaciones mediante una teoría de las décadas. La generación hace referencia a un imaginario concluso: el de la dorada juventud, la poderosa madurez y la venerable ancianidad. Pero comoquiera que la juventud puede ser más bien gris, la madurez insegura y la vejez incierta, el esquema no vale. La cuenta de la vida por décadas, en cambio, se adecua mejor a aquel benéfico sofisma griego por el cual cabía creer que a mayor edad mayor juventud: la persona penetra el primero en las novedades pertrechado de experiencia, guiando a los suyos hasta la gran salida. No otro es también el sentido que la filosofía existencial da a la muerte como "cofre de los tesoros", puesto que es de su consideración de donde nace la alegría de lo tenido y la conformidad con lo perdido cada día que es la verdadera muerte. La imagen de una esfera que se va expandiendo mientras el cuerpo cambia es, en definitiva, mejor, para representar la vida personal, que la de una parábola de proyectil a cuyo decaído extremo nos espera la Parca. Es fácil acabar con el mito de la juventud (por lo menos tiene que serlo para los que lo inventamos), pero no lo es tanto insuflar sus valores a lo largo del rosario de las décadas. Hay jóvenes viejos y viejos jóvenes, es sencillo admitirlo, pero no es tan simple diseñar un estilo en que cada década constituya, por así decir, una etapa en la que las virtudes y los peligros de cada edad de la vida -tan representadas por la pintura y por el arte- se encuentren concentrados y mezclados y dispuestos para ser elegidos por la persona, artista de la vida.

Lo único que es preciso para emprender una vida por décadas es salir de la adolescencia, esa etapa tan estirada hoy en día que no concluye hasta que contamos para las previsiones del Ministerio de Asuntos Sociales, sección tercera edad. Existen indicios, no obstante, de que uno ya no adolece de la edad del pavo. El primero, infalible, es el de no encontrar por parte alguna caras nuevas. El repertorio de rostros y tipos es limitado. Se tarda un periodo en hacerse con él, pero a partir de ahí cada nuevo rostro contemplado o entrevisto se nos introduce mecánicamente en el repertorio clasificador. Para llegar a la individualidad de fulanito o de fulanita hay que esforzarse en apartar antes de nuestra mente su filiación plástica. Fulano: tiene una pinta que es como, si se hubieran casado un camionero bilbaíno y un pianista húngaro. Menganita: es como si se hubieran casado Jessica Lange y la chica de enfrente. El segundo indicio parece más serio, pero es igualmente extravagante. Nuestra imaginación comienza a manipular las duraciones y la coloratura de la memoria. Los acontecimientos vividos se distorsionan, se engrandecen y empequeñecen a placer. El factor tiempo se concentra o se expande a voluntad. No creemos que nuestro deber principal para con la vida consista en ser fieles a sus mostrencas propuestas. Por el contrario, la engañamos embelleciéndolas. Llegó la hora del artificio verdadero.

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A partir de ahí podemos pensar un periplo positivo en décadas que, sin hacernos ganar la vida eterna, nos acerque al menos a las siete vidas del gato y nos dé el consuelo y la esperanza de llegar a ser unos saludables muertos, honestamente recordados. He aquí las oleadas superpuestas y a la vez retroactivas de las décadas vitales. Tras la treintena del meritoriaje en la profesión y en el anudamiento de las relaciones más íntimas sobreviene la cuarentena. Para entonces, a la mayor parte de la gente se le ha acabado la cuerda, se le ha calado el motor, ha dimitido de todo en su fuero interno y se dispone a vegetar y a envejecer en la inercia de lo que haya de venir. Sólo con el revulsivo de una cuarentena bien marchosa y peleona se abrirá el horizonte de una expansión vital cuyo indicio es la prontitud para, reconocer a nuestros amigos sea cual sea el tramo de edad en el que se encuentren. Sólo así prepararemos una cincuentena creativa, plena de pasiones estilizadas (nada hay más intenso que una pareja perfumada y sonriente de olímpicos, cincuentañales). Saludaremos después con alegría la llegada de los sesenta años, cuando muchos hombres y mujeres se vuelven importantes con razón, pero abandonan sin ella el necesario refinamiento. No hemos de caer en ese error si pretendemos convertirnos en unos setentañeros y setentañeras para los que la actividad mundana y la atención al entorno debieran ser los mejores antídotos contra los naturales achaques. Más calma y más placer si a los ochenta podemos sentimos protectores y protegidos, movilizados siempre por la única pasión que no se extingue, que es la curiosidad. ¿Y la década siguiente? Si a los quince años todas las chicas son guapas, como dice la canción, no veo motivo por el que a los noventa no podamos ser todos y todas, en nuestro círculo, simbólicos y venerables. Después de los cien, la verdad, con estar vivo es más que suficiente.

Lluís Álvarez es profesor titular de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad de Oviedo.

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