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Filosofía de la catástrofe

Me temo que a estas alturas ya no parecerá una provocación hacerse eco de la nueva barbarie que se divisa en el horizonte. Desde que en 1798 el buen clérigo Thomas R. Malthus expuso su famoso principio de que el crecimiento de la producción sería siempre contrarrestado por uno mucho más rápido de la población -con lo que por vez primera puso en tela de juicio la idea del progreso indefinido, una de las nociones claves de la burguesía ilustrada- no han faltado agoreros, sobre todo en el siglo que por suerte estamos finalizando, empeñados en anunciar un final catastrófico para nuestra civilización.La explosión de la primera bomba atómica, en 1945, inició una nueva etapa de la humanidad, al contar al fin con los medios técnicos para autodestruirse. Desde el pronóstico, bastante convincente, de que todo lo que podamos hacer, por salvaje e irracional que parezca, antes o después terminaremos, por hacerlo, el fin de la humanidad debido a una conflagración atómica se ha convertido en una tesis bastante verosímil que marca todo el alcance de nuestra responsabilidad. El aspecto positivo de semejante capacidad de autodestrucción consiste en que el más elemental instinto de supervivencia obligaría a comportarnos de tal forma en las relaciories entre los Estados, como en el interior de los pueblos, qúe un día no demasiado lejano pueda desaparecer amenaza tan descomunal. A la larga no cabe salvación para unos pocos privilegiados, pero no está nada claro si llegarán a reconocerlo a tiempo, o preferirán la destrucción universal antes que perder sus privilegios.

El desplome repentino de un orden internacional basado en las relaciones de dos bloques enemigos, capaces de destruirse mutuamente y que habían elevado a doctrina de supervivencia la llamada disuasión nuclear, de modo que durante decenios hemos vivido en el filo de la navaja, con mayor o menor conciencia del peligro real, lejos de eliminar la amenaza nuclear, en cierto modo la ha potenciado al traer consigo una proliferación del armamento nuclear en manos de repúblicas altamente inestables que no cuentan para presionar ayudas más que con su poder de destrucción.

En los años sesenta, y en buena parte gracias al impulso del Club de Roma, fuimos conscientes de los límites del crecimiento, otro golpe al optimismo progresista de la Ilustración. De no cambiar radicalmente un modo de producción que exige. un crecimiento continuo sea cuales fueren los costes medioambientales -lo que supondría un cambio radical en las formas y niveles de vida, difícil de implantar en las actuales estructuras políticas, sociales y económicas-, parece imparable la llamada catástrofe ecológica. Ahora bien, como el modelo alternativo que acaba de derrumbarse ha mostrado que, siendo mucho menos eficaz, podía ser todavía más destructor del medio ambiente, ha quedado legitimada, para nuestra desgracia, la universalización que estamos viviendo del modo de producción occidental, sea cual fuere su capacidad de destrucción. Siempre cabe que los defensores del sistema anuncien nuevas catástrofes en caso de intentar cambiar algo, y, desde luego, como ha quedado de manifiesto, no todo cambio tiene que ser necesariamente para mejor. Dura lección que el optimismo ilustrado tiene que sacar de la experiencia trágica de este siglo.

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Aunque no hemos agotado el capítulo de posibles catástrofes -cada nuevo descubrimiento anuncia un peligro nuevo, piénsese en las que pudieran sobrevenir con la ingeniería genética-, la presión demográfica del mundo subdesarrollado, es decir, de más de los dos tercios de la humanidad, la proliferación nuclear y la destrucción del medio ambiente a un ritmo cada vez más acelerado, del que no se libran, más bien al contrario, los países más pobres, se superponen y potencian mutuamente, de modo que cualquier pronóstico sombrío sobre el futuro de la humanidad parece cada vez más plausible.

Mientras los mejores se hunden en un pesimismo paralizador, la mayoría prefiere acurrucarse en lo malo conocido, pretextando un qué largo me lo fiáis, dispuesta, según las reglas no escritas del juego, a gozar, y para ello acumular lo'más posi ble, convencida de que antes o después encontraremos salidas que, como siempre, favorecerán a unos y perjudicarán a otros. Lo único. que tendría sentido en semejante coyuntura, que en el fondo habría sido la del género humano a lo largo de toda la historia, es caer del lado de los más favorecidos. Ni que decir tiene que comportamiento egoístamente tan irresponsable no hace sino acelerar la catástrofe.

Pero, a su vez, importa tener muy en cuenta que el nada se puede hacer -el pesimismo cultural que nos invade emblemáticamente al final del milenio- sirve a los intereses de los privilegiados -el miedo disciplina-, así como el optimismo utópico ha sido el salvavidas al que se han agarrado en todos los tiempos los sectores más desfavorecidos: creer en un mundo mejor en ésta o en la otra vida es lo único que les queda. Derruidas todas las esperanzas de mejorar el que nos ha tocado en suerte, una vez encerrados en el prejuicio de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, me temo que muchos traten de huir de situación tan calamitosa, agarrándose de nuevo a la fe. Impresiona el renacer de la Iglesia ortodoxa rusa o la influencia de los predicadores televisivos cuando asistimos a la disolución de la sociedad norteamericana.

El momento actual se caracteriza, de un lado, por haber identificado con bastante precisión los peligros que nos amenazan -el saber es la base de nuestra fuerza-; de otro, por la conciencia generalizada de nuestra impotencia, conocedores de los costes que implicaría para los más favorecidos el tratar de cambiar el rumba. En España, donde hemos logrado en el último minuto enganchamos, aunque no sea más que entre los vagones de cola, al tren de los ricos, la actitud dominante se cifra en esconder la cabeza debajo del ala y negamos a la evidencia. No puede ser verdad que esa modemidad a la que hemos aspirado durante tanto tiempo muestra al final una faltan hosca. El progresismo liberal, al que llegamos demasiado tarde, no ha agotado en España todavía su ciclo, con lo que de nuevo vivimos alegres y confiados al margen de la realidad.

Por altos que sean los riesgos, los privilegiados no pierden la esperanza de poder ir resolviendo los problemas más acuciantes sin tener por ello que renunciar a sus privilegios, hasta que un día sea demasiado tarde y nos veamos abocados a la catástrofe. No en vano ya Cuvier dio cuenta de la historia. geológica del planeta acudiendo a una serie de catástrofes, que bien pudiera explicar también la de la humanidad. Al quedamos sin la filosofía optimista de la historia que pensaron los ilustrados, intenta colarse de matute una de la inevitabilidad de las catástrofes, al fin y al cabo, la que mejor en caja en un mundo cada vez más imprevisible, en el que lo único que parece importar a cada individuo y a cada pueblo políticamente organizado es saber en qué lugar va a quedar en la próxima etapa. Dependiendo la supervivencia de la asunción de una responsabilidad global para todo el planeta, seguimos, sin embargo, comportándonos según los dictados de la ley de la selva, que incluso hemos eleva do a norma natural inmodificable. Mencionar la barbarie que se nos viene encima no tiene y, un valor metafórico, ni mucho menos profético, sino simplemente constituye una modesta invitación a hacemos cargo de la realidad y a actuar en consecuencia.

Ignacio Sotelo es catedrático de ciencias políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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