_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El cuento va de ferrocarriles

El ferrocarril es la expresión más cabal en sus diferentes aspectos técnicos, económicos y sociales de la llamada revolución industrial, hasta el punto de que, de tener que dar una fecha exacta de su comienzo, podría elegirse el 27 de septiembre de 1825, día en que se inauguró el Stockton and Darlington Railway, primer ferrocarril en el mundo para el transporte de personas y mercancías que empujaba la famosa locomotora que había desarrollado George Stephenson. En 1840, el Reino Unido contaba ya con 2. 100 kilómetros construidos, y entre 1844 y 1846, el Parlamento británico concedió más de 400 licencias en la fiebre del ferrocarril que asaltó al país.La rápida expansión del ferrocarril por el continente europeo corrobora su perfecto acomodo a la nueva sociedad industrial, que un francés, el inolvidable conde de Saint-Simon, había pronosticado y definido a principios de siglo. La primera línea francesa es de 1827; incluso la todavía atrasada y dividida Alemania construye su primer ferrocarril en 1832, y el entonces muy lejano y casi feudal Imperio Austrohúngaro, en 1837.

Pues bien, en 1850, el único ferrocarril que funcionaba en España era el de Barcelona a Mataró, de 29 kilómetros. En 1846 se había empezado a construir la línea Madrid-Aranjuez, pero con la caída del marqués de Salamanca las obras habían quedado interrumpidas en 1847, dejando el tufillo de corrupción tan característico de aquella y de todas las siguientes Españas. De hecho, los primeros ferrocarriles españoles se construyen en el decenio que va de 1855 a 1865. Entre el primer ferrocarril británico y el primero español pasan 25 años, el retraso mínimo -en otros aspectos culturales, la distancia era y sigue siendo mucho mayor- que nos separaba, y que para nuestra desgracia nos sigue distanciando, de la Europa más avanzada.

Los historiadores económicos han dado distintas versiones de las causas de tamaño retraso: todas convergen en el atraso económico, político y social -son variables interdependientes- de la España de la primera mitad del siglo XIX. Dentro de este paradigma general hay que mencionar el informe de una comisión, un hecho aparentemente anodino, pero que ha dejado una pesadísima carga que todavía no hemos sido capaces de saldar.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

La comisión de expertos convocada por el Gobierno en 1844 para que le asesorara en cuestiones ferroviarias tuvo la peregrina idea de recomendar un mayor ancho de vías (1,68, en vez de la norma europea, de 1,43 metros) en razón de la difícil orografía española: ¡imagínese el lector la anchura de los ferrocarriles suizos si el proyecto lo llegan a hacer ingenieros españoles! Opinión que parece que apoyó el alto mando militar con el no menos peregrino argumento de que así se podría dificultar una nueva invasión francesa. De tal palo, tal astilla.

La incapacidad técnica a menudo es reflejo directo de la picardía política, no en vano son los políticos los que escogen a los técnicos. En aquel mismo año, el Gobierno promulgó un curioso decreto que dejaba un plazo de 18 meses para que el concesionario provisional mostrase voluntad y capacidad de hacer las obras: de hecho significaba otorgar las líneas ferroviarias a los amigos políticos, para que luego éstos las traspasasen a un precio más alto a los empresarios dispuestos a asumir el riesgo de la construcción. Se comprende que de 25 concesiones, 22 nunca fueran utilizadas, y sólo una estuviese terminada en 1850.

Nos topamos ya, en los orígenes mismos de la modernización industrial, con la figura del empresario político, que de alguna forma habrá que llamar con la mayor cortesía a los especuladores, intermediarios y traficantes de influencias que saben hacer fortunas inmensas en los aledaños del poder, producto nacional incombustible que sigue amenazando nuestro futuro.

La historia de la construcción de los ferrocarriles españoles está ligada a una de corrupción y de incapacidad técnica -suelen marchar cogiditas de la mano- que terminó por explotar en la revolución de 1868, que tuvo al menos la virtud de mandar al exilio a la señora de la corte de los milagros. Resultado: durante casi siglo y medio, los españoles hemos padecido uno de los peores ferrocarriles de Europa, con los gastos que han supuesto para el erario y el lastre, éste sí más difícil de calcular, que ha representado para nuestro desarrollo económico.

En 1986, en otra etapa histórica que dicen que también se caracteriza por el afán de modernizarnos, se decide construir un ferrocarril de alta velocidad con el ancho europeo entre Madrid y Sevilla. Por lo que pude alcanzar, la opinión de los expertos estaba muy dividida, si no era claramente contraria. ¿Acaso no sería más efectivo dedicar esas ingentes sumas a modernizar la red actual? Además, nadie entiende por qué habría de darse prioridad a la línea Madrid-Sevilla, cuya viabilidad económica todos cuestionan.

He de decir que sofoqué todas mis dudas ante la perspectiva de que España conectara con la revolución tecnológica que se ha producido en los últimos lustros, en especial en los ferrocarriles, nuestra vergüenza secular. Recuerdo vagamente una conversación en 1988 con un ingeniero alemán que había asistido en Madrid a un congreso sobre construcción de túneles, enojado por no haber podido visitar los que estaban en construcción con el nuevo ferrocarril de alta velocidad. Me congratulé de que por una vez, a la vanidad tan española de exhibir su saber prevaleciese el interés de mantener secretas las nuevas técnicas de construcción empleadas en un ferrocarril que yo suponía en la vanguardia del mundo.

Cuál no sería mi estupor cuando hace unas semanas, en una corta estancia en Sevilla, un ingeniero de Caminos me contó, entre preocupado y avergonzado por las repercusiones negativas que según él habría de tener sobre todo el cuerpo, una historia increíble: se habrían calculado mal los costes del ferrocarril -error técnico- y una vez comprobado que la realización de la obra duplicaba lo presupuestado, en connivencia con el ministerio, se habrían hecho tales arreglos -chapuza nacional- que el trazado de la vía no iba a permitir una velocidad superior a los 200 kilómetros por hora.

Hace dos o tres años había seguido de lejos -y por el medio de comunicación más nuestro, el rumor- la contienda entre franceses y alemanes por colocar sus respectivas locomotoras de alta velocidad; hasta había escuchado decir a un indignado funcionario alemán que "si acaso Alemania tendría que inventarse otra ETA para poder vender a España productos de mucha mejor calidad".

Ahora bien, si el trazado de la vía sólo permitiese una velocidad de 200 kilómetros, ¿por qué no se optó por el Talgo, un tren óptimo para estas velocidades?, ¿quiénes son los irresponsables -necesitamos nombres y apellidos- que han firmado contratos astronómicos por unas locomotoras que no se podrán utilizar a pleno rendimiento? De ser verdad, habría que pedir responsabilidades, por lo pronto, políticas, a la vez que el fiscal tendría que indagar si además pudieran existir penales.

Evidentemente, la historia -no puede ser más que producto de la fantasía andaluza, les gusta exagerar, porque de ser verdad, ya habría exigido la oposición un debate parlamentario y la correspondiente comisión, los periódicos no hablarían de otra cosa y la ciudadanía hubiera exigido a voces responsabilidades a los políticos y técnicos dispuestos a enterrar más de medio billón de pesetas en un ferrocarril inútil y ya anticuado antes de haberse inaugurado.

Otro sevillano presente en nuestra conversación, con esa sabiduría de la resignación tan propia de un pueblo que ha sufrido, trató de aminorar mi rabia diciendo que "para llegar a Sevilla desde Madrid bastaba con esa velocidad: se precisan al menos tres horas para acostumbrarse a lo bueno".

Que no, que no es verdad, que ya no vivimos en la España de Isabel II. No nos va a suceder siempre lo mismo cada vez que, de siglo en siglo, pretendemos construir ferrocarriles a la altura de Europa a la que decimos pertenecer. Espero que el portavoz del ministerio a que competa desmienta el chascarrillo andaluz. En política pesa más lo que se cuenta como rumor que lo que es en la realidad, y, como me decía un compañero sevillano, en radio macuto se cargan demasiado las tintas en la crítica del Gobierno.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_