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El 'culebrón' del Capitolio'

Mario Vargas Llosa

Gracias a un viaje a Boston pude seguir en la televisión norteamericana buena parte de las audiencias del Senado dedicadas al juez Clarence Thomas y a la profesora Anita Hill, y luego, aquí en Berlín, CNN mediante, asistir a las siete horas de discusiones que tomó a los senadores aprobar la designación de aquél como miembro del Tribunal Supremo. No me sorprende que estos programas hayan convocado más televidentes que la final del campeonato de béisbol en los Estados Unidos. Opinión extendida es que aquellas audiencias fueron una mojiganga de la que han salido mermados el prestigio de la Casa Blanca, del Congreso y de la Corte Suprema de aquel país. Yo creo que constituyeron una formidable lección sobre las malas artes en la política y que, hechas las sumas y restas, el episodio ha resultado saludable para la democracia estadounidense.Si se quiere entender lo ocurrido, hay que empezar desde el principio. El presidente Bush eligió a Thomas para reemplazar a Thurgood Marshal -que se jubila este verano como juez de la Suprema- no porque sea negro, sino porque pertenece al Partido Republicano y porque es un conservador. Su elección era una maniobra política para enfrentar a los demócratas, mayoritarios en el Congreso -con este dilema: rechazar a Thomas y ser, acusados de racistas, o aprobarlo, a sabiendas de que su presencia inclinaría la balanza en el Tribunal Supremo en favor del ala conservadora (que puede rectificar una previa sentencia legitimando el aborto tema que provoca desde hace años una apasionada -controversia en Estados Unidos)-

La operación parecía transcurrir como había previsto la Casa Blanca. Temerosos de que cayera sobre ellos la acusación de prejuicio racial, los senadores demócratas progresistas, encabezados por Edward Kennedy, cuestionaron con tibieza a Thomas en las audiencias públicas. Al mismo tiempo, entre bambalinas, urdían toda clase de intrigas para desprestigiarlo Así aparece Anita Hill, abogada, ex colaboradora de Thomas en dos de los puestos que confió a éste el presidente Reagan, y negra como aquél, a la que activistas del Partido Demócrata detectaron, en el remoto campus de la Universidad de Norman, Oklahorna (un pintoresco lugar que yo conozco, enmarcado por una reserva india y pozos petroleros en forma de langostas), apartada ya de la burocracia y entregada al apacible quehacer de la pedagogía juridica. Allí fueron a buscarla y allí la persuadieron de que impugnara a su ex jefe, con una acusación muy irritante para la sensibilidad contemporánea: la del acoso sexual.

Mientras la joven, inteligente y bella Anita Hill rendía su testimonio, en secreto, como manda la ley, y el FBI investigaba la seriedad de sus acusaciones, Clarence Thomas seguía respondiendo a las preguntas de la comisión senatorial. Lo hacía de manera más bien mediocre en lo que concierne a materias legales -era evidente que su competencia jurídica y su experiencia profesional como juez eran limitadas-, subrayando mucho sus méritos personales, de hombre que, gracias a su empeño y diligencia, había conseguido progresar, desde el miserable pueblecito sureño donde nació hasta un¡versidades de prestigio, en las que se graduó con honores, y puestos de responsabilidad en la Administración pública. Reafirmó su condición de católico y su gratitud para con las monjas que lo educaron y le inculcaron los fundamentos de una filosofía en la que sigue creyendo: la de valerse por sí mismo, la de considerar indigna y antidemocrática toda forma de discriminación, incluida la llamada "discriminación positiva" en favor de las minorías étnicas (el sistema de cuotas fijas, para negros o hispánicos, en las universidades y empleos, aun cuando carezcan de las calificaciones exigidas a los blancos). Y, también, su rechazo de toda forma de separatismo étnico, cultural o racial (él está casado con una blanca).

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Pese a que estas convicciones le habían ganado la hostilidad frontal de las principales organizaciones negras de Estados Unidos, que son progresistas -el reverendo Jessy Jackson encabezaba la campaña contra su nominación-, al terminar las audiencias el triunfo de Thomas parecía asegurado. Aunque en la comisión hubo un empate -siete a favor y siete en contra-, una mayoría de senadores anuncio que respaldaría su nombramiento.

La acusación de Anita Hill, examinada en privado por la comisión, no fue considerada por sus miembros lo bastante seria para merecer una audiencia especial. Entonces, de manera muy oportuna, alguien -no es necesario preguntarse quién- hizo llegar a los medios la noticia, con todos los aderezos explosivos del caso: Clarence Thomas había sido acusado de acoso sexual y los senadores de la comisión -todos hombres, por supuesto- estaban tratando de enterrar el asunto. Bastaron pocas horas para que las organizaciones feministas .entraran en acción y estallara el escándalo. El propio Thomas, luego de negar indignado los cargos, exigió una audiencia ,pública para refutar a Anita Hill.

A estas alturas, los progresistas demócratas parecían haber contrarrestado con éxito las habilidades maniobreras de los conservadores republicanos y liquidado a Thomas, mediante el descrédito moral y sin ensuciarse visiblemente las manos. El testimonio de la profesora fue, en un primer momento, abrumador. Diez años atrás, cuando era su jefe, Clarence Thomas la había invitado a salir. Y como ella se negó, un día comenzó a proferir delante de Anita las peores groserías. Se empeñaba en referirle el contenido de películas pornográficas en las que mujeres de formas ,ubérrimas copulaban salvajemente con animales y sus propias proezas en la cama. En varias ocasiones, el juez se jactó delante de ella del tamaño de su miembro viril.

La profesora dio su testimonio con delicadeza y desenvoltura, hablando sin que le temblara la voz y sin incurrir en el menor melodramatismo. Aprovechó para recordar que, como ella, millones de mujeres son objeto a diario de vejámenes y ofensas múltiples que, por temor a ser despedidas, no se atreven a denunciar. Ex profesores y compañeros de trabajo de Anita Hill testificaron sobre sus impecables credenciales morales.

Pero también testificaron lo mismo sobre su adversario hombres y mujeres -negros y blancos- que habían estudiado y trabajado con el juez Thomas. Y la acusación de la profesora comenzó a hacer agua cuando los senadores republicanos de la comisión pregunta-

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ron a Anita Hill por qué, habiendo sido ofendida de esta forma por él, había renunciado a su trabajo para seguir a Thomas y continuar colaborando con él en la Oficina para la Igualdad de Oportunidades, y por qué, en los años siguientes, lo había llamado en varias ocasiones simplemente para reiterarle su amistad; por qué lo había dado como referencia a fin de obtener su puesto universitario, y, sobre todo, por qué había tardado 10 años en denunciar la ofensa verbal.

A estas alturas, 200 millones de norteamericanos participaban ya en la polémica. No se hablaba de otra cosa de un extremo a otro del país. Las encuestas arrojaban sorprendentes resultados. Por ejemplo, la mayoría de los encuestados creían, al mismo tiempo, que Clarence Thomas y Anita Hill estaban diciendo la verdad, sin importarles que estas verdades, fueran incompatibles.

Y, entonces, el juez Thomas, en una jugada de admirable maestría política (y muy dudosa seriedad moral), denunció ante la comisión que estaba siendo blanco del tradicional racismo antinegro de la sociedad. norteamericana y que se pretendía hacerlo víctima de un "linchamiento de alta tecnología". "Linchamiento", "racismo antinegro" son dinamita pura, y Clarence Thomas, que se ha pasado la vida luchando, para que estos argumentos fueran erradicados del debate político en su país, lo sabía de sobra. Pero no tuvo reparo en agitarlos. Así como sus adversarios progresistas no habían vacilado en usar en su contra las armas igualmente vitriólicas de un supuesto acoso sexual.

El juez Thomas consiguió lo que se propuso. Pocas horas después de su declaración, en todos los ghettos negros de Estados Unidos la inmensa mayoría de hombres y mujeres se declaraban solidarios con él y en contra de la maniobra "racista" anti-Thomas. Corolario automático, todas las organizaciones progresistas del país moderaban o cancelaban su campaña contra el juez. Este obtuvo la aprobación del Senado -52 contra 48- gracias a los votos de varios senadores demócratas de los Estados donde hay un electorado negro considerable.

Todo esto es bastante sucio. Pero es bueno que el ciudadano común sepa que la suciedad y la vida política están entreveradas sin remedio. Porque sólo si hay una opinión pública consciente de que en la actividad política -en sus victorias y sus derrotas, en sus éxitos y sus fracasos- las maniobras, manipulaciones, intrigas y cosas aún peores juegan un rol importante, hay esperanza de que se produzca un sobresalto ético, una reacción cívica, y quienes más abusan de esos métodos sean penalizados en las urnas, y la decencia, la consecuencia, la autenticidad, se reintroduzcan en el quehacer público, como valores dominantes. Esto ocurre, también, aunque por periodos relativamente cortos, es decir, mientras la atención pública se mantiene muy alerta observando a los políticos.

En muchos países europeos se ha comentado con indisimulado desprecio el espectáculo circense de Clarence Thomas y Anita Hill en el Senado norteamericano. Eso se llama fariseísmo. Pues lo cierto es que, escarbando un poco, no hay democracia, por avanzada que ella sea, que no esconda escorpiones, venenos y dagas detrás de los bellos discursos, de los elegantes rituales, de los respetabilísimos caballeros o damas que ocupan los cargos públicos. Esos bichos y artefactos irrumpen siempre que se trata de la lucha por el poder, una lucha que tarde o temprano saca a la superficie lo peor del ser humano. Que se disimulen, que se guarden las apariencias a la hora de valerse de ellos no quiere decir que no estén ahí, muchas veces decidiendo en las sombras las grandes cuestiones.

Es verdad que los escándalos pueden erosionar el sistema democrático, desencantando a la gente de sus métodos y de sus políticos, y predisponiéndola a los cantos de sirena de los autoritarios y los demagogos. Pero también es muy riesgoso que una democracia viva perpetuamente reprimiéndose, para preservar aquellas formas que -cierto- son la esencia de la civilización, con el pretexto de que hay que separar la vida pública de la vida privada de los políticos (como si fuera tan fácil levantar esa frontera).

Estados Unidos es sin duda el país donde el escrutinio a que son sometidos los hombres públicos es el más inmisericorde que existe y no hay duda que de ello se derivan excesos, a veces payasadas, y también injusticias. Pero resultan algunas cosas muy positivas para el sistema de esa implacable vigilancia. Allí no hay iconos, hombres providenciales, salvadores de la patria, semidioses. En verdad, el político, en una sociedad así, se vuelve un hombre como los demás, y, en cierta forma, más vulnerable y frágil que el promedio. Eso, para la democracia, es sano.

Todo el mundo parece ahora de acuerdo en Estados Unidos en que la designación de los jueces de la Corte Suprema no debe hacerse, como en el caso de Thomas, por meras consideraciones políticas, sino, sobre todo, intelectuales, morales y profesionales. Y, asimismo, en que el acoso sexual es un asunto serio y grave que necesita leyes prontas y firmes que le salgan al encuentro. Y que es imprescindible que haya más mujeres en el Congreso, donde son ahora una pequeña minoría. Si algo de eso te traduce en hechos, el culebrón del Capitolio no habrá estado del todo mal. Un culebrón del que, por una vez, se puede decir con toda propiedad que era como la vida misma.

Copyright Mario Vargas Llosa.

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