Lección de humildad
EL LUNES pasado comenzaba Karl Popper su lección magistral en la Universidad Complutense asegurando que se daba cuenta una vez más de lo poco que sabe y de cómo el progreso y la civilización dependen del reconocimiento de los errores, de su búsqueda activa. A partir de este principio, procedía a fustigar sin misericordia a los ampulosos poseedores de la verdad y a los profetas de la soberbia, que tanto abundan en esta sociedad de fin de siglo. Los 12 puntos con los que el anciano pensador elaboraba un nuevo concepto de ética profesional o, lo que es lo mismo, una nueva tolerancia del error, diseñan con bastante claridad lo que puede ser el código de conducta del hombre actual: una de las formas de aproximarse a una verdad -que, una vez formulada, es válida hastá que se demuestre errada- es la de aceptar la posibilidad de la equivocación propia, de la del interlocutor adverso y de la de los dos al mismo tiempo.La palabra tolerancia, en boca de Popper, tiene un sentido distinto al que tiene en el castellano actual: tolerancia, aquí, es admitir las prácticas o expresiones de aquellos que no están en la verdad, que es la nuestra, o que pecan, o que se equivocan, respecto a nuestras formas de medir y juzgar. En el discurso del pensador, implica el reconocimiento potencial de la igualdad del otro, y de todos los seres humanos, para poder dialogar racionalmente; autocrítica y crítica, diálogo, posición continua de acecho contra el error. Filósofo de la ciencia, a Popper le es primordial el reconocimiento de que las ciencias no son infalibles y de que nadie puede alzarse como poseedor de la infalibilidad en ningún terreno.
Este principio de la relatividad y de la contradicción creadora parece ser mejor aceptado por las gentes -por la abstracción que llamamos hombre de la calle- que por las clases dirigentes en una sociedad democrática (la confesión del error es mal utensilio para la soberbia del poder).
Popper ha llegado a la conclusión de que ya no hay autoridades. Parte del hecho de que "nuestro conocimiento objetivo conjetural" está muy por encima de lo que el individuo "puede abarcar". Tampoco la palabra autoridades tiene el valor cotidiano de nuestro idióma, que es la descripción del Gobierno, sus semejantes y delegados en el ejercicio de mandar y disponer o, en la ciencia, de las personas sabias cuyo conocimiento habría que acatar ciegamente y cuyos errores no son reconocidos por ellos mismos. Sería así Popper un gran ácrata de la derecha, un gran libertario del conservadurismo.
Este acratismo explica su abandono hace decenios de la creencia en las teorías propugnadas por los Marx, Freud o Adler. En efecto, su antipatía por los enemigos de la sociedad abierta se debe a que duda de que la certeza dogmática de las predicciones de estos teóricos -y de otros pertenecientes al doctrinarismo ultraliberal-, justificara la miseria de tanta gente como la que padeció en nombre de sus teorías.
Las palabras finales de su lección fueron reveladoras: "Incluso en el campo de la ética es posible presentar propuestas que pueden ser tratadas y mejoradas por el diálogo (...). Los principios éticos (...) aceptados durante siglos por los mejores y más sobresalientes intelectuales pueden contener errores ocultos, de los cuales estamos moralmente obligados a aprender". Ocurre, sin embargo, que en la vida cotidiana la realidad del error como base de cálculo de nuestras actitudes y de la contradicción como base del pensamiento útil estarán en pugna con la fuerza del poder o con la autoridad autodefinida; pero van ayudando a vivir sin excesos de desesperanza.
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