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Ley de los errores que se compensan

Estados Unidos de América es un país curioso. Está perdiendo aquella alarmante lozanía económica de su juventud, pero sigue equivocándose con un entusiasmo juvenil, muy distinto de las maduras y ponderadas equivocaciones que suelen cometerse en Europa. Por ejemplo, no sólo eligieron a Reagan, sino que le reeligieron y luego volvieron a elegirle, y en cuanto tengan una oportunidad le reelegirán de nuevo. Esto demuestra un empecinamiento admirable en el error. O quizá no; en realidad, esa era la manera tradicional de ver las cosas. Nuevos y radicales enfoques se están abriendo camino.Uno de los más radicales, apenas se ha extendido fuera de ciertos recónditos círculos académicos donde sus principios se discuten con calor. Se trata de una teoría aún en desarrollo, aunque su argumento principal está ya formulado, y se conoce con el nombre de ley de los errores que se compensan.

La teoría es revolucionaria en un doble sentido. En primer lugar, establece que los errores son consustanciales a la actividad humana y, por tanto, inevitables; siendo esto así, no sólo es inútil luchar contra ellos, sino que además es ineficiente y puede ser perjudicial. Lo que ha de hacerse con los errores, y ésta es la segunda revolucionaria aportación, es simplemente administrarlos. De aquí nace una nueva y prometedora disciplina: la gestión de errores (error management, para los que gustan de las expresiones inglesas).

Que los errores son inevitables es un postulado de esta nueva teoría y no necesita demostración. La segunda parte, la relativa a la gestión de errores, sí merece comentario, pues se sustenta en principios que no son de ninguna manera intuitivos e incluso resultan chocantes en un primer momento. Estos principios son dos. El primero establece que, si bien no hay que tratar de evitar los errores, sí que hay que evitar a toda costa la comisión de errores aislados. Los errores sé cometerán en cadena y a ser posible emparejados.

¿Por qué? Esto queda explicado en el segundo principio, según el cual un error, cuando va seguido de otro error de signo contrario, da lugar a un acierto.

Esto puede resultar sorprendente, y no voy a ocultar que hay quienes rechazan la teoría oponiendo argumentos de diverso tipo que, en esencia, se reducen a sostener que un error seguido de otro error da lugar a... dos errores. Esto es una tontería, y esos detractores deberían avergonzarse de su nulo sentido matemático que les lleva a ignorar el signo de los errores. Sostener que los errores se acumulan conduce a la desesperación y además es falso. Todo el mundo ha observado que un error grande hace olvidar una larga serie de medianos errores anteriores, o que un error pequeño pero llamativo, cometido en el momento oportuno, puede ocultar por completo otro error gigantesco.

Si algo caracteriza a esta nueva ley es su sólida base empírica. No es arriesgado predecir que la gestión de errores va a convertirse rápidamente en una de las disciplinas con más demanda, y que pronto saldrá de los círculos académicos para invadir el mercado de asesorías y consultorías.

¿Qué nos dice esta ley acerca de la elección de Reagan que se mencionó antes? Pues que la perseverancia en el error ha dado lugar a dos aciertos: primero, los militares y parte de la ciudadanía estadounidenses han podido disfrutar de una guerra del Golfo verdaderamente importante y cosmopolita, a diferencia de algunas escaramuzas anteriores que por su brevedad apenas tuvieron tiempo de saborear; segundo, se ha conseguido no adoptar ninguna medida correctora del deterioro económico que acusa aquel país, de manera que, en lugar de un penoso forcejeo para recuperar la primacía industrial, EE UU navega alegremente por la economía del bla-bla-bla, es decir, de los servicios avanzados.

La ley de los errores que se compensan abre un inmenso campo de posibilidades en la gestión de organizaciones complejas, ya sean organismos administrativos o grandes empresas. Sus imprevisibles consecuencias apenas han empezado a vislumbrarse.

Bueno, no tanto; hasta cierto punto, los principios que esta ley unifica ya venían aplicándose con éxito en la Administración española. Por ejemplo, en dicha Administración, el principio de Peter, que por sí solo no garantiza la eficacia, se ha conseguido generalizar mediante la compensación de errores, de forma tal que lo que podía ser un peligroso desajuste transitorio se ha transformado en un ventajoso equilibrio estable. Veamos: una persona promovida erróneamente hasta su nivel de incompetencia, siempre que éste sea suficientemente alto, suele disfrutar de autonomía para cubrir los escalones inferiores con personas de incompetencia adecuada a sus respectivas funciones. Las personas más capaces, si es que existen, quedan hábilmente neutralizadas en el seno de esta estructura, y si por un acaso se les ocurre reclamar un mejor trato, se les suele contestar aduciendo el ejemplo de Perengano, que tan pronto como fue nombrado para tal cargo empezó a mostrar signos de avanzada incompetencia, lo cual demuestra lo desaconsejables que son los cargos.

Hay, sin embargo, quienes no se contentaban con ese argumento; pues bien, a partir de ahora están condenados a callarse definitivamente bajo el peso de la ley, puesto que una vez cometido el primer error, promover al incapaz, es necesaria su compensación mediante otro error de signo opuesto, relegar al capaz, de manera que los respectivos efectos se anulen y la organización siga disfrutando una situación de equilibrio estable.

¿Quién podrá oponerse a la fuerza de un argumento con semejante fundamento matemático? No creo que nadie ose; es más, creo que esta ley asegura que la estabilidad de la que ha venido disfrutando la Administración española no es un logro efímero, puesto que se basa en principios científicos, y está, por tanto, llamada a perdurar. Siempre, claro está, que los responsables de la misma no desfallezcan en la aplicación de dichos principios.

Pilar Enterría es ensayista.

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