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Un gran amigo del libro

No se puede hablar de José Ruiz-Castillo y Basala, que acaba de fallecer en Madrid a los 82 años de edad, sin tropezarse por todos lados con los libros. Puede decirse que nació sobre una pila de ellos, porque vino al mundo en la editorial-vivienda de la calle de Lista donde su padre -del que heredó nombre propio, apellido y el buen oficio de editor- comenzaba sus meritorias aventuras editoriales. Nuestro amigo hizo de todo con los libros, además de leerlos: la preparación del original (siempre menesterosa cuando lo entrega el autor), el diseño tipográfico (tan decisivo para el buen placer de la lectura), la corrección de pruebas (eliminando las indeglutibles erratas), la facturación, el trato con los libreros (de los que fue gran amigo y defensor), el envío de los paquetes (nos contó que, en los tiempos heroicos, los llevaban su hermano Arturo y él en un carrito que alquilaban en un solar de la calle de Ayala a una peseta la hora), hasta dominar todas las técnicas de esta bella profesión, entre ellas, la más difícil: vender los ejemplares.Nació nuestro amigo en Madrid, en 1909, cuarto hijo de una familia que iba a tener nueve. Infancia dura, apurada, en la que no hay mucho para comer, y en la que se pasa frío, pues, aunque la casa tiene calefacción, no se enciende todos los días. Cuando mejora la situación estudió primera y segunda enseñanza en el Instituto-Escuela, aquella experiencia pedagógica de la Junta de Ampliación de Estudios (léase José Castillejo), creada por valiente decreto de Santiago Alba, en la que se practica la coeducación, priva el apunte sobre el libro de texto y se aprueba por curso y no por aleatorios exámenes finales. Estudió después Derecho en la Universidad Central y cuando llega la República -que él recibió con alborozo- se lanza de lleno a ayudar a su padre en la prestigiosa editorial Biblioteca Nueva y en la presidencia de la Cámara del Libro, en cuya creación de la primera Feria del Libro madrileña fue puntal decisivo. Tras la guerra civil, sin dejar su trabajo en la editorial familiar, Plenitud, en la que, como él dijo, puso abrigo a la gente del 98 (y posterior) al hacer bellas ediciones encuadernadas en piel, de Machado, Valle Inclán, Unamuno y luego de Ortega, Gómez de la Serna, Laín y Aranguren. Había heredado de su padre, junto a las sapiencias del oficio, su trato afable con los autores, no siempre fáciles y de muy distinta observancia.

Doblado el cabo de los 70 años, se convirtió, a su vez, en autor al publicar unas Memorias de un editor, llenas de experiencia y de anécdotas curiosas sobre sus relaciones personales con Machado, Ramón y otros grandes escritores. Libro, por cierto, que mereció ser elegido por los libreros españoles como libro-regalo en una de las ferias recientes. Luego publicó otro libro más autobiográfico sobre sus andanzas como Funcionario republicano de Reforma Agraria y otros testimonios, además de frecuentes artículos en la prensa.

García Lorca, a quien se ofreció como posible actor para el teatro universitario de La Barraca, que estaba organizando el poeta granadino, hizo esta curiosa ficha del examen al que le sometió: "José Ruiz-Castillo: voz fresca. Tipo alto, moreno. Lee con sentido y tiene buen castellano. Pronunciación excelente para el teatro. Es apto para aprender, pero no tiene sentido del verso". Opinión que casa con la capacidad más eminente, a mi juicio, que tuvo nuestro amigo: la de ser un gran conversador, aunque, como dije de él un día, "como buen tertuliano exagere o deforme levemente la realidad para que resulte más atractivo o paradójico lo que cuenta".

Amigo del libro y de la auténtica creación literaria, madrileño profundo, republicano de toda la vida, conquistado por el Rey de todos los españoles, amigo sin enemigos, éste es el hombre que se nos ha ido a la inmensa cofradía tácita de sus amigos. Vaya mi condolencia a su esposa, Matilde Ucelay, mujer excepcional, primera que obtuvo el título de arquitecto en España, a sus valiosos hijos, José Enrique y Javier, y a todos sus hermanos. Todos ellos pueden estar seguros de que seguiremos charlando con él aunque esté desde ahora en la otra orilla.

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