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Migouël, no los mates

Varias son las reflexiones que cabe efectuar tras la soberbia lección que Miguel Induráin ha dado en la presente vuelta a Francia. Una: ya alcanzó la mayoría de edad la generación así llamada del 64, que no son superhombres, pero sí superciclistas; son todoterrenos que ruedan como nadie y, psicológicamente, están a punto para las más grandes empresas. Dos: el tan temido relevo generacional se ha producido en España de modo inmejorable; tanto es así que a partir de ahora a Delgado, después de. sus repetidas pruebas de fuerza y control en pos de conservar el liderato de Induráin, bien podría conocérsele como Pedro el Grande. Nos faltaba esa dimensión humana, de abnegada entrega por el éxito de un compañero, para tenerlo claro. Tres: por una vez, al menos por una vez, hemos de intentar no ser tan burros como para fastidiar una carrera deportiva, la de Induráin y la gente de su edad, que nos promete grandes satisfacciones. Cuatro y última: el que, por fortuna, sale beneficiado con todo esto es, debe ser, el ciclismo. La cantera tendrá un nuevo espejo donde mirarse, un ídolo al que imitar e intentar superar.En verdad, Miguel Induráin nos ha cruzado por completo las neuronas. No estábamos preparados para ello. Es posible que Perico nos hubiese habituado a otro tipo de ciclismo, de victorias con pérdida de aliento o decepciones épicas, gloriosas. Parece que con Induráin, Bugno, etcétera, se acabó un ciclismo de pasión y pulsión, descerebrado y sanguíneo, de demarrajes letales y aficiones al borde del infarto. A eso nos acostumbraron Fignon o Delgado, por ejemplo. El ¡Santiago y cierra España! pasó a mejor vida como símbolo de cierta actitud deportiva. También el ¡Perico, mátalos! Este Tour lo ha demostrado, ya que este Tour no es sino la consecuencia directa de un proceso de varios años. No hace falta matar a nadie. Ya están muertos. Induráin ha barrido con la majestuosidad de los grandes campeones. Limpia, asépticamente, diríase que con deleite aritmético. Incluso con sorprendente elegancia. Véanse si no los ejemplos de las dos grandes etapas montañosas. Gocemos pensando que en Val Louron dejó ganar a Chiapucci, y en Alpe d'Huez quizá hizo lo propio con Bugno. He ahí una sorprendente muestra de cómo llevarse un Tour sufriendo al máximo, metiendo minutadas a los contrarios, pero sin levantarse excesivamente del sillín y siendo un caballero con aquéllos. Nuestros esquemas mentales están cruzados porque desde hace mucho tiempo habíamos deseado secretamente lo que ahora tenemos. Desde los heroicos años de Vicente Trueba, y más tarde, los de Jesús Loroño, y aun después los de Ocaña, siempre suspiramos por tener un corredor europeo. Ágil en las cumbres, semisuicida bajando, volador en el llano y al que no se le atragantara el crono. En la década de los sesenta pareció que ese corredor podía ser el santanderino José Pérez Francés. Más tarde, José Manuel Fuente nos hizo suspirar por lo mismo. También González Linares, único español capaz de batir a Merckx en una etapa cronometrada y sobre el pavés. El malogrado Alberto Fernández tal vez apuntaba a ese corredor total. Quién sabe: si Bahamontes hubiera rodado mejor, o si Luis Ocaña no hubiera sufrido tantos percances. La leyenda del ciclismo se divide en dos grupos. De un lado, la tetralogía prodigiosa -Coppi, Anquetil, Merckx, Hinault-, hombres de ambición sin límites que coparon Tours. Baste saber el apodo por el que se conocía a los dos últimos: el caníbal y el caimán, auténticos depredadores. Para desmoralizar a cualquiera. No obstante, el viejo sueño de toda afición ciclista es tener corredores completos. Hace un par de décadas, los franceses estuvieron a punto de lograrlo. Ahí estaban los Lucien Aimar, los Roger Pingeon, los Bernard Thevenet. También en otras latitudes se rozó el ciclista ideal. El holandés Jan Jansen dinamitaba los sprints, pero no desmerecía subiendo. El belga Lucien van Impe, gripeur como pocos, se llevó varios premios de la montaña, pero también rodaba. Fignon pudo ser otro súper y aumentar la tetralogía, pero las lesiones no le repetaron. Con Perico se han dado todas las adversidades imaginables. Aquello era puro sobresalto. La ciencia-ficción en carrera. ¡Cómo disfrutamos! Pero las cosas no tenían por qué ser siempre así. Induráin las ha cambiado, y de qué modo. Sacando inteligencia cuando era menester, mala leche cuando la ocasión lo requería, conteniendo o forzando según lo dictase la tiranía de la ruta. Lo suyo ha tenido algo de despotismo ilustrado. Tanto Bugno como Induráin parecen lograr lo que se proponen sin excesivo esfuerzo, dosificando. El mayor poder de este último es la concentración, su mayor motivación proviene del interior de sí mismo. Él es su reto, él su único enemigo real. Templado ante las cumbres, el suyo es el más etéreo de los combates. Lucha contra el viento, contra su propia energía. Nada que ver con la filosofía deportiva de un LeMond, de mal perder y cuyo único hábitat posible parece ser el olimpo. Por eso no podemos entristecernos demasiado al verlo instalado últimamente en el purgatorio de los sprinters. Es el destino lógico de un fenomenal administrador de segundos, de un hábil felador de las ruedas más combativas, al que, de pronto, varios superatletas han plantado batalla frontal y despiadada.

La clave de todo está en una frase que se ha dicho de Induráin: "Para amarle, hay que conocerle". Modesto donde los haya, un buen y noble chico del Norte. A Induráin empezó a conocérsele gracias a las crónicas de Iñaki Sagastume, allá por el año 1983, junto a otros valores, como Jokin Mújika, Julián Gorospe, ya más consagrado, y ese otro corredor, fino y digno de admiración donde los haya, que es Pello Ruiz Cabestany. El éxito de Induráin no proviene de la casualidad, aunque pueda parecerlo. Así ocurrió en la bajada del Tourmalet, cuando se fue. "Ya me cogerán en el avituallamiento", pensó. Pero bajó como un halcón a por su presa, el Tour, aunque su actitud y, declaraciones posteriores fuesen tímidas en extremo. El año pasado, por estas mismas fechas hablamos de la sangre fría de Induráin, que podía incomodar un poco. Ello, a pesar de sus exhibiciones en la pirenaica Cauterets o en la alpina Luz-Ardiden. Queda claro que todo formaba parte de una progresión, fisica y mental, que le ha dado excelentes resultados. Ése es y será su estilo. Dejémoslo en paz con su propio reto, que es, como antes se apuntó, él mismo. No tiene que demostrar nada a nadie. Ya lo ha hecho. Se ha comportado como un arcángel san Miguel del pelotón. Ambicioso, pero no neurótico; altivo, pero no despectivo; mesurado, pero también dominante; desmoralizador, pero no depredador ni antropófago a lo Merckx.

Ya tenemos, por fin, un corredor europeo. En cierto sentido, y perdónesenos el entusiasmo del símil, Induráin nos ha hecho un poco más europeos. Pero ahora, ¿sabremos qué hacer con un deportista así? Ahí reside mi temor. Se nos antoja que hay algo en la figura de Induráin que lo hace susceptible de los máis ambiguos y subterráneos ataques. Que si dijo, que si dejó de decir. No está mal .pensar que la auténtica patria, el país de un ciclista, se halla en esas inmensas cumbres que debe coronar por delante de los otros y cuya conquista le da los garbanzos y la gloria. Que su única religión es el esfuerzo y la autosuperación. No es descabellado que alguien, tras una etapa de varios puertos, manifieste que sobre las dos ruedas su universo es otro, sin fronteras. Como si llega a decir que coirriendo se siente noruego o de Madagascar. Lo suyo es la bicicleta y punto. A partir de ahí puede iniciarse, sutilmente, eso sí, la presión psicológica. Que si Vuelta, que si Giro, que si clásicas, que si liderazgos y responsabilidades. Repito que hay que dejarlo hacer a su aire. Induráin nos ha hecho dar bandazos. Primero, nos quejamos de este Tour sin montaña. A media prueba dábamos gracias al cielo porque en esta ronda no había Madeleine, Glandon, Croix de Fer, Peyresurde, Mont Ventoux, Puy de Dôme o Galibier. Que unos se empeñan en llainarle Mikel; otros, Miguelón; otros, Miguel a secas, y los franceses, Migouël, ¡qué más da! Ahora debe sobrellevar su estigma francés. Al final, en el ciclismo, lo que cuentan son los triunfos, y hasta los que tiraron a matar tras la etapa de Jaca, y aun antes, luego se convierten en los más fervorosos apologistas. Con Perico vibramos y vivimos la más dulce de las pesadillas deportivas de las últimas décadas. Añoraremos siempre sus Tours, pero también sabrernos vivir con, orgullo la etapa de Induráin. Él nos ha enseñado, sobre todo, que hay que tener fe, que en ciclismo ya nos hemos hecho mayores, y aunque con ello se nos haya privado bruscamente de una de las más arraigadas costumbres, no es necesario matar a nadie.

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