Un héroe de nuestro tiempo
Bahamontes fue un campeón épico-rural que no habría hecho mal papel entre los soldados de Cortés y así fue como, con su victoria en el Tour del 59, llegó a ser la expresión de toda una época hoy pasada. Ocaña correspondió a una España que recogía dentro y fuera del país los frutos de la emigración; el hombre de Priego (Cuenca) se había convertido por mor del exilio económico en el ciclista de Montde-Marsan y su victoria en el Tour del 73 fue también la de un cierto genio para la adaptación a Europa antes de que Europa le hiciera un sitio a España. Perico Delgado, el tercer ganador español de la carrera, mito del 88, ha sido el corredor de la España clamorosa, rebullente e incluso agradecida porque ya somos iguales a los demás; por ello, hay bastante del PSOE, cosecha del 82, en la voluntariedad contagiosa del ciclista, que incluso lee libros en los remansos de la gran prueba francesa por etapas.Induráin, en contraste con todo lo anterior, es claramente el gran atleta posmoderno de la España de los 90. Conservador ilustrado, apegado a lo inmediato, de difícil entusiasmo para todo lo que no sean las más sólidas realidades del provecho y del triunfo, gana hoy con olímpica indiferencia pensando ya en el día del gran asueto Final.
El corredor navarro se dedica al deporte de la cumbre y del vértigo con la misma aplicación de quien pone una farmacia y hace el arqueo cada día con la minuciosidad de un contable. Ésa es la realidad de una Europa ciclista en la que los campeones rivalizan en cuadrar las columnas del debe y del haber, que ahorran en las etapas de los llanos, ajustan la multiplicación para la victoria precisa, económica, suficiente en la lucha contra el péndulo del tiempo, y pasan por caja, como ha hecho Induráin en este Tour, cuando se juntan los puertos suficientes para que sus máximos rivales no sean capaces ni de contar cuántos han sido. ¡Pobre LeMond!, fogoso corcel de California, que ignoraba que se medía contra un mecanismo antes que contra un entusiasmo.
Homologación del músculo
El ciclismo de hogaño, como la Europa comunitaria, busca la uniformización legislativa, la homologación del músculo que igual rinda en la escalada que en la pelea contra el horizonte, que baje y suba con la misma convicción que un ascensor, que arañe bonificaciones como si fueran fondos estructurales y ponga un día a la par el brumoso mar del Norte con la brisa luminosa y algo cínica del mar Mediterráneo. Induráin, como Bugno como Breukink, quizá ya no como LeMond, y menos aún como Delgado -generoso es fuerzo con sonrisa que la derrota no ha tornado en rictus- son los hombres de la hora presente.
Seguramente tenemos campeón para una temporada. Hoy en día igual se gana en el Golfo que en los Campos Elíseos con la precisión de las bombas y de los ciclistas inteligentes, que obtienen la raíz cuadrada del triunfo con la alquimia exacta del sudor y la rabia relegada al vestuario. Pero haríamos mal en añorar la pasión suicida de aquel Coppi que corría contra la muerte del Peyresourde al Galibier, de un Bartali que coronaba las montañas como un asceta en expiación, de un Anquetil que nació con el Tour alojado en la cabeza, o de un Merckx, el único tifón cuyo destino no ha sido Bangla Desh.
Talleyrand solía decir que lo importante en la vida era definir lo inevitable y a renglón seguido pactar con ello; Induráin entiende y expresa la gravidez del momento hasta el punto de que, mejorando las expectativas del obispo de Autun, hace algo aún mejor que pactar con el destino; decide con su clase que, hoy por hoy, lo inevitable es simplemente su victoria.
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