El tráfico
Ahora que estamos en vacaciones y que, por un breve momento de dos meses, en las capitales españolas se circula con algún desahogo, se nos abren las carnes de pensar en lo bueno que sería disfrutar siempre de tal bonanza. Pero no. La circulación es el impuesto que pagamos por la modernidad. Menos mal que empieza a generalizarse el aire acondicionado en el interior de los vehículos.En Roma, los coches van como balas, y hay más vespinos por metro cuadrado que pulgas en un perro callejero; son como moscardones insufribles. En París, la gente, siempre tan malhumorada como una canción de Edith Piaf, aparca sobre las aceras más inverosímiles. En Nueva York se circula dando brincos sobre lo que debe ser el único asfalto picudo del mundo; suenan las entretelas de los coches, aparcar cuesta 1.200 pesetas por hora y no le permiten a uno detenerse ni para que se baje la mujer a ver un escaparate. Y Londres no es ejemplo de nada, porque de todos modos circulan por el lado equivocado de la calle. Pero el tráfico rueda. Sólo en Madrid se aparca en triple fila (y se cierra con llave) y se bloquean las bocacalles para que no pase ni Dios.
¿Solución? Una que me va a hacer inmediatamente popular entre los constructores de automóviles: igual que en Nueva York, prohibición absoluta de aparcar en el casco urbano (menos para los que sean residentes, claro está). Las calles están para circular, no para llenarlas de coches aparcados. La imaginación, al tráfico. Claro que depende de lo que se entienda por imaginación: una medida así en Roma haría que, al día siguiente, dos millones de romanos consiguieran certificados de residencia, igual que cuando se cerró el tráfico en el centro a todos los que no tuvieran un permiso oficial, dos millones de romanos lo habían conseguido, falsificado o robado, dos días después. Nadie es perfecto.
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