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La lección de Torres-García

Los latinoamericanos hemos discutido por largas décadas, a veces con acritud y hasta con encono, sobre cuál era la opción correcta para nuestros escritores o artistas: universalismo o indigenismo (en cualquiera de sus variantes o reverberaciones: americanismo, regionalismo, criollismo, etcétera). La idea detrás de la cuestión era que el creador latinoamericano enfrentaba un deber moral que no tenía (o que no tenía en el mismo grado) el creador europeo: producir obras que, aparte de ser estéticamente significativas, fuesen también "americanas", marcadas por rasgos que le permitiesen ser reconocidas como tales aun por el lector o espectador más distraído. Este falso dilema que, bajo la apariencia de nacionalismo americano, era en verdad una forma más o menos disimulada de colonialismo mental, fue brillantemente resuelto, ya en la segunda década del siglo, por el artista uruguayo Joaquín Torres-García. La doble exhibición que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía acaba de inaugurar, documentando su obra personal y su magisterio a través de la Escuela del Sur y sus seguidores, brinda una espléndida ocasión de comprobarlo.Estas muestras simultáneas en un solo espacio son importantes por varias razones. Primero, porque recogen todas las facetas de una obra que sufrió, hace unos 15 años, un irreparable pérdida: una parte considerable de la misma fue destruida por el fuego en un museo de Brasil. En ese sentido, esta retrospectiva es una especie de restauración y revisión de lo que nos queda. Y eso, aunque haya que lamentar lo que hemos perdido para siempre, sigue siendo un conjunto magnífico, no sólo por lo que Torres-García pintó, sino también por el pensamiento plástico que dejó en su obra teórica y didáctica. En segundo lugar, porque no siendo Torres-García un pintor desconocido, es, sin embargo, un artista que no ha creado una leyenda y que puede pasar fácilmente inadvertido. En la historia del arte latinoamericano no ha generado la absorbente atención o pasión que han despertado, por ejemplo, los muralistas mexicanos, el brasileño Portinari o, más recientemente, Frida Kahlo. La doble muestra nos hace ver que bien podemos colocar a Torres-García al lado de Wilfredo Lam o Roberto Matta, que son otros grandes realizadores de la síntesis universalismo-americanismo; coincidentemente, los dos tendrán retrospectivas en el mismo museo durante 1992. Y puede incluso decirse que el uruguayo los supera porque plantea como teórico, por primera vez, las grandes cuestiones que esos artistas intuyeron y realizaron poco después (de hecho, creo que Torres-García es un creador de mayor envergadura que los más conocidos Léger y Stuart Davis, con los que podría vinculársele). Por último -y esto es lo que ahora me interesa destacar-, porque su obra pintada y escrita enfrenta, discute y despeja el falso problema que mencionaba al principio. Se trata de una lección de extraordinaria vigencia hoy.

En diversos momentos y ámbitos de la cultura latinoamericana, la citada disyuntiva ha sido invocada, ya sea para advertir, censurar o anatemizar. En 1899, cuando Rubén Darío ya había publicado Prosas profanas (1896) y recibía en Madrid el reconocimiento como gran poeta de la lengua, Rodó -que compartía con él los dos ideales helenistas de la época le hizo, sin embargo, una acusación famosa: "No es el poeta de América". El galicismo de Darío, al que Rodó aludía, no era sino una faceta de su cosmopolitismo, pues su obra tenía deudas tanto con la poesía francesa como con Rosalía de Castro y el prerrafaelismo inglés. Un poeta genial como Vallejo se autocensuró, desde la perspectiva de la militancia marxista, por haber escrito Trilce (1922) -una cumbre de la innovación poética en América- y escribió en 1930 una prematura Autopsia del surrealismo, en la que -para hacer más clara la opción estética- decía: "A la hora en que estamos, el superrealismo... es un cadáver". Neruda creyó que el optimismo de su poesía social lo redimiría de haber escrito un libro tan desesperado y nihilista como Residencia en la tierra. En los años veinte y treinta, los vanguardistas y los indigenistas de América se trenzaron en futiles polémicas, olvidando todo lo que el cubismo de Picasso y el irracionalismo surrealista debían al llamado arte primitivo africano o maorí. Y durante muchos años, la obra de Borges fue víctima, dentro y fuera de su país, del espejismo intelectual que enfrentaba a un presunto grupo de Florida a otro de Boedo, más argentino éste por ser más popular o folclórico (el mismo Borges nos recordó, siguiendo una observación de Gibbon, que en el Corán no hay camellos, precisamente porque se trata de un libro árabe).

En el fondo, la cuestión es vieja como el mundo: Homero no importa porque sus temas sean griegos, sino porque a través de ellos nos sigue hablando a todos: griegos incluidos. Y ocuparse de melancólicos príncipes daneses o ardientes amantes venecianos no hace de Shakespeare un poeta menos inglés. Pero es indudable que el surgimiento de las vanguardias europeas exacerbó el dilema en el siglo XX. No es extraño que Torres-García, un hombre que vivió buena parte de su vida entre Barcelona, Madrid, París, Nueva York e Italia, cultivase el lenguaje vanguardista; lo excepcional es que lo usase como un medio para reencontrarse con sus raíces americanas. Hay que agregar, sin embargo, que la huella de su formación clásica y del modernismo catalán no desaparece en el mundo de sus imágenes y que refluyen incluso cuando ha encontrado ya el estilo que definirá los 20 últimos (1929-1949) y más decisivos años de su obra: el constructivismo.

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El constructivismo es un idioma plástico que, por su extremo rigor y ascetismo visual (formas geométricas y valores cromáticos puros que se organizan como fuerzas en tensión dentro del espacio), se asocia generalmente con el impulso de la pintura contemporánea por desligar la plástica de toda atadura referencial al mundo concreto, y consecuentemente con el espíritu analítico y racionalista que orienta la pintura no-objetiva de Kandinsky, el abstraccionismo cubista, las escuelas Bauhaus y De Stijl (Torres-García tiene visibles contactos con Van Doesburg, Mondrian y Le Corbusier) y, por cierto, el suprematismo y el constructivismo rusos. Torres-García asimila todos esos estímulos, pero su aporte está en una síntesis personal que los transforma agregándoles un elemento idealista y un trasfondo mágico-utópico cuyo horizonte es americano. El uruguayo asoció el geometrismo constructivista a otro lenguaje; el de las formas del arte precolombino (específicamente, las del pueblo quechua), que son tan austeras y concentradas en su composición como las de la vanguardia. Una cerámica Nazca o un tejido Paracas no son menos abstractos y modernos que una tela de Klee o Victor Brauner. Mejor dicho: comparten el mismo lenguaje universal de las formas que, sin repetir la anécdota de lo real, la alude y la trasciende. La realidad es siempre informe y confusa; el arte le otorga un sentido a través del orden y la organización simbólica. ¿Qué es el arte constructivo?, se preguntaba Torres-García en un texto de 1943, y se respondía: "Es el arte que, apoyado en conceptos universales, puede llegar a una verdadera construcción en la que todo está comprendido".

Usando ese vehículo, pudo religar el arte moderno al sustrato indígena ancestral, ese mundo de máscaras, ídolos y cosmogonias solares, pero, al mismo tiempo, al contorno urbano de Montevideo, que él percibía como una retícula plana en la que insertaba formas e ideogramas tradicionales: el pez, la cruz, la estrella, el signo escalonado. Las connotaciones indoamericanas de su pintura no sólo son insólitas dentro de un ámbito cultural como el rioplatense, sino que orientaron a la generación de artistas que se formaron en la Escuela del Sur, entre los cuales está su propio hijo, Horacio Torres, y también -como esta exhibición demuestra- a conocidos pintores argentinos del presente, como Bonevardi y Paternosto. Es un legado fecundo y vivo que hay que celebrar como un raro ejemplo de que la intuición y la conciencia artística más profundas nacen precisamente cuando la creación no reconoce fronteras nacionales ni confinamientos culturales.

J. M. Oviedo es crítico literario, ensayista y profesor de Literatura de la Universidad de Pensilvania.

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