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Por una ley de partidos

Las elecciones del 26 de mayo han traído una crecida abstención; sin embargo, la reflexión poselectoral se ha constreñido en tomo a la ley de elecciones. Dado que las mayorías absolutas salidas de las urnas no han sido la regla, sino la excepción, se han producido pactos poselectorales, algunos muy llamativos. De nuevo se ha hablado de "manipulación de los resultados por parte de los aparatos de los partidos". Pero ha habido más: las posiciones de algunas formaciones, especialmente de IU, renuentes a entrar en gobiemos de coalición, y apostando así por gobiernos en minoría, llevan a otra reflexión. La de pensar si es o no cierto que el electorado vota preferentemente para formar gobiernos y que difícilmente: puede entender que, pudiendo hacerlo, la opción elegida renuncie a ello.Con el objeto de evitar estas pretendidas manipulaciones, de nuevo se propone el sistema mayoritario frente al sistema proporcional actual. Volvemos, pues, a los argumentos de Karl Popper. Popper sostiene que a lo más que puede aspirar el electorado en las urnas es a derribar con su voto al Gobierno vigente. Cualquier pretensión más participativa es pura ilusión. Según Popper, no se vota para elegir un buen Gobierno, se vota para quitar uno malo. De ahí su defensa a ultranza del sistema mayoritario bipartidista -el único en el que el elector puede decidir directamente el partido que ha de gobernar- y su encono contra el sistema proporcional, que, según él, pone en manos de los aparatos de los múltiples partidos los enjuagues y combinaciones que lo único que encierran, a su juicio, son intereses en torno al poder y poco tienen que ver con la intención primaria de los votantes.

Esta visión de Popper, como todas las suyas, es lúcida y pesimista, conduciendo a una actitud minimalista respecto a la democracia. Desaparecido el referente totalitario en el este de Europa, la defensa minimalista del actual sistema de partido devendrá insostenible. Las democracias habrán de replantearse el sistema de participación y habrán de hacerlo con urgencia. En primer lugar, desde el interior de los propios partidos. En países en que el cociente entre el número de afiliados a los partidos y el de electores es bajo (es el caso español), la urgencia va a ser mayor. Lo que es democráticamente exigible de los partidos y el papel que realmente están desempeñando presentan tales contradicciones que necesariamente están afectando al crédito de todo el sistema. Puesto que hoy la amenaza totalitaria no existe, la palabra partitocracia ha dejado de ser usada en exclusiva por el pensamiento cavernario. La toma de decisiones dentro de los partidos políticos contiene tal acumulación de opacidades que no puede sino producir perplejidad. Además, al día siguiente de las elecciones se ha extendido sobre los partidos la nube gris, barruntada hace tiempo, de sus gastos y consecuente financiación, con el consiguiente riesgo de convertir la perplejidad en rechazo.

El problema y, por tanto, la solución no están en la ley electoral, están en el funcionamiento de los partidos. Una mejor ley no mejorará la situación de fondo, que afecta básicamente a la participación política cotidiana.

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Los cambios en el sistema productivo, por un lado, y el relativo acercamiento de las posiciones de conservadores y socialdemócratas en busca del voto de las cada vez más complejas capas medias, por otro, han de conducir a la izquierda en general y al socialismo en particular a un necesario cambio en la cultura partidaria. El viejo concepto del partido como patria, lugar de identificación política, pero también de socialización, casa y escuela, ya no se sostiene. Entre otras cosas porque el proletariado aislado, encerrado por la sociedad burguesa, es una ficción retórica que, por cierto, tan sólo mantienen los sectarios aún existentes, y persistentes, en el seno de los partidos de la izquierda.

Empero el funcionamiento democrático de los partidos, que afecta al conjunto del sistema político, es algo que la intelligentsia y los líderes de opinión españoles no han atendido suficientemente.

La intelectualidad democrática y los líderes de opinión se han preocupado en España, desde la muerte de Franco, casi exclusivamente de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil, apostando decidida y empecinadamente porque estas relaciones respondieran a principios de respeto hacia los derechos individuales, frente al poder del Estado. A veces, ello se ha enfatizado y se enfatiza tanto que produce un efecto negativo: el Estado democrático aparece a los ojos del observador bajo cierta sospecha de totalitarismo. No es infrecuente ver aparecer la palabra franquista aplicada a decisiones de las instituciones democráticas, lo cual no es sino un efecto perverso de celo puesto por la opinión pública en el control del Estado, unido al recuerdo del inmediato pasado dictatorial donde se identificaba, con razón, el ejercicio del poder con la arbitrariedad totalitaria. Cualquier observador neutral de la opinión pública en España sacaría frecuentemente la conclusión de que la sociedad española es angelical, y los españoles, todos "inteligentes y benéficos", mientras que el Estado y quienes lo gobiernan son simplemente satánicos.

A esta preocupación de la intelligentsia española por las relaciones Estado-sociedad se ha sumado una casi absoluta despreocupación por dos cuestiones básicas en el funcionamiento de la democracia: las relaciones entre economía y sociedad y las relaciones entre los partidos y la sociedad. Respecto a esto último, la intelectualidad y los líderes de opinión parecerían haber dado el asunto por perdido, predicando implítica o explícitamente sus miserias. No es que se ignoren esas relaciones; en buena medida, se desprecian.

La débil participación de la juventud dentro de los partidos políticos es un grave síntoma para el futuro de la vida política española. Ello debiera preocupar a los partidos, pero también a la intelectualidad democrática española, cualquiera que sea su ideología política.

La revitalización interna de los partidos, su necesaria apertura hacia la sociedad, debiera movilizar a los afiliados, pero también a la sociedad toda. Comenzando por los líderes de opinión y los intelectuales. El Parlamento, por su parte, debiera entrar con urgencia a formular una normativa clara y contundente.

Más que una nueva ley electoral, más que una nueva ley de financiación de los partidos, lo que se necesita es una ley de partidos políticos donde se incluya la transparencia de su financiación, pero sobre todo que desarrolle articuladamente la frase constitucional: "Su estructura interna y funcionamiento [de los partidos] deberán ser democráticos". Un mínimo homogéneo que obligue a todas las formaciones políticas respecto al uso del voto secreto como derecho básico de los afiliados a la hora de elegir las direcciones internas y, sobre todo, las listas que se presentan al electorado. Una norma, en suma, que haga atractiva la pertenencia a los partidos, que asegure la participación interna en la toma de decisiones, que limite, por tanto, el poder disuasorio de los llamados aparatos. Las leyes no son el ungüento amarillo para cambiar las actitudes humanas, pero desde que existe la democracia sí han servido para limitar el uso y desterrar el abuso del poder.

es presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid.

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