Enésimo engaño
Si el Espíritu sopla donde y como quiere, del vendaval que arrecia últimamente en el Vaticano -Centésimus annus se llama- hay, desde luego, que guarecerse. El Romano Pontífice nos declara la guerra apostólica santa, y nada más natural que aprestarnos a hacerle frente. El caso es que ha cesado la tregua y ya se oyen las trompetas que anuncian la nueva cruzada de la cristiandad. Aún no sabemos si el reino de Wojtila está próximo, pero es seguro que quiere ser también un reino de este mundo.1. No menos de treinta veces resuena en esta encíclica su melodía central: la causa última de todos los males de nuestro tiempo es el ateísmo; el remedio Final para todos y cada uno de ellos estriba en la fe. Da igual que se trate de la concepción socialista del individuo (13), de la alienación consumista (41) o del problema ecológico (37); a su base siempre hallaremos el rechazo de la trascendencia. Para corroborarle), sépase que el secreto oculto tras las recientes novedades (caída de los regímenes comunistas) no es sino el vacío espiritual dejado por el ateísmo (24), la confianza en Dios (25) o la potencia divina (62). De modo que "hay que repetir que no existe verdadera solución para la cuestión social fuera del evangelio" (5), al igual que la conquista de la justicia será un "don de la gracia que viene de Dios" (59).
Bueno, no parece fácil verificar esta interpretación espiritualista de la historia, pero el vicario de Cristo está en su papel y hasta en su derecho de pronosticarnos a los infieles el fuego eterno. Más peligroso es que se arrogue una autoridad secular a partir de una manifiesta voluntad fundamentalista, integrista. Es decir -dejemos la palabra a Juan Pablo II-, aquella actitud en la que incurren "quienes" en nombre de una ideología, con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien" (46). Difícilmente se hallaría definición más ajustada a su propio empeño. Y es que requisito de la auténtica libertad humana será la obediencia a la verdad. sobre Dios y sobre el hombre ( , 17, 41), a la verdad natural y revelada (29), sin cuyo reconocimiento no hay garantía alguna de justicia (44). El concepto civil de libertad religiosa, erigida ahora en fuente y síntesis de todos los derechos humanos (47), sale de la cabeza del Papa polaco tan maltrecho como irreconocible. Pues aquella libertad no ha de ser ya entendida como un derecho de cada cual a ser respetado en sus creencias o increencias, sino como "el derecho-deber de buscar a Dios, conocerlo y vivir según tal conocimiento" (29). Añádase, en fin, que la encargada de predicar aquella verdad sobre Dios, el hombre (54) y el mundo (51) no es otra que la Iglesia católica.... y ya tienen ustedes el cuadro completo de lo que se nos viene encima.
Fuera de la Iglesia no había salvación celestial; el ahora en adelante, ni siquiera, habrá libertad en este mundo. ¿Quiénes son, pues, esos "hombres de buena voluntad" (60 y 61) a los que el sucesor de Pedro también se dirige? únicamente los que perseveren en aquella condición intelectual y moral que la humanidad ilustrada decidió hace dos siglos abandonar: la minoría de edad.
Una sola de sus aplicaciones pondrá de relieve hasta qué punto ese integrismo religioso se revela, a las claras, como un nuevo totalitarismo. Un totalitarismo teocéntrico, para ser exactos. ¿Acaso no es propósito confesado del Papa que la antropología (y otro tanto cabría decir de la sociología, economía, filosofía moral y política ... ) vuelva a su antiguo oficio de ancilla theologiae (55)? No importa, pues, mantener -a despecho de Platón o de Stalin- que "el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo" (44), trascendente y última (45, 46). Lo que importa es condenar, desde el totalitarismo de la verdad cristiana, cualquier otro totalitarismo de la mentira. Uno de ellos podría ser la misma democracia, cada vez que considere que "cuantos estén convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son Fiables (.. .), al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos" (46). Tal parece el programa que el Estado pontificio sugiere a todos los demás: que la inmanente razón pública se subordine a esa misteriosa verdad trascendente; esto es, que la democracia deje paso franco a la teocracia.
II. Con la seguridad de quien se sabe iluminado desde lo alto, el Papa puede muy bien prescindir de los torpes conocimientos humanos y alejarse de "las nieblas de la ideología" (16). Un estricto ejercicio del voto de pobreza intelectual se revela entonces a cada línea. Y así, se afirma con toda solemnidad que el trabajo propio es el origen de la propiedad individual (31). Pero cómo se convierte en trabajo asalariado, o sea, en propiedad sólo de la mera capacidad laboral y en despojo de las condiciones y resultados del propio trabajo, de eso ni media palabra. El Papa sabe, eso sí, que ese trabajo ha adquirido la condición de mercancía; al limitarse a solicitar para el trabajador un salarlo suficiente (4, 8, 15, 34 y 47), sin embargo, cuestiona a lo más su precio y refuerza así su naturaleza mercantil.
En paralelo, de qué manera esa propiedad individual alcanzada por el propio trabajo llega a ser capital, es decir, propiedad privada sobre los medios y los frutos del trabajo ajeno, resulta otro enigma impenetrable. Desde la cátedra de Pedro no se observa ningún salto lógico entre definir la propiedad privada como un derecho a poseer lo necesario para el desarrollo personal (6), y justificar después la propiedad privada sobre los medios de producción "cuando se emplea para un trabajo útil" (?) (43). Nos basta entender que el capital consiste en un conjunto masivo de maquinarla y bienes instrumentales" (32), lo que no es otra cosa que el milagro de la transubstanciación, esta vez bajo Figura material de maquinaria. Más aún, era hora de enterarse de que la forma novísima de propiedad es "la propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber" (32), que por lo visto ya no está en manos del capitalista, sino del hombre en general. En idas cuentas, un creyente resumen las tres Personas divinas tenía que caer expresamente (32) en el fetichismo de la fórmula trinitaria" que hace 130 años ya desvelara Marx. Aquí como allá, todo se juega entre una Madame la Terre bastante devaluada, un Monsieur le Capital venido a más y un Monsicur le Travail (travestido en un Monsieur l'Homme dotado de conocimiento científico) que gobierna cusoriamente sobre el resto.
Pero tampoco había que esperar del seminarista de Cracovia ni siquiera un somero barrunto de la crítica marxiana. Al fin y al cabo, para Juan Pablo II, comunismo, socialismo y marxismo son términos sencillamente intercambiables: al fracaso práctico del primero debe corresponder, por tanto, la ruina de los otros dos (19, 26, 27, 35 y 42). Así que no hay reparo alguno en sostener que la naturaleza del socialismo consiste en suprimir la propiedad privada (12), no se dice si de la empresa o también del bocadillo del empleado. Ni tampoco lo hay en considerar la lucha de clases como el medio de la acción socialista (14). Ni en deformar hasta la caricatura la visión marxiana del individuo (13) o en admitir la realidad de la explotación y alienación contemporáneas, pero rechazando indignadamente su diagnóstico marxista (41)... Su Santidad se complace, en Fin, en confundir, una vez más, el materialismo metodológico (éste sí, propio de Marx) con ese materialismo moral que reduce al hombre a la esfera de lo económico (20) y que ninguna relación guarda con el otro. Si el marxismo está hoy en crisis, nada más gratificante e impune que tirar por la ventana sus ideas junto con el agua sucia de sus creencias.
Al poner entre paréntesis a cada paso el carácter capitalista de la r calidad social, muchas proposiciones papales, por abstractas, rozan lo maravilloso. A propósito del Fin de la producción, por ejemplo:"Quien produce una cosa lo hace generalmente ( ... ) para que otros puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado el justo precio, establecido de común
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Enésimo engaño
Viene de la página anterioracuerdo después de una libre negociación" (32). O sobre los beneficios: "Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente" (35). Sean fórmulas del angelismo o de la simple ignorancia, nadie negará que alcanzan cotas de difícil superación.
III. A partir de tales cimientos conceptuales, cabe deducir que las apuestas prácticas de la encíclica serán cuando menos arriesgadas. "La Iglesia no tie
ne modelos para proponer" (43), nos advierte el Pontífice, después de tomar en tres ocasiones (19, 35 y 42) resuelto partido por uno. Lo llamará "economía de empresa", de mercado" o "economía libre", y su elección resulta de distinguir -aquí sí, miren por dónde entre un capitalismo malvado y otro decente. Es verdad que la explotación y el desempleo (15), el imperialismo sobre el Tercer Mundo (20), la exclusión de la
mayoría respecto de toda propiedad, el libre mercado y su negación de toda necesidad que no sea solventable y de todo recurso que no sea vendible, los beneficios como único criterio empresarial, el consumismo indiscriminado, la destrucción ecológica (33, 39)...., todo ello apesadumbra el ánimo del Santo Padre. Pero no estarnos ante resultados necesarios del orden capitalista, sino ante meros "riesgos y problemas relacionados con este tipo de proceso" (33). A diferencia de otros regímenes económicos, en el nuestro sólo se detectan "carencias humanas" y para su reforma bastan "los debidos cambios"
(56). Eso es todo. Que la voracidad natural del capitalismo pueda moderarse es cuestión reservada a la Providencia. Pero reconocer que, en todo caso, sus cambios tendrán que ser de naturaleza socialista, eso tal vez fuera mucho pedir de Juan Pablo II.
Quien da crédito a la palabra sagrada, ciertamente, puede recurrir a la doctrina de un pecado original que nos empuja siempre hacia el mal y hace impensable el paraíso en este mundo (25). El creyente en el hombre, en cambio, no se contenta con eso. Más bien teme que la perversión resultante del sistema basado en el capital coincida con el cumplimiento de su lógica interna, mientras que el desastre derivado del socialismo exige ir contra la suya propia. Y sospecha, por lo mismo, que el capitalismo triunfa porque arraiga en la pura naturaleza humana, en tanto que el socialismo fracasa en la medida en que esa naturaleza del hombre aún no está lo bastante humanizada.
es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.
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