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'Zoom' sobre el 'zapping'

Un espectro atormenta la vida de los profesionales de la televisión y de la publicidad: el zapping. La multiplicación de las cadenas y la aparición del mando a distancia han hecho aparecer una nueva actitud en los telespectadores, que consiste en pasar de una cadena a otra, sobre todo cuando en la pequeña pantalla salen los anuncios: hoy, en Estados Unidos y en Francia, un telespectador de cada dos confiesa que cambia con frecuencia o con mucha frecuencia de cadena. Evidentemente, el fenómeno no es igual en todos los países, pero su más que probable extensión en los próximos años y las inquietudes que suscita en los medios preocupados por los niveles de audiencia merece que nos detengamos un poco más sobre esta nueva figura de la inestabilidad posmoderna.

Si el fenómeno produce dolores de cabeza a los publicitarios, debería reconfortar, en cambio, a quienes ven con buenos ojos la denuncia rápida del martilleo de la persuasión clandestina. Pues el zapping revela claramente la extrema libertad de los individuos ante la invasión publicitaria. ¡Qué error haber identificado a la publicidad con el control totalitario, con el mejor de los mundos, si consideramos la facilidad con la que conseguimos zafarnos de su eufórico asedio! Todo menos un adoctrinamiento total, todo salvo un dominio permanente, más fuerte, si cabe, por ser tan suave y agradable. Cuanto más invierte la publicidad en dinero y creatividad, menos segura está de sus efectos; cuanto más se expande en nuestras pequeñas pantallas, más medios tenemos para zafarnos de ella; cuanto más aumenta su tiempo en antena, más aleatoria se vuelve la audiencia. Ésta es la condición paradójica del hecho publicitario ante el incremento del nomadismo televisivo.

Desde hace tiempo se viene señalando la velocidad implacable del ritmo publicitario, pero éste se ha visto superado en su propio terreno por la celeridad del zapping; la velocidad electrónica está derrotando ya a la manipulación subliminal. Claro está que podemos seguir sonriendo ante. las imágenes publicitarias, pero lo que es más significativo es que con el aparatito del zapping podemos burlarnos de la publicidad y buscar en otra parte a ver si no la hay. Continuar denunciando a la publicidad acusándola de alienación y de infantilización es no haber comprendido que este universo había sido superado desde hace bastante tiempo tanto por el humor lúdico de la publicidad como por la ironía indiferente del público. Y aunque esto perturbe la indignación humanista lo mismo que el cinismo suficiente de los creadores, es imposible no reconocerlo: la publicidad, después de todo, es un poder más bien débil, imprevisible, incapaz, sin duda, de mantener sus promesas. El zapping no suprime la influencia de la publicidad, pero pone de manifiesto su esencia no disciplinaria, no mecánica, no directiva. El publicitario propone, el zapping dispone; no estamos en absoluto en un universo de manipulación y de supercontrol, sino que estamos en el de la libre movilidad, en el del flash autodegradable sin consecuencia, en el de eslalon instantáneo.

Pero lo que está en juego supera con mucho el reflejo antipublicitario. Estos saltos gracias al mando a distancia no se limitan tan sólo a la publicidad, sino que los padecen también otros programas: todo homo telespectador cae hoy en la comezón del cambio, y la dificultad de fijar el interés en algo aumenta en estos tiempos de redifusión masiva, de series y telefilmes poco diferenciados. Con todo lo que esta agitación puede implicar de desavenencias, de miniconflictos en el seno de las familias: el zapping es objeto de los odios de su entorno, es un egoísta que no escucha a nadie, que sigue sus propios impulsos sin tener en cuenta el gusto de los demás. Conducta hiperindividualista típica aplicada a la escucha audiovisual: hay de todo, gusto por el cambio y por la animación acelerada, captación de la curiosidad por todo y por nada; el zapping es ese ser que va más deprisa que su sombra, siempre presente-ausente ante la imagen de la tele. En ese momento, el zapping acabará civilizándose gracias a la abundancia tecnológica, liberado finalmente de esos tiempos arcaicos en los que se decía "una para todos, todos para una". El individualismo habrá superado el estadio del egoísmo o de la convivencia, se hallará en el confortable tiempo de las prótesis a la carta, de la cortesía y de la urbanidad a medida.

¿Qué nos impulsa a apretar constantemente la tecla? ¿Nos abandonamos, como hemos dicho, al juego desapasionado de la manipulación gratuita, al placer de ver sin ver nada, a la hueca fascinación de ver desfilar las imágenes ante nuestra vista? Sí y no. En realidad, el usuario del zapping está siempre al acecho de algún programa maravilloso, pero sin dotarse de los medios necesarios para ello: quiere verse conectado instantáneamente. Las emisiones le aburren, pero no puede separarse de la pantalla, hay algo trágico en la condición de quien utiliza el zapping, la tragedia del deseo del teleadicto que es incapaz de hacerse realidad de verdad. No consigue ningún placer por estar delante de la tele, pero al mismo tiempo es incapaz de despegarse de ella. El zapping revela a un tiempo el poder de captación del medio y el tedio repetido de los contenidos. Aquí el medio no es el mensaje. Vivimos en una época en la que dedicamos un tercio de nuestro tiempo libre a la televisión, pero sin dejar de quejarnos de ella. El zapping es la verdad de esta contradicción cultural.

Si consideramos el fenómeno desde una perspectiva un poco más elevada, nos damos cuenta de que no deja de tener relación con las conductas en vigor en la sociedad. Quizá sea como un símbolo de la personalidad individual en una época de la moda generalizada. Pues desde hace tiempo el zapping ha pasado a los comportamientos de la vida cotidiana: no cesamos de cambiar de lugar, de mujer, de gustos, de ideas, de deportes; todo se ve arrastrado por el proceso de lo nuevo y de lo efímero. ¿Por qué iba a ser diferente respecto de la televisión? El zapping no hace sino mostrarnos en versión acelerada esta circulación de los cuerpos, de las mentes, de la cultura que caracteriza a nuestra frívola sociedad, es el espejo de un tiempo siempre ávido de otra cosa, pragmático, sin grandes proyectos ni constancia, un tiempo en el que todo cambia sin nosotros pero con nosotros, en el que todo aburre pero nada subleva, en el que todo cansa pero todo sigue igual.

es autor de ensayos como La era del vacío y El imperio de la efímero.

Traducción: C. A. Caranci.

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