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La ley del silencio

Los desastres de esta misteriosa guerra, tan ocultada en sus prolegórnenos como en su desarrollo y ahora en sus postrimerías, tendrán algún día el trato que se merecen por parte de analistas e historiadores. Quisiera que se tuviera entonces en cuenta que entre los desastres hay que censar la. seria amenaza que ha representado contra el ejercicio de libertades fundamentales, como la de información y expresión, desastre especialmente censable en los países democráticos y aún mucho más en los mucho más democráticos. La opulencia comunicacional anunciada por los profetas de la aldea global ha enseñado varias veces su antirrostro de miseria comunicacional, pero nunca corrio, durante el conflicto del golfo Pérsico. Especialmente dura esta evidencia entre nosotros, acostumbrados a creernos que el nuestro era uno de los mercados informativos más libres, consecuencia lógica de 40 años de mercado de verdades secuestrado.Insisto en la palabra mercado, porque parto del hecho de que compartimos una cultura de mercado, una política de mercado, una verdad de mercado y por tanto una información de mercado, así en la paz como en la guerra. ¿Nuestros medios de información han tenido en cuenta esta vez la alineación de las audiencias o han jugado a forzarla en una perfecta sintonía con los propósitos del huidizo minigobierno de argencia? Voy a aportar un caso a una abundante casuística que construye la existencia de Un informal intelectual oraúnico colegiado que ha gravitado sobre la libertad de informar y el derecho a la información.

El Palacio de Congresos de Barcelona estaba lleno, como pocas veces se llena para un acontecimiento cultural y, en la mesa ofician cuatro personas que merecen una cieria atención sociocultural, se este o no de acuerdo con lo que pierisan y comunican: Josep Fontana, un auténtico patriarca de la moderna historiografía española;

Eugenio Trías, filósofo que en el inmediato pasado gozaba incluso del fervor de Alfonso Guerra; Gilles Perrault, uno de los mejores reporters político culturales contemporáneo (La Orquesta Roja, Nuestro amigo el rey, el que esto suscribe. A los ofíciantes y a los asistentes, muchos y cualificado, nos reunía la voluntad de una reflexión final del debate paz-guerra que ha polarizado la cultura, española en los últimos meses y elanuncio de una voluntad moral de seguir apostando por los valores de la paz. Gilles Perrault había sido entrevistado durante el día por las agencias informativas y en todo momento asumió su doble condición de escritor de éxito (su libro sobre Hassan II acaba de aparecer en español) y de militante por la paz motivo fundamental de su estancia en Barcelona.

La sorpresa, escandalosa, se produjo al día siguiente y al que siguió al día siguiente y al que vino después y así hasta hoy. Un silencio informativo total sobre el acto y un silenciamiento igualmente total de la parte de las declaraciones de Perrault en pro de la paz recogidas por las agencias. Era tan total el apagón informativo sobre la cuestión que invitaba a una seria meditación sobre la relación entre la autonomía de información, indiscutible, de las empresas públicas y privadas implicadas en el apagón y el derecho del público a ser informado. Creo que ha sido uno de los desacatos más graves al derecho a la información que se han comido durante el período democrático posfrinriquista, no ya por el menosprecio del acto y sus actores, sino por la extrañísima coincidencia colegiada en el silencio. En otro tiempo cabría pensar en el resultado del consignismo directo o del consignismo dictado por las delegaciones del Ministerio de Información y Turismo. Algo de consignismo ha habido durante la campaña parabelicista desarrollada desde el poder, pero hay que reconocer que en varios e importantes medios de comunión se dejó tiempo y espacio para que al menos pudieran aparecer las ideas de la paz basadas en la no intervención. Será trabajo futuro de hemeroteca v de analistas de contenido el sancionar la durísima batalla subterránea propagandista que el belicismo ha utilizado duran te todo el dramatico conflicto moral que nos ha afectado y nos afecta. Es evielente que han aparecido rebrotes de galinsoguismo, en fori-na de seguidisillo casi enfermizo de las posiciones del poder local y mundial, pero no se había llegacio a practicar la ley del silencio con la totalidad orweliana que: se cernió sobre el encuentro del Palacio de Congresos. 1984 se desplazaba a 1991 y El Gran Hermano era el silenciamiento practicado desde la coartada democrática. Porque, evidentemente, los implicados en la confabulación podrán arguir que estamos en una cultura de mercado y probablemente el acto pacifista vendía menos que el fallido encuentro de Carmona entre Alfonso Guerra y sus muchachos, en su día aireado como si fuera la piedra fundamental del renacimiento cultural español. Pero ni dos líneas, ni una. Ni la sombra de una imagen. Ni el eco de una voz fugaz e incluso despectiva. Nada. Nadie. Me resisto a pensar que la ley del silencio fuera fruto de un consignisrno pactado aquella noche, pero no mejora la situación si deduzco que fue el resultado de una coincidencia particular y espontánea en el silenciamiento, a la manera de esa táctica del fuera dejuego que las defensas avezadas practican sin mirarse, sin ni siquiera emitir un silbido. Esta segunda explicación deja en entredicho la jerarquía de valores informativos de sus responsables y coloca en primer plano un fanatismo sectario alarmante. Por ese camino vamos a la desidentificación de una parte importante de la sociedad española receptora de mensajes, desatendida o manipulada desde el seguidismo con la verdad eslablecida. Desde el asfixiante centrismo que está guiando lla inculcación de verdades públicas y privadas en el aparente supermercado de nuestras sabidurías convencionales, se trabaj a por el electroencefalograma plano de una sociedad sometida a la dictadura de una democracia estadística o de una democracia totalitaria, en afortunada expresión de Eugenlo Trías. Comprendo que lo sucedido pudiera ser fruto de una pasajera avería del espíritu y por tanto confiemos en que no vuelva a repetirse por el bien de un sisteina democrático necesario. insustituible, que no puede convertirse en meramente formal Resulta paradójico que los que arrugan la nariz cuando aparece el adjetivo formal al lado de la palabre democracia, luego en la práctica minimizan el ejerel cio democrático hasta el tamaño de una simple apariencia leguleya. ¿Será cierto que casi todo quedó atado y bien atado?

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