Ascensor
La abuela nunca va a ninguna parte en Semana Santa. Antes se encontraba con algunas vecinas y paseaban por las calles recobradas, trinchaban a sus nueras y jugaban a la canasta hasta las tantas. Pero murieron las vecinas y sus pisos fueron ocupados por ásperos oficinistas y secretarias procaces y la abuela se acostumbró a vivir en su pequeño ático sin el aroma de fritangas que tamizaba el patio de luces.A la abuela nunca le gustó que cambiaran el ascensor antiguo por aquella caja metálica de acelerones súbitos. Al cielo se ha de Hegar despacito y los ascensores cerrados siempre tienen algo de nevera. Por eso debió de sentir un escalofrío cuando el camarín se detuvo bruscamente entre el cuarto y el quinto. A veces la muerte es un golpe de silencio entre las máquinas. La abuela dio un par de voces, pulsó un timbre mudo y le pareció oír el eco agorero de los mausoleos. El Jueves Santo hasta las fotocopiadoras están en penitencia. Y el mundo es una pequeña plataforma de soledad cuadrada. La abuela dejó pasar las primeras horas escuchando el crujido del cable engrasado, el maullido de un gato funámbulo, el roce de los periódicos atrasados apenas agitados por alguna corriente de aire. Despertó el viernes con el estrépito de una cisterna lejana y la sed le recordó la casera que llevaba en su bolsa de malla como un oasis de supermercado. Se miró al espejo y estuvo todo el día paseando por la geografía de su rostro hasta que se embarró en la primera lágrima. El sábado y el domingo el ascensor fue el alambique de una vida y, ahí aparecieron los terrores del hambre y de las bombas, de los partos y de las ausencias. Llegó el lunes y hasta le pareció escuchar el sol arrendijado en el portal. Oyó pasos cargados de atascos. Un bostezo ancho como el fin de un paréntesis. Y una voz irritada que gritaba que ya estaba bien de jugar con el ascensor, gamberros.
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