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Memoria del cine

Antonio Muñoz Molina

Cada vez se acerca uno con más recelo a las películas que hasta hace no mucho solían depararle una emoción indeleble. Poco a poco se ha vuelto frecuente el desengaño, y el lugar que antes ocupaba incondicionalmente el fervor va siendo invadido por el tedio, y hasta por una íntima sensación de estafa y ridículo, no siempre destinada a la película que tanto nos importó y que ahora se nos aparece postiza o trivial, sino a nuestro entusiasmo de entonces, a una cierta manera de vivir o de no vivir que tuvo primero sus lugares de culto en las salas oscuras y luego en el salón comedor donde el videocasette adquiría a menudo una presencia de sagrario. El casi famélico cazador y copiador de cintas apenas mira ahora las de su colección, y nota que muchas de las que grabó no ha vuelto a verlas. Por descuido, pero sobre todo por miedo: siempre es doloroso el reencuentro con alguien a quien quisimos mucho, y oír con indiferencia la antigua voz deseada y preguntarse el motivo ahora inexplicable de aquella devoción. Los amigos que llevaban mucho tiempo sin verse se abrazan y visitan de nuevo los bares a donde los afilió una querida costumbre y notan de pronto bajo las palabras un silencio vacío, una falta de resonancia mutua que vuelve simulacro la conversación. Al Final de Gone with the wind, Scarlet O'Hara mira a Ashley Wilkes como si al cabo de tantos años lo estuviera viendo por primera vez y dice, con estupor y tal vez con remordimiento: "Me he pasado la vida amando algo que no existía".Puede que hayamos amado en exceso las películas, con una desmesura dictada por el error y sólo parcialmente ennoblecida por el instinto de admirar y la necesidad del asombro. La extrema cinefilia, como la melomanía sin sosiego, acaba provocando una forma muy peculiar de palidez que se parece mucho a la de los eclesiásticos descoloridos por el hábito de la genuflexión, el murmullo y la penumbra. Hemos amado algo que existía sobre todo en nuestra imaginación y en nuestro deseo, no en los resplandores blancos y grises de las pantallas de los cines. Y ese amor, como tantos otros, se fortalecía en el recuerdo y la ausencia, y difícilmente sobrevive intacto a la confrontación del regreso. En otro tiempo, las películas, como la mayor parte de los hechos de la realidad, nos sucedían una sola vez, y apenas vistas y perdidas ingresaban en los rituales de la narración oral y la memoria. Al día siguiente de ver una película, los niños de la calle se la contaban tumultuosamente unos a otros, y al hacerlo, sin darse cuenta, la modificaban y la volvían a inventar. Lo que el entusiasmo había iluminado lo magnificaba más tarde la celebración del recuerdo. La experiencia del cine era casi tan singular en el tiempo como lo es la de la pintura en el espacio: hay un solo lugar en el mundo donde están los jugadores de cartas de Paul Cézanne; hubo una sola noche en el pasado en la que yo vi, por ejemplo, El tigre de Singapur, que es una pelíeula de la que casi no me acuerdo, pero que alimentó durante muchos años algunos de mis mejores sueños y una parte de mis más feroces pesadillas infantiles. Nadie en su juicio cree que pueda repetirse un instante: pero viciosamente hemos querido multiplicar y atesorar los dones más precarios del cine, y sólo algunas películas perduran y crecen al volver a verlas, y otras que nos parecieron menores adquieren un resplandor que antes no advertimos, y muchas de las más veneradas se nos hunden como esos rascacielos derribados en silencio, entre nubes de polvo, que apenas veía Burt Lancaster en Atlantic City, y que ven de soslayo en los televisores los personajes de Justo Navarro.

De pronto empiezan a aburrir las argucias más admiradas de Hitchcock, y la piel de sus heladas heroínas rubias se nos vuelve tan indiferente como el papel satinado de una revista de modas. Donde antes dllucidábamos sabidurías y misterios ahora sospechamos trampas mezquinas de tahúr. Y a uno se le ocurre que ya está bien de juzgar las películas según la lógica del cine, y las novelas, según la lógica de la literatura. ¿No decía Jaime Gil de Biedma que un poerria ha de contener al menos la dosis de sentido de una carta comercial? La estética es una coartada peligrosa: sólo el gran arte se mide victoriosamente con la lógica de la vida y del sentido común. Y tal vez por eso lo que nos sucede es que ya no nos creemos lo que nos creíamos antes, y vemos figuras de cartón o de plomo donde antes vimos héroes, y sombras planas y fugaces que nunca más podremos tocar. El Humphrey Bogart de Tener y no tener, tan engrandecido en el recuerdo, resulta ser un leñoso maniquí vestido de marínero de zarzuela, con su gorra azul, su pañuelo al cuello, su camiseta a rayas, su pelliza de viejo lobo de mar, su cigarrillo escéptico en los labios. Los personajes de El sueño eterno se dedican tan exhaustivamente a explicarse los unos a los otros las complicaciones de la trama que casi no les queda tiempo de intervenir en ella. Que una organización criminal regida por un malvado tan solvente como James Mason necesite para eliminar al zascandil de Cary Grant una avioneta de fumigación, una ametralladora de la Primera, Guerra Mundial, una llanura san orillas del Medio Oeste, en lugar de un callejón oscuro y un simple y expeditivo revólver es, bien mirado, una tontería. Ya sé que a Hitchcock no le importaba la verosimilitud del argumento, y que gracias a la avioneta y a la llanura a mediodía y a Cary Grant despavorido Y casi despeinado nos es posible asistir a tina secuencia memorable en la historia del cine, y, que en el fondo se trata de una alegoría sobre la vulnerabilidad del hombre solo en el mundo moderno. Pero a pesar de todo, la antigua y solicitada ernoción no revive, y el milagro deja de multiplicarse en el tiempo. Será que, si a un director de cine o a un novelista le importa más la belleza del estilo que el destino de sus personajes, también uno tiende a desinteresarse de ellos.

Poco a poco, el museo imaginario de las películas se parece a una casa demasiado grande en la que se notan dolorosamente o con alivio los espacios vacíos, las habitaciones donde ya no vive nadie. Hasta hace poco iba uno al cine como si fuera a misa, y había películas de precepto y cinefillas agudas que predisponían a la comunion diaria, y severos directores espirituales que imponían como edificación y penitencia novenarios de Ingmar Bergman, de Bertolucci, de cine negro, de nuevo cinema coreano. Un santoral beato de detectives tristes, de boxeadores derribados, de gánsteres injustamente perseguidos, de mujeres fatales, de pistoleros misántropos, de fumadoras enigmáticas, de hacendosas rubias sin escrúpulos, nos trastornó de tal modo la inteligencia que cuando no estábamos en el cine o embobados en un sofá frente al televisor andábamos furtivamente por nuestra propia vida, parpadeando ante el desconcierto de la luz del día, con los horribros vencidos por una pesadumbre cinematográfica y la voluntad obnubilada por la épica casposa de los perdedores.

Pero a medida que la memoria se limpia de fantasmas y la lucidez o el saludable aburrimiento deshacen sombras que pesaron demasiado durante demasiados años, las imágenes que permanecen cobran una intensidad acrecida en la prueba del reconocimiento, y al ser menos numerosas resaltan con más vigor sobre el espacio vacío que ahora las circunda. King Kong deshoja con delicadeza el vestido de la mujer que ama; el señor Verdoux mira el claro de luna junto a la puerta del dormitorio conyugal, donde unos minutos más tarde estrangulará a su esposa; la criatura de Viktor Frankenstein ve una cara desconocida en el agua; con la boca contra la hierba manchada de sangre, Sterling Hayden agoniza mirando a unos caballos; en un hotel de Dublín, desde la ventana de la habitación donde su mujer se ha quedado dormida, un hombre llamado Gabriel Conroy ve caer la. nieve; en la batalla de Anzio, Richard Burton ve alejarse la nave de Cleopatra; sentado en una silla de ruedas, Jack Lemmon acepta el desamparo y la humillación del amor; en Viena, Joseph Cotten descubre que su mejor amigo está vivo y es un asesino y merece morir; figuras aisladas, fragmentarias imágenes que cada cual va eligiendo y guardando como fotografías de las mejores horas de su vida, que siguen latiendo en el presente porque han vencido la prueba inflexible del tiempo.

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