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El partido de los automovilistas

Manuel Rivas

En Pasarela, una aldea cercana a la costa Da Morte, por donde pasa un pequeño río llamado río Grande, el automóvil se ha cobrado otra joven víctima.

Esta es la versión contrastada del suceso: un domingo del mes de febrero, un muchacho de 18 años, trabajador de fontanería, pide el coche a su padre para salir con los amigos. Aquí, como en todos lados, el auto es un elemento fundamental de prestigio en los ambientes juveniles, sobre todo a la hora de entablar relaciones con personas de otro sexo. Hay un problema: el muchacho no tiene carné de conducir. Padre e hijo discuten. El primero asegura que prometió comprarle un buen coche, todo lo potente que quisiera, cuando obtuviese la licencia. El lunes, el muchacho se niega a levantarse para trabajar. Al mediodía, los padres suben a la habitación y la encuentran vacía. La ventana está abierta. De ropa, el huido se ha llevado lo puesto. No tiene dinero ni comida. Cuando la ausencia se hace preocupante, los parientes y vecinos comienzan a rastrear la tierra brava y las cuevas marinas. Diez días después, el océano devuelve su cuerpo a un arenal. Lo enterraron, en la estación lluviosa, en un cementerio que mira al mar. Desde mi ventana, escuchando la salvaje balada de los cuervos vagabundos de Xallas, sólo puedo musitar mentalmente la oración de despedida al Gran Gatsby: "Felices los muertos sobre los que cae la lluvia". Amén.

El automóvil mata, puede matar, todos sabemos hasta qué punto. Tanto como una plaga o una guerra. Pero, ¿a qué matarse por un coche? Lejos de conducirnos a una reflexión sobre el absurdo, el suceso abofetea con la contundencia de lo real, como si de súbito tuviésemos que aceptar de alguna forma que los anuncios televisivos rozan obscenamente las teclas del alma y que ya nunca más nadie pueda decir, sin que el auditorio se muera de risa, que el dinero no hace la felicidad. El motivo por el que alguien se mata nunca es nimio para el que se mata. Nos gustaría creer que son siempre otros impulsos, más legitimados literariamente, como un desengaño amoroso o una crisis existencial, los que llevan a semejante desenlace. Pero, ¡el coche! Y, sin embargo, matarse por un coche es mucha más muerte que morir de resultas de un accidente de coche. La noticia de que alguien conocido ha muerto en un choque o al salirse de una curva nos parece ya algo sumamente natural, parte de la naturaleza que hemos construido, y lo aceptamos con rutinaria resignación. Sólo lo otro, que alguien se mate por un coche, nos hace pensar en nosotros y en nuestro mundo.

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Rafael Sánchez Ferlosio, Félix de Azúa o Agustín García Calvo, a raíz de una pasada guerra que, entre otras cosas, restableció el viejo orden mundial del petróleo, apuntaron con tanto tino como impotencia a esa divinidad dominante, el automóvil privado, a la que rinden, rendimos, pleitesía con universal fundamentalismo. Junto con el campesinado, una de las figuras sepultadas a la chita callando por este llamado progreso es la del peatón. Existen peatones, como existen no televidentes y abstencionistas políticos, pero vienen a ser los bárbaros del sistema, una incómoda fantasmagoría que media con vacío el ánfora de las estadísticas. Hablar hoy de peatón es como viajar a un diccionario etimológico. Ya no aparece ni en las crónicas locales más costumbristas. Y cuando surge en las páginas de sucesos: "Atropellado un peatón en un paso de cebra en la calle de la Virgen del Socorro" nos imaginamos a un bípedo exótico y desarraigado, acaso con bastón y boina, abatido por la máquina del tiempo y las leyes de selección de la especie.

En España no tenemos un partido de los automovilistas, quizás porque todos lo son. La dialéctica peatón /motorizado tuvo su importancia en los movimientos de humanización urbanística, en aquellos lejanos tiempos de los setenta en que olían a frescura, como las sardinas no enlatadas, los colectivos progresistas —esos sí— de arquitectos o las asociaciones vecinales. Hoy en día, la única dialéctica realmente existente es la de atasco /fluido, un enredo entre automovilistas y automovilistas, con los taxistas, camioneros y conductores de autobús repartiendo coscorrones como Bud Spencer y los mensajeros de correos del Far-West. Incluso cuando se habla de la conveniencia de zonas peatonales, no se hace hincapié en un necesario espacio zoológico para los extraños bípedos, sino en nuevas alternativas comerciales. El problema del tráfico, que parece haber desplazado en el tablero de preocupaciones sociales al paro o al terrorismo, sólo en enfoques excepcionales se analiza desde una perspectiva radical, ecologista, de muda de modelo de vida, de cambio de dioses, por decirlo al modo ferlosiano. El problema del tráfico es un problema de y para los automovilistas. Él, el coche, es el todo y por todos habla. Se trata de resolver cómo los coches pueden ir más rápidos y en mayor número, sin que tengan que atropellar demasiados peatones, algo que resulta desagradable y costoso, sobre todo si el peatón se resiste a morir.

En Suiza sí que existe un Partido de los Automovilistas. Es uno de los fenómenos políticos más curiosos de los últimos tiempos. Otro fenómeno, no tan curioso, por generalizado, es el de la creciente abstención en los procesos electorales. La tasa de participación, de un 80% en 1919, ha ido decreciendo consulta tras consulta, incluso tras la incorporación del sufragio femenino, sobrepasando ahora mismo la abstención (en las elecciones al Consejo Nacional) el 50%. En el libro L'homo politicus à la dérive?, Matthias Finger y Pascal Sciarini señalan que los abstencionistas son ya el "más grande partido" del país, y se preguntan: ¿Van los suizos a continuar apartándose toda vía más del sistema partidario, y si así es, con qué consecuencias?

¿Y qué tiene esto que ver con el coche? La pérdida de votantes afecta a todos los partidos tradicionales. Sólo los nuevos partidos recogen nuevos electores. Una de estas fuerzas es el Partido de los Automovilistas (PA), denominación que seguramente aquí ——y aunque todos nuestros partidos son automovilistas— nos suena a coña marinera, como si se organizase el partido de los reumáticos o de los pescadores fluviales. En las elecciones de septiembre de 1989, el PA obtuvo el 3,6 % de los sufragios, aumentando un punto en relación con los anteriores comicios. La creación del PA —uno de sus lemas es provoiture (a favor del coche) — no es casual. Si hay algún movimiento en claro ascenso y con carácter alternativo en Suiza es el Partido Ecologista, que obtuvo un 12,6% de los votos en 1989 frente a un 5% en 1987. Los tradicionales protagonistas de la dialéctica izquierda /derecha no incorporaron grandes cuestiones que preocupan cotidianamente a los ciudadanos, y así se explica que los votantes del Partido de los Automovilistas se consideran, ideológicamente, mitad por mitad de derechas y de izquierdas. ¿Discuten de política en casa los suizos? Eso fue lo que le pregunté el pasado año, en Lachen, al amigo Stefan. "¡Ah, mucho! Mi hija mayor quiere un coche, y la pequeña se niega a sacar el carné".

Manuel Rivas es periodista y escritor.

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