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¿Guerra santa?

Nadie puede olvidar que ha habido guerras llamadas santas. Sadam Husein hizo idéntico llamamiento a la guerra en nombre de Dios, dándole, por supuesto, un cariz cruento. Y lo mismo podemos decir de las demás religiones en la historia, lo mismo en el mundo musulmán que en el cristiano, y ahora -por sijs o por otros hombres religiosos- en el país que había dado ejemplo de religión pacífica, como era la India, en donde cuenta la psicoanalista experta en hinduismo Maryse Choisy, que durante 1.000 años de su historia no hubo ninguna guerra.De los cristianos llegó a decir Bertrand Russell que se habían distinguido especialmente por su violencia, en nombre de la pacífica fe predicada por su fundador, cosa no muy alejada de la verdad, pues su historia ha sido realmente la de la dignidad del Evangelio y la indignidad de los cristianos.

No tenemos más que recordar las cruzadas contra los musulmanes predicadas por los papas. Un santo, como el español Domingo de Guzmán, incitando a la persecución contra los albigenses en Francia. Y nada digamos de las guerras de religión, desde el año 1560 hasta el 1610, en plena Europa del Renacimiento, con la cruel persecución contra los protestantes franceses.

Y todo se hizo en nombre de Dios y de su más suave mensajero, el judío Jesús. Una cosa parecida ha ocurrido con el profeta Mahoma y su Corán. Si de Jesús se dedujo la necesidad de la violencia para imponer el orden por el pasaje evangélico de la expulsión de los mercaderes del templo, lo mismo se ha hecho con la yihad predicada por Mahoma. Ahora bien, si acudimos a los textos originales, como han hecho, por ejemplo, los monjes de Montserrat en su rigurosa traducción de la Biblia, nos quedamos sorprendidos porque no existe ni la más mínima violencia ofensiva contra los hombres, que son sólo conminados de palabra, y lo mismo que ocurre con las enseñanzas de las más importantes religiones venidas de Asia.

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Unas 38 veces se repite en el libro sagrado del islam la palabra yihad, y en ninguna de ellas se puede traducir por guerra santa, según los mejores especialistas en su interpretación. Por ejemplo, el antiguo decano de letras de la Universidad de Rabat Mohammed Aziz Labahbi, quien dice: "Algunos traducen yihad por guerra santa, y es una aberración... Yihad viene de yihad, que significa esfuerzo, tanto físico como moral". Y pone, para entenderlo mejor, el siguiente ejemplo: cuando los musulmanes vencieron a sus ofensores cruentos, los paganos violentos de aquella región, que no les permitían practicar pacíficamente su nueva religión, Mahoma les dice: "Venimos del yihad menor para emprender el verdadero yihad, el del alma". ¿Por qué? Porque el mal está en cada uno de nosotros y debemos combatirlo, llegando a la paz subjetiva que conduce a la concordia, termina enseñando este profesor seguidor de Mahoma. Para este filósofo islámico, el yihad es un esfuerzo continuo por la paz (salam), que es la esencia del Corán.

Es, por tanto, guerra no cruenta contra la pobreza y la explotación de los grupos humanos, contra el orgullo prepotente del que detenta la fuerza. Es el camino hacia la rahmah, la clemencia, la generosidad y el amor, mediante la serenidad de quien acumula fuerza interior y procura desprendidamente, y sin desmayo, el yihad político, económico y educativo en favor de todos, sin privilegios ni discriminaciones.

Si hay que defender cualquiera de estos valores humanos y religiosos, "no ataquéis los primeros, porque Dios rechaza a los agresores", y "no hagáis violencia a los hombres a causa de su fe", sigue diciendo el Corán. Lo más que permite Mahoma es: "Combatid en el camino del Señor a quienes os hagan la guerra; pero no os excedáis". Y en sus cartas sobre los derechos y deberes humanos de los cristianos en el Estado musulmán se señala: "En lo que se refiere a los cristianos, ningún obispo será desplazado de su sede, ni monje alguno de su monasterio. La protección de Dios y la mía la tienen asegurada para siempre. No serán oprimidos, ni tampoco opresores".

Es parecida tónica la enseñada por Confucio, siglos antes de Cristo: "He oído que la gente puede ser influenciada por la virtud; pero no por la violencia; porque las armas son como el fuego: si no lo apartas, te quemará". Y Lao-Tsé va todavía más lejos, porque enseña que "el que pretende gobernar por medio del Tao no usa el poder de las armas, porque a las armas responde la violencia y repercute sobre el que la usa".

Y en el antiguo pueblo persa debía resonar todavía la voz de Zoroastro, que disuade de la opresión, porque el que se dedica a ella "conocerá a su vez la opresión", según enseña el Zend-Avesta.

O en la india oirán muchos todavía la palabra de Krishna, que en el Mahabarata promete que está dispuesto a favorecer siempre la paz "con tal que no perjudique los derechos de los inocentes".

Jesús recordó una cosa de sentido común: que quien a espada mata, a espada muere a la larga, porque la conclusión que podemos sacar de todas las guerras de nuestro siglo es que tienen el efecto bumerán, porque después de pocos años su fracaso es evidente, como lo demuestran las guerras de Vietnam, Corea o Argelia, y los resultados favorables a los vencidos alemanes o japoneses tras la última guerra mundial, poniéndose a la cabeza del desarrollo económico en Europa o en el mundo.

Siempre será una gran verdad la enseñada por san Agustín: que es más glorioso matar a la guerra por la palabra que a los hombres con la espada. Justamente lo que no se ha tenido bastante en cuenta ni por la ONU ni por Estados Unidos, precipitando una guerra cuyas consecuencias son imprevisibles y de nefasto resultado humano.

Carlyle acertó al observar, con su aguda mirada de la historia, que toda guerra es un malentendido, y por eso hay que resolverla con el diálogo y no con las armas ni la sangre.

Y podíamos preguntarnos también: ¿por qué la religión ha sembrado de cadáveres el mundo en el correr de los siglos? Sin duda, porque hay tanta religión como para odiarse, pero no suficiente para amarse quienes enarbolan su bandera espiritual.

Y tanto Mitterrand, en nombre de la culta Francia, como los diferentes jefes religiosos debieron haber hecho más valientes propuestas mucho antes de que se produjera la guerra, y no a última hora. La conciencia debía ir por delante de los intereses ocultos, lo mismo que el respeto a la conciencia de los demás; sin olvidar tampoco que la paz es obra de la justicia y no de falsos arreglos ni defecciones.

Enrique Miret Magdalena es teólogo.

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