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Tribuna
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Epílogo

Habrá mucho que hablar de los incumplimientos de las coartadas éticas de la guerra del Golfo, pero de momento yo he firmado conmigo mismo un acuerdo de ese de hostilidades. Constato en este epílogo que los hechos van demostrando que ésta es la guerra de los embustes y los embusteros: ni empezó el 2 de agosto, ni el ejército de Sadam era el cuarto del mundo, ni se propiciaba un nuevo desorden internacional mejor que el anterior, ni se defendía una cultura de la paz, ni la estatura moral de los vencedores militares es superior a la altura de sus misiles, ni siquiera era verdad el cormorán del Golfo, que era de Alaska, de otro derrame, de otra barbarie.No era verdad que nos limitábamos a un apoyo logístico, y nos pertenecen un buen puñado de cadáveres y destrucciones que ni siquiera podemos cuantificar con precisión, porque nuestros gobernantes tienen que fiarse de los balances de colaboración que les dan sus aliados, repito, sus aliados, que no son los míos. Era mentira que denunciar la no verdad profunda de esta guerra significaba hacer antisemitismo y antiamericanismo, desde el supuesto degradante de que el Estado de Israel y Estados Unidos sólo se representan por el halconismo de sus grupos dirigentes y la alienación belicista y militarista de amplias capas de su población. No era verdad que apostar por la paz era hacerle el juego a Sadam Husein, porque Sadam Husein también quería la guerra, y ahora nos encontramos todos ante una profunda escisión en la cultura de la paz que la izquierda ha tratado de construir a la sombra de la filosofía del terror nuclear y de la disuasión mutua. Y en el capítulo del autoengaño, emparentado con el de la mentira, me sobresalta la crispación de algunos apologetas españoles de la guerra, hasta ahora casi agazapados, tras haberla ganado sin pegar ni un tiro. No les basta la victoria. Además quieren ser inocentes.

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