Aeropuerto
Cuando llegué al aeropuerto de Barajas no había un solo pasajero en el vestíbulo, y mientras facturaba la maleta le pregunté a la empleada del mostrador si sucedía algo extraño allí esa mañana. Me dijo que los vuelos se estaban realizando con normalidad y sonrió de forma enigmática al entregarme la tarjeta de embarque. El policía del control de pasaportes tampoco me advirtió de ningún peligro. De pronto supe que un cepo se había cerrado detrás. Al entrar en la zona internacional vi que bajo un gran silencio había una multitud de cuerpos abatidos que parecían rehenes o prisioneros de guerra. En el infierno también hay duty free, vitrinas con perfumes, dioramas con anuncios de Winston, de modo que aquel lugar podía ser igualmente uno de tantos espacios de la eternidad, puesto que los paneles electrónicos donde se anuncian las salidas se hallaban no sólo bloqueados, sino cubiertos de telarañas. Tal vez aquellos pasajeros hacinados esperaban entrar en alguna cámara de gas, pero sin duda algunos ya habían muerto sin haberlo logrado. Traté de no perder la dignidad. Me mantuve todavía mucho tiempo erguido, paseando entre escombros humanos o sentado frente a un tablero lleno de nombres maravillosos: Roma, Atenas, Nairobi, ciudades para huir o soñar, y así me quedé plácidamente dormido, aunque al despertar vi con horror que me habían crecido las uñas. Mi destino era Viena y no sé cuántos días había pasado vivo o muerto. Ahora mi cuerpo se encontraba en una pista de Barajas dentro de un avión esperando inútilmente que amaneciera, y entonces el autobús de madrugada trajo a otros pasajeros que formaban una orquesta vienesa. Eran jóvenes de un rubio angelical y las muchachas tenían un callo en los dulces labios. Sacaron los violines, las trompas, las flautas, y comenzaron a tocar un aire de Mozart mientras a mi lado una señora agonizaba. El avión se elevó y la orquesta siguió sonando. Se perdió en las nubes aquel sarcófago lleno de música y no sé todavía adónde ha ido a parar.
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