Manuel García-Pelayo: 'in memóriam'
No resulta fácil hacer la nota necrológica de un ser querido, y, para mí, Manuel García-Pelayo lo fue, y mucho. No se trata de hacer pública la propia y profunda tristeza, sino de trazar para España, a la que él tan honda y dolorosamente amó, la semblanza del hijo que acaba de perder definitivamente. No hablaré por eso de mis sentimientos, compartidos por otros muchos amigos y por quienes, en una u otra condición, convivieron con él en sus años de presidente del Tribunal Constitucional.El hombre que García-Pelayo fue excedió con mucho, sin embargo, de la altura y las dimensiones de ese cargo encumbrado, que durante, muchos días se resistió a aceptar y que sin duda le acarreó más sinsabores que bienandanzas. Creo que quienes en aquel momento le presionamos para forzar su voluntad hicimos lo que debíamos, y que obrando así logramos que el Tribunal Constitucional tuviera el mejor presidente imaginable. Su enorme dignidad personal no impidió más tarde que algunos villanos, perjudicados en sus intereses políticos o económicos por las decisiones del Tribunal, arrojaran sobre García-Pelayo la basura que constituye su medio propio y llevaran así hasta el extremo de lo posible la amargura de quien, equivocado o no en su juicio, fue siempre, sin flaquezas ni excepciones, un hombre cabal.
Los amigos que en los primeros momentos de la democracia le empujamos para que aceptara el cargo que no deseaba no podíamos sospechar que le estábamos imponiendo un sacrificio de estas dimensiones. En lo que me toca, y aunque los insultos dirigidos contra García-Pelayo me han parecido más atroces por no ir dirigidos también contra mí, no estoy arrepentido de lo hecho. El temor al sufrimiento no fue obstáculo jamás para que García-Pelayo dejara de hacer lo que su patriotismo le dictaba.
Intelectual
Pero, como decía, García-Pelayo, no ha sido una figura importante de nuestra sociedad por haber ocupado un importante cargo. Llegó a él porque no existía nadie más calificado para ello, y sería una figura importante de nuestra sociedad, ya de nuestra historia, aunque no hubiera ocupado cargo alguno. Le hicieron importante su obra intelectual y su amor a España.
En estos tiempos que corren no resulta fácil hablar de amor a España, un sentimiento degradado por sus versiones zarzueleras. Al explicar lo que García-Pelayo fue, me parece imposible, casi una traición a su memoria, no referirme, sin embargo, a él, porque ese sentimiento hondo, callado, no expresado quizá nunca, fue, creo, el sentimiento dominante en su vida, la clave profunda de cuanto hizo desde su juventud hasta su muerte, y hasta después de ella, al pedir (o decidir) que sus cenizas se trajeran a España.
Y junto al patriotismo, la honradez intelectual. García-Pelayo sirvió a España de muchos modos, como soldado y como magistrado, pero sobre todo la sirvió como intelectual. Ésta era su vocación profunda, de la que sólo se apartó ocasionalmente, apremiado por otras necesidades más urgentes, durante nuestra guerra civil o en los primeros momentos de la restauración democrática.
Y esa vocación la sirvió con una inteligencia poderosa y una entereza inquebrantable. Seguramente la obra intelectual requiere en todos los campos tanto de lo uno como de lo otro; la frustra tanto la cortedad del juicio como la flaqueza del ánimo para perseguir la verdad, sean cuales fueren los inconvenientes. Pero es en el campo en el que García-Pelayo trabajó, en el del derecho constitucional y la teoría política, en donde la necesaria conjunción de estas dos condiciones se hace especialmente acuciante; en su obra, la presencia de ambas es bien patente.
El Derecho constitucional comparado que García-Pelayo publicó en 1948 es una obra asombrosa. No se acierta a comprender cómo pudo el autor, en aquellos años de aquella España, recoger y estudiar toda la doctrina importante que se: estaba produciendo en Europa y América, países con los que teníamos escasa comunicación, y sobre temas que en el nuestro eran tabúes.
Demócrata inconmovible
Todavía hoy es seguramente el libro de García-Pelayo al que hay que acudir para la consulta de esa doctrina, pero el interés de la obra no se agota en la exposición, clara y compendiada, de pensamientos ajenos. Tan admirable como el conocimiento y la comprensión de lo hecho por otros es, en el derecho constitucional de García-Pelayo, el análisis propio de la estructura y la evolución del Estado constitucional, un análisis que se lleva a cabo con una fidelidad nada estridente, pero absoluta, a las convicciones democráticas que el autor mantuvo inconmovibles desde su juventud.
El respeto a sus propias ideas y el acusado sentido de la dignidad personal apartaron definitivamente a García-Pelayo de nuestra Universidad. No quiso, en aras de ellas, ni pedir el famoso certificado de adhesión al régimen, que en aquellos tiempos se exigía para acceder a la docencia universitaria, ni aceptar el que, sin pedirlo, se ofrecían a facilitarle amigos de moral más acomodaticia. Para ganarse la vida hubo de emigrar a Argentina, primero; después, a Puerto Rico, y por fin, a Venezuela, y fue por eso, a partir de 1950, siempre fuera de España, en donde llevó a cabo su labor de profesor y en donde continuó una tarea intelectual a la que sólo puso fin una embolia cerebral, de la que no se recuperó nunca.
Los frutos de esta tarea no son de fácil caracterización, pero no es ésta la ocasión de intentar su análisis. En su conjunto, centrados unas veces en el estudio de formas políticas pretéritas y otras en el más riguroso presente, los libros de García-Pelayo son un continuo esfuerzo para comprender en profundidad la estructura de la realidad política, de esa realidad tensa entre los dos polos del poder y la libertad en la que todos, nos guste o no, como partícipes activos o con la ilusión (seguramente vana) de ser sólo objetos pasivos, nos encontramos inmersos. Al servicio de este esfuerzo, García-Pelayo puso una inteligencia poderosa, un trabajo infatigable y una curiosidad siempre viva. No buscó ni fortuna ni honores, sino la verdad. Para ella vivió, para encontrarla y para proclamarla. Hoy, esa vida austera, libre y fructífera ha terminado. Ha muerto quien, como español y como intelectual, fue ejemplar. El propósito de seguir ese ejemplo es el único modo digno de rendirle homenaje.
Francisco Rubio Llorente es vicepresidente del Tribunal Constitucional.
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