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Europa

Las recientes manifestaciones por la paz reflejan, sin duda, una inquietud legítima y una aspiración ampliamente compartida. Pero sería erróneo entenderlas y utilizarlas como un instrumento más de la batalla política partidista, porque detrás de esa Inquietud y de esa aspiración hay dos grandes problemas de fondo que no se resuelven con simples consignas, a saber: ¿cómo se lucha efectivamente por la paz? y ¿qué soluciones debemos dar a las grandes incógnitas políticas y militares del futuro inmediato?En los recientes debates parlamentarios, por ejemplo, algunos grupos han acusado al Gobierno español de supeditarse a los Estados Unidos y han exigido la retirada inmediata de los buques españoles del Golfo al tiempo que pedían el fin de la ocupación de Kuwait por parte de Irak y la continuidad del embargo. Es decir, exigían la expulsión de las tropas iraquíes de Kuwait, pero pidiendo que lo hagan otros -o sea, EE UU- son nuestro concurso, a la vez que consideraban intolerable que EE UU decida y nosotros nos supeditemos a él.

Este episodio no pasaría de ser esto mismo, es decir, un episodio más o menos significativo de nuestra vida política interior, si no plantease de hecho el problema de fondo del futuro d e la defensa de Europa después de la desaparición de la lógica de los dos bloques político-militares enfrentados, problema que el conflicto del Golfo, sea cual sea su desarrollo, ya ha revelado con toda su crudeza.

Digamos las cosas por su nombre: si en Europa no ha matado guerra en los últimos 45 años, después de siglos de enfrentamientos y de dos guerras mundiales devastadoras, iniciadas ambas en Europa, es porque desde el final de la Il Guerra Mundial hasta ahora nuestro continente ha estado dividido en dos bloques que se equilibraban militarmente y porque, centro de cada uno de ellos, una potencia imponía el orden a todos los demás miembros. No hay que olvidar que las instituciones precursoras del Mercado Común o la UEO, e incluso la propia OTAN, surgieron para evitar que los enemigos enfrentados en las dos guerras mundiales volviesen a enfrentarse. O para decirlo de manera más brutal: en el bloque occidental, una potencia no europea, EE UU, se encargó de impedir que Francia, el Reino Unido y Alemania volviesen a guerrear entre sí. Este era un aspecto esencial de la política de bloques. Y aunque lo fundamental fue el conflicto entre los dos bloques contrapuestos, no hay que olvidar que las dos potencias principales, EE UU y la URSS, siempre respetaron el papel de cada una de ellas en el mantenimiento del orden y de la cohesión dentro del bloque respectivo.

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La lógica de los bloques tenía, desde luego, tremendos costes políticos, pero desde el punto de vista de la seguridad militar fue sencilla y económicamente cómoda. Con la excepción del Reino Unido y Francia, que decidieron desarrolIar un armamento nuclear propio en su condición de antiguas potencias coloniales, los demás países europeos no tuvieron que preocuparse ni de crear un armamento nuclear ni de definir una estrategia militar propia o de nivel europeo.

Esto es lo que ha cambiado. Y ha cambiado no sólo porque el bloque del Este se ha hundido y la lógica de los dos bloques enfrentados está desapareciendo. Ha cambiado también porque el desarrollo de la CE ha modificado los viejos equilibrios económicos entre la Europa integrada y EE UU, porque la lógica bipolar está dando paso a otra de carácter multipolar todavía poco definida y porque surgen nuevos focos de conflicto que aunque parecen tener un carácter reducido -o regional, como se dice- pueden acabar teniendo implicaciones mundiales, como ocurre en el caso de Irak-Kuwait.

Frente a estos cambios, ¿Podemos seguir pensando las cosas como antes? La crisis del Golfo es precisamente la expresión condensada de las nuevas contradicciones y de la superposición de las viejas ideas y realidades y de las nuevas. En el caso del Golfo no sirve la lógica de los bloques. Tampoco sirve la OTAN, tal como se concibió hasta ahora. Tampoco parece factible por sí sola una solución de tipo regional, es decir, una solución protagonizada por los propios países árabes. La ONU ha empezado a ejercer un nuevo papel, pero de momento no es más que un papel jurídico: es el órgano que define y delimita la legitimidad de las medidas políticas y militares que se vayan a tomar. Pero la propia ONU no las puede tomar porque no tiene fuerzas propias para ello. Por consiguiente, acaban interviniendo las fuerzas que hasta ahora han intervenido, aunque ya no de la misma manera. La URSS ha renunciado a intervenir militarmente porque ni puede hacerlo ni tiene una estrategia política suficientemente clara al respecto. Y EE UU ha tomado la iniciativa a sabiendas de que su fuerza económica actual no le permite seguir asumiendo este papel en solitario.

Pues bien, en todo esto, ¿cuál es el papel real de Europa? ¿Podemos seguir como hasta ahora, dejando las grandes soluciones en manos de EE UU? La verdad es que hasta ahora esto es lo que se ha hecho. Y, nos guste o no nos guste, hay que decir claramente que si hoy existe alguna posibilidad de parar los pies a Irak es porque EE UU ha desplegado sus fuerzas como lo ha hecho. Gracias a esto, los países europeos hemos podido limitarnos a una presencia secundaria o simbólica, como en nuestro caso. Sin la presencia norteamericana, o habríamos tenido que aceptar sin más el hecho consumado de la invasión iraquí o habríamos tenido que implicamos muchísimo más, tanto en el plano militar como en el económico.

El problema de la futura Europa unida, gran potencia económica mundial, es si va a poder seguir manteniendo esta actitud o no. ¿Es posible que la Europa comunitaria, núcleo de formación de una Europa unida más amplia y más fuerte, pueda seguir confiando su defensa a EE UU? ¿O deberá definir sin tardanza sus propias opciones, con todo lo que implica en cuanto a estrategias militares -política nuclear, servicio militar, estructuras de mando nacionales y comunitarias, etcétera- y en cuanto a políticas económicas y presupuestarias?

Es cierto que con la crisis del Golfo los países de la CE han establecido por primera vez una cierta coordinación en el marco de la UEO. Pero es una coordinación dentro de los esquemas que han estado vigentes en los últimos decenios. Y más allá de esta coordinación, las opciones decisivas siguen sin tomarse. ¿Debe tener la CE, por ejemplo, una política de defensa global, asumiendo, ampliando y potenciando el papel actual de la UEO? Y si no se avanza por este camino, ¿debe mantenerse la actual supeditación de la UEO a la OTAN o debe reformarse en el sentido de un mayor equilibrio entre dos pilares, el europeo y el americano? Y tanto en un caso como en el otro, ¿hasta dónde debe llegar el esquema defensivo europeo? ¿Debe mantenerse en el territorio europeo estricto o abarcar otras zonas? Y si debe extenderse más allá del marco europeo estricto, ¿debe hacerlo sólo hacia zonas próximas, como el sur del Mediterráneo u Oriente Próximo, o hacia todas aquellas donde estén en juego intereses europeos, en un proceso de mundialización creciente? Finalmente, ¿cómo debe conjugarse este esquema europeo de defensa con la política de desarme? ¿Es posible pensar que la solución a corto o medio plazo de todos estos problemas reside en el desarme general o más bien hay que pensar que para conseguir un desarme significativo hay que mantener durante bastante tiempo un nivel defensivo suficiente para hacer frente a los conflictos de nuevo tipo que sin duda van a surgir en los próximos decenios? Estamos en un momento de transición marcado por conflictos que no dejan mucho margen a los cambios reposados, como el conflicto del Golfo. Pero debemos enfrentamos con estos interrogantes porque, con crisis del Golfo o sin ella, la única respuesta que no sirve es decir que debemos desentendernos de todo para no caer en supeditaciones. Y no sirve porque somos parte de la nueva Europa en formación y todo lo que a ella concierne nos concierne directamente, para bien y para mal.

es diputado socialista y presidente de la Comisión Constitucional del Congreso.

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