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El yo y el nosotros

Estamos desamparados en el proceloso mar de la existencia dirigidos por el sabio azar y la arbitrariedad o caprichos de una Divina Providencia. Somos criaturas del Señor todopoderoso, omnisciente. Pero un día nos rebelamos al descubrir un yo que nos independiza, y ya no necesitamos más oraciones ni la súplica humilde del que se siente desvalido. Es el yo pensante que revela Descartes, "el primer ateo", según afirma García Bacca, porque "yo es la negación real, concreta, de criatura y, por eso mismo, de Dios". Así conquistamos la seguridad por uno mismo, sin acudir a nadie que nos auxilie, y la libertad de crear nuestra vida sin un Todopoderoso que la dirija y ordene, abriéndosenos el camino de poder ser lo que queramos. Al descubrir nuestro yo, encontramos un eje firme, sólido, cierto, y dejamos de ser víctimas de la diosa Fortuna. Yo pienso es el camino para demostrarme que estoy aquí en la tierra, y soy un hombre de carne y hueso porque me palpo y siento mi cuerpo vivo. El yo es el saber lacerante de mi existencia personal. No puedo jamás escapar a esta presencia invasora, vehemente, del yo, nuevo Dios que me trasciende. Ya no somos criaturas, siervos de la gleba, almas muertas, sino forjadores de un destino propio. Poco a poco el, yo va sabiendo todo de mí mismo, y como se recrea a cada instante, puedo llegar a ser lo que quiera. Ahora bien, el yo tiene una finalidad: ante todo y sobre todo, ser felices. La posibilidad se abre infinita, sin limitarnos a satisfacer nuestras necesidades siempre finitas, pues el yo solamente puede contentarse sintiéndose cada vez más poderoso y creador, o sea, inventor por sí mismo.La potenciación del yo origina una soledad creciente y angustiosa que llamamos conciencia de sí. Estamos, pues, sintiendo día a día nuestros estados interiores volubles, cambiantes, efímeros. Esta mutabilidad que percibimos interiormente nos desconcierta, puede hacernos olvidar el que somos y hasta terminar por preguntarnos ¿quién soy yo?: "A lo mejor, soy otro: andando, al alba, otro que marcha / en torno a un disco largo..." (César Vallejo). De este sentir empírico nace el desconcierto y la multiplicidad de otros que podemos mostrar en una misma jornada. Se vive tan intensamente en sí que el yo se disuelve en los sentires dispersos de la existencia. Al carecer de unidad nuestro yo, podemos representárnoslo por la facultad trascendente de la imaginación que todos poseemos, como los personajes de Pirandello. Sin embargo, éstas son soluciones irracionales de la locura inventiva o poética.

Necesitamos sentir la realidad unitaria del yo, quizá mediante una intuición apasionada iluminativa, como poseía Hölderlin, que lo descubre por la palabra poética en el tumulto patético de sus emociones. Pero fue Kant el que revela la necesidad de un yo perenne para vivir sin confundirse: "Esta conciencia pura, originaria, inmutable, la llamaré apercepción trascendente". Así pues, el yo debe estar siempre en todo lo que sentimos, hacemos, vemos o nos representamos, como un compañero fiel y presente en todas las horas de nuestra vida.

Frente a esta hipotética unidad, cabe plantearse la posibilidad de una división del yo: uno que siente, vive, goza, sufre, el yo pasión, y otro que reflexiona, medita, piensa, el yo único, trascendental. El primero es impuro, sensible, ciego, y el segundo es puro, clarividente, sabio. Esta división interna puede constituirse en dualidad estructurada: oponerse la ingenuidad sentimental del yo vivo a la meditación incesante del yo pienso; el yo tierno que se derrama en el mundo y los seres, al yo frío, áspero, ajeno a todo acontecer que no sea el propio. Entonces, ¿existe el yo realmente o es un engaño del no-yo, como sugiere Lenormand en su drama L'homme et ses fantômes?

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El capitalismo demuestra la real presencia del yo: el interés privado, la apropiación individual, son emanaciones o derivaciones del yo todopoderoso de los grandes empresarios, de esos innovadores geniales que describe con admiración el economista Schumpeter. Pero al individualizarse, el yo se petrifica en lo que llamamos la persona, que nos diferencia y separa de los otros seres. Las personalidades fuertes se aferran a un yo perenne e inmutable, lo que constituye una negación de la realidad fluida y móvil de la vida, como ha señalado lúcidamente Alfredo Fierro en páginas de este periódico. Bergson descubre esta evolución del yo: "C'est notre prope personne dans son écoulement á travers le temps. C'est notre moi qui dure". Pero como esta duración es continua no podemos cambiar realmente, somos siempre los mismos. Marcel Proust reveló la discontinuidad de las* personalidades, compuestas de yoes yuxtapuestos, pero distintos, que mueren unos después de otros, o alternan entre ellos, lo que constituye realmente "la durée de la vie".

La identidad del yo se transforma en la sucesividad cambiante de las distintas vidas. Sin embargo, cada yo se empecina en luchar por realizarse, aunque sea sacrificando a los otros. En la sociedad civil cada yo es un fin para sí mismo. Esta lucha encarnizada de las conciencias individuales la denomina Hegel reino animal del espíritu. Para evitar esta "guerra civil de los nacidos" (Quevedo), hay que hacer del yo un eje que nos vincule a todos. Este nuevo yo daría un distinto sentido al individuo obstinado y cerril, porque se trata de "un yo que es un nosotros y un nosotros que es un yo" (Hegel). La subjetividad creada por la acción recíproca es la comunidad humana, pero esta unidad de los hombres no es efectiva ni real, porque el espíritu que los enlaza es un fantasma. Las diferencias y los odios subsisten, aun entre los que se aman.

Para no anonadarnos en esa universalidad abstracta o aparente conciliación de los yoes opuestos y diferentes, ¿debemos volver a la particularidad concreta? Es el camino que propone Sartre: regresar a la singularidad más combativa del yo ardiente y llegar al infierno de los odios mutuos, pues en el fondo de la envidia más corrosiva se descubre la reciprocidad y hasta la fraternidad del sentir. Los que buscan acentuar sus diferencias y se arrebatan de entusiasmo combativo para mantenerlas, lo que intentan con esta táctica es enmascarar la real igualdad de los yoes. No obstante, y pese a que experimentamos una aproximación involuntaria entre unos y otros, subsiste el arduo y doloroso conflicto: nuestros mundos nos separan y ofrecen múltiples motivos para despedazarnos. ¿Estaremos condenados a balancearnos siempre entre la simpatía afectiva y el odio venenoso? Sartre aconseja salir de la falsa universalidad abstracta; descubrir paso a paso la particularldad pura y superarla; reconocer cada cual su propia soledad y, para escapar a ella, tender los primeros puentes entre las islas separadas que somos. Por obra de esta lenta y difícil universalización podremos sobrepasar nuestra individualidad obstinadamente combativa. Hay que unirse por el reconocimiento de nuestras diversidades. Para suprimir el reino de la injusticia y la desigualdad, ¿es necesario construir el nos o el nosotros? Existe una sutil diferencia entre ambos. En el nos se afirma el yo, salvamos la iniciativa personal, la acción íntima, mientras que el nosotros es una entrega del yo a los demás, a la comunidad humana. La conjunción y armonía del yo con el nosotros es precisa para llevar a cabo la transición del yo al humano nosotros, evitando la entrega del yo al Todo que nos dirige y gobierna, abandonándonos pasivamente a la colectividad que, según Proudhon, nos priva de iniciativas, de las propias pasiones e inclinaciones. Sólo entonces podremos sentirnos realmente nosotros, para manifestar libremente el yo que somos.

Carlos Gurméndez es ensayista, autor de La melancolía.

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