En la muerte de Ana Saura
Hay momentos, escasos, en los que la impresión de una noticia remite directamente a sensaciones difíciles de explicar: las de la sensibilidad y la belleza.Es una reacción similar a la que surge ante esas puestas de sol madrileñas en las que la variedad cromática -con predominio de una extraordinaria gama de grises y rojos - se entremezcla con los contornos de los edificios y el constante rugido de las autovías de circunvalación. Sin saber muy bien por qué, el conjunyo de imagen y sonido sugiere o puede sugerir películas como París-Texas o Gloria, de John Casavettes. Son referencias elíriticas, absolutamente personales e intransferibles y en las que la intervención de un psicoanalista sólo añadiría confusión al caos.
Algo así puede ocurrir con las noticias de las gentes a las que se les ha querido por motivos también de compleja explicación. La muerte, la pasada semana, de Ana Saura, diseñadora de joyas, fue una de ellas. Su nombre, la evocación de su persona alta, suave y silenciosa siempre surgió asociada a Corazonada, de Francis Ford Coppola, probablemente una de las historias de amor más humanamente intensas de cuantas proporcionó el cine. Y sobre la plasticidad de una ciudad artificialmente reconstruida en estudio -con el sutil añadido de que la reproducción lo era, a su vez, de un original genuinamente articicioso- surgen las voces de Cristal Gayle y Tom Waits, potentes y desgarradas, narrándonos todos los desencuentros, esta vez auténticos, de las personas que tratan de compaginar la vida cotidiana con la fascinación por la aventura de los sentimientos.
Ana Saura, sin haber cumplido los 30 años, deja en quienes la conocieron, poco o mucho, el recuerdo de una sensibilidad y belleza insólitas: aquellas que surgen del respeto por el ser humano y por lo más sincero de cuanto creó.
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