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El Madrid ganó su torneo navideño y pudo comulgar un dira con su afición

Luis Gómez

El torneo de Navidad acabó en fiesta, que es de lo que se trataba. Varias circunstancias contribuyeron a ello: una, la derrota del Limoges, que exoneraba a los madridistas de la pesada carga de intentar una victoria por más de nueve tantos de diferencia; otra, la actitud extrovertida del público, dispuesto a divertirse a cualquier costa, hiciera lo que hiciera el Real Madrid. Y el Madrid obtuvo una victoria más aparatosa que convincente, que satisfizo plenamente al personal. No son nuevas estas presuntas heroicidades (el pasado año, también ganó el Madrid a la Jugoplástica), lo que demuestra que su valor es relativo. La cruda realidad espera a la vuelta de la esquina, como el regreso al trabajo tras las vacaciones.En el ánimo de los jugadores madridistas operó a ciencia cierta la escenografía, que tiene su importancia en determinadas circunstancias. Y su valor añadido. Siquiera por un partido, los jugadores vieron a su alrededor un graderío repleto de un público animoso y enfrente un rival temible, revestido de la condición de campeón de Europa. Cualquier buen jugador agradece que le cambien el guión, abandonar por un momento las obras menores e interpretar las propias de los grandes autores. Los madridistas se vieron frente a Kukoc, que son palabras mayores. Y a su costa quisieron reinvindicarse.

Visto del revés, el partido tiene otra historia. Pero Kukoc y sus acompañantes hicieron un trabajo digno: manejaron de forma suficiente el partido durante muchos minutos, pero cayeron en el error de tentar la suerte, que significaba permitir que jugadores y público entraran en comunión. Y en este caso coincidían un público avaricioso y unos jugadores hartos de su suerte.

La jugada clave resumió tal coincidencia. Caminaba el Madrid a sus orígenes, los del juego vacuo (56-64 a falta de 11 minutos) cuando el público optó por entrar en la escena. Tras varios errores y un ligero recorte (60-64), los espectadores comenzaron a practicar la famosa ola, una especie de ejercicio gimnástico para calentamiento o solaz del respetable, que debió provocar a Biriukov. El jugador, repentinamente acosado por un murmullo cercano y desconcertante, sin discernir a qué obedecía, si quizás se había detectado un incendio o había entrado una vaquilla en el recinto, intentó un milagroso do de pecho desde la línea de 6,25 sin reparar tampoco en la vecindad de un defensor que trataba de robarle la billetera. Con todo, murmullo y defensor adherido, Biriukov marcó el triple aunque desperdició el tiro adicional producto de una falta personal. Segundos después, el Madrid registraba su primera ventaja tras casi 20 minutos (65-64). El partido se había recalentado y el juego madridista podía funcionar a unos impulsos bien diferentes de los emanan del banquillo.

Ganar al campeón de Europa se convirtió, entonces, en una posibilidad cierta. Y ganarle era afirmarse, no importa que fuera por una noche. Llorente olvidó sus frustraciones, Biriukov recordó otros ambientes, Herrera limitó sus intermitencias y tanto Romay como Martín encontraron el impulso agresivo para pelear en la zona a costa de cualquier precio. El Madrid sustituyó la vaciedad que lo embarga por un acto de entrega. Podían interpretar una obra más gratificante, de mayor altura. Merecía la pena y actuaron en consecuencia.

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