Dialogar
Ahora que ha pasado un tiempo debemos los españoles entrar en un terreno actualmente lleno de espinas: el de las relaciones Iglesia-Estado. Con motivo del discurso inaugural de la última conferencia episcopal, a cargo de su presidente, cardenal Suquía, y del documento hace meses esperado sobre la moral pública del país, se ha producido una reacción sin duda inesperada para nuestros obispos. La casi totalidad de los partidos políticos y de los medios de comunicación social han reaccionado en contra. Un hecho que todos, y ellos también, debemos meditar sin ira. Algo que es sin duda signo de nuestro tiempo; y el cristiano sabe por el Evangelio (Mt 16,3) que este signo es algo digno de reflexión y no de desprecio, como ha sido frecuente en nuestra Iglesia.Primera pregunta: los obispos españoles ¿han abierto el diálogo o lo han cerrado? Si somos sinceros tendremos que responder que de hecho han dado un portazo -sobre todo por la forma como lo han hecho- que puede tener consecuencias negativas para los católicos en general y para los ciudadanos españoles en particular, ya que la misión de aquéllos sería procurar la convivencia, pero no enfrentarse tan parcialmente con la situación.
Tenemos un director general de Asuntos Religiosos que había conseguido para la religión -y no sólo para la católica- un reconocimiento y una comprensión equilibrada por el Estado que estaba pendiente desde hace años. Hay un secretario del episcopado que ha dado evidentes muestras de saber dialogar con quien le ofreció la oportunidad de hacerlo. Pero ¿cómo ha quedado la situación tras lo ocurrido en esta asamblea episcopal? Rota y llena de malentendidos. Y esto es lo peor porque, como sostenía Carlyle, "toda guerra es un malentendido", y estamos en medio de ella.
¿Quiere esto decir que los obispos no tienen razón en mucho de lo que dicen? Aunque tengamos que reconocer que hay aciertos en muchos de sus juicios, uno de sus males es el desequilibrio entre lo positivo y lo negativo de este documento. Parecen profetas de calamidades, contra los que puso en guardia Juan XXIII al abrir el concilio. Y por eso, al hacerle todos caso a este papa, el concilio fue una ráfaga de aire fresco en una Iglesia demasiado cerrada, y como resultado de ello, el mundo comprendió todo lo que decía este papa.
Y además se ha hecho a destiempo. Su momento, y por supuesto con una redacción menos apocalíptica, hubiera sido cuando se preparó; entonces los medios de comunicación hubieran agradecido esta voz concordante con lo que entonces preocupaba al país.
Y también debían nuestros queridos dirigentes eclesiásticos haber hecho su propio examen de conciencia y no buscar con lupa al enemigo fuera de sus filas. Creo que hubiera sido más sincero y más real repartir las culpas y no sólo echar la vista hacia afuera.
Hasta nuestro filósofo del vulgar sentido común, Jaime Balmes, recordaba hace siglo y medio que de la discusión sale la luz, entendida como diálogo y no como enfrentamiento. Y el viejo Catón decía algo que solemos olvidar, en nuestra pretensión de poseer la verdad: 'Tos hombres prudentes aprenden aun de los tontos; pero los tontos no aprenden de nadie". Y saber discernir el momento favorable, abordando a las personas por la persuasión y no por la violencia, ni de las armas ni de la palabra.
El diálogo es imprescindible hoy para resolver todos los problemas que se presentan entre los seres humanos de nuestra época, sea la violencia, la moralidad, la droga, la política y la incomprensión. El olvidado Pablo VI quiso ser el papa del diálogo; y empezó su pontificado con una importante carta sobre este diálogo, que debe ser la clave de las soluciones para esta muchedumbre solitaria que somos hoy los ciudadanos.
El que no tiene deseo de disputa, sino de diálogo, podrá acertar y convivir, encontrando caminos nuevos, que la violencia moral o física no sabe hallar. Y además tendrá éxito si se mantiene en calma, como pedía el más grande sabio de la historia humana, Lao-Tsé, hace 26 siglos.
Es imprescindible también seguir la observación de ese mismo pensador: "El que sabe que no sabe es el más grande", porque todos somos sólo un grano de arena en el ancho campo de la verdad, y no una gran playa. Somos, según enseñaba Ortega, una perspectiva que resulta necesaria, y el otro, que tiene también su perspectiva, ha de conocerla para con ella enriquecerse y llegar a una síntesis más amplia.
Yo sé muy bien lo que decía san Agustín: que el Estado es producto del pecado, y se nota; pero también es cierto que la Iglesia, por muy santa que se crea, está necesitada de purificación y reforma, según le recordó el Concilio Vaticano II, y ahora parece que se ha olvidado de esta gran verdad, porque sólo señala a los demás. ¿No recordaba Hans Urs von Balthasar -el teólogo tan respetado por Juan Pablo II- que los santos padres la habían definido como "la casta prostituta"?
¿Y qué decir del hecho de que la mayoría de los votos del PSOE son votos de católicos? ¿Por qué no lo piensa despacio el episcopado a la hora de hacer tanta crítica que parece va dirigida fuera de sus filas eclesiales? ¿No le debe hacer pensar algo más ese sensus fidelium?
¿Qué propuesta haría yo ahora a los obispos de España, como creo que la harían muchos ciudadanos -creyentes o no- de nuestra nación española?
Se debía arbitrar un medio de diálogo entre el representante que antes he señalado por parte de la Iglesia lo mismo que por el lado del Gobierno, pero centrándolo todo en pocas personas que tuvieran la representación de todos los que pueden intervenir conflictivamente, o hacer campañas o desarrollar acciones que pueden enfrentar a ambos pode res, el uno civil y el otro espiritual.
Así se evitarían fricciones, malentendidos y batallas públicas que a los ciudadanos nos chocan y dividen inútilmente. Y eso no quiere decir que en estas conversaciones se llegue a un acuerdo total de posturas, porque cada uno debe mantener la suya si no es posible acordarlas del todo; pero limando esos ingenuos enfrentamientos, réplicas y contrarréplicas que hacen perder el tiempo y duelen a unos y a otros por las palabras empleadas, que son consideradas por el contrario como ofensivas.
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