Las reglas del juego
EI Congreso del PSOE no sólo ha de ofrecer un programa que busque un equilibrio entre la eficiencia y la equidad -objeto de la primera parte de este artículo, publicada ayer- sino que, a juicio del autor, ha de reafirmar las bases morales y racionales de la política democrática y definir un modelo organizativo que encarne los valores e ideas que el PSOE defiende para la sociedad.
2. La cohesión y la riqueza de la democracia dependen de las condiciones económicas y de las políticas sociales, pero se basan también en un entramado de valores y principios ampliamente compartidos. Esa fibra moral de la democracia es aún, sin embargo, endeble en la sociedad española: nuestra cultura política, en buena parte como resultado de la larga experiencia de dictaduras y de haber vivido la política como abuso, se caracteriza por una baja estima de las instituciones, la política y los políticos.Existe una gran reticencia en reconocer motivos morales y valores éticos a la acción política. Esto suele ser frecuente en todos aquellos países que han tenido una historia durante largo tiempo desafortunada: sucede tanto en todo el sur de Europa como en América Latina o como en el este de Europa. Pero, además, los ingentes cambios sociales y políticos que hemos vivido han desbordado unos valores tradicionales muy rígidos, sin haberlos sustituido suficientemente por una cultura laica basada en el principio de la ciudadanía como conjunto de derechos pero también de deberes.
Por añadidura, la expansión económica de los últimos cinco años, tras una larga crisis y en un contexto político nuevo, ha tenido algún efecto corrosivo: la máxima de Guizot, enrichissez vous, se ha convertido en una norma central para muchos sectores de la sociedad española.
Es cierto que este fenómeno cultural se ha manifestado en muchos países: en Francia, Furet, Julliard y Rosanvallon han analizado la generalización de una cultura "cuyo único principio ético es el del éxito individual" y la extensión de valores especulativos, mientras que Minc ha examinado el paso del tabú al culto del dinero en una sociedad crecientemente insolidaria y anómica; lo mismo parece haber sucedido en sociedades tan distintas como la sueca o la norteamericana.
Ahora bien, el fenómeno en España tiene perfiles particulares. Los valores democráticos están aquí menos asentados, confundidos muchas veces con actitudes de acracia insolidaria; los principios morales que han sido la base fundamental de la socialdemocracia europea se hallan menos arraigados, confundidos también con frecuencia con actitudes paternalistas o corporativistas. Las democracias más respetables son, sin embargo, aquellas cuyos ciudadanos se exigen más a sí mismos, no sólo a los demás. El cinismo político, cierta polución moral y oteadas de crispación han sido algunas manifestaciones del nuevo carnaval de valores.
Confusión
El travestismo político ha contribuido a ese espectáculo del todo vale, así como la sospecha de que más de un socialista pueda haber trasladado la lucha de clases a la Bolsa, cuando no al tráfico de influencias, en una confusión por lo demás atizada por sectores de las cavernas, cazadores de brujas y practicantes del libelo.
Éste no es un tema retórico ni se trata sólo de moralina. Si hay una cuestión que a lo largo de los tres, últimos años ha creado problemas a la vida democrática ha sido ésta de la cultura política, y ha parecido con demasiada frecuencia corno si las reglas de juego de la democracia no estuvieran suficientemente establecidas. El congreso del PSOE debe plantearse esta cuestión, para reafirmar las bases morales y racionales de la política democrática, para tratar de invertir el creciente escepticismo hacia la política y los políticos a través de la pedagogía política, el ejemplo personal, la educación y los mecanismos de participación ciudadana, para poner freno a la deslegitimación intencionada del sistema y a las patentes de corso para la difamación y el libelo. Debe también aumentar las exigencias políticas entre los socialistas, más allá de invocaciones literarias. No cabe resignarse a que las palabras vayan por un lado y por otro la realidad de las cosas. Estas son también cuestiones de principio. El congreso debería impulsar el radicalismo democrático del PSOE.
3. Un tercer tema del debate socialista debe referirse al propio partido como organización. Éste ha sido el que ha levantado más atención en los últimos meses, con una elevada dosis de personalización, lamentable pero tal vez inevitable. Se trata de un tema que debe abordarse sin crispación y sin miedos: la lealtad, la responsabilidad y la unidad interna en el PSOE son excepcionales. Su situación política es además muy sólida: no se deben afrontar estos problemas en situaciones de crisis, porque entonces ya es tarde, como ha sucedido no ya en España, sino en organizaciones como el Partido Laborista o el SPD en los ochenta. Los socialistas deben, por consiguiente, abordar esta cuestión con la lucidez que corresponde a un partido que defiende la racionalidad laica.
Una parte del problema afecta a todos los partidos en España. La Constitución de 1978 les atribuyó el protagonismo político de la democracia y los convirtió en el principal cauce de la participación política. Doce años después, su funcionamiento presenta algunos problemas: la afiliación es muy baja; la oligarquización es considerable (es decir, el control por unas minorías de un colectivo de afiliados pequeño y desmovilizado); el control de las direcciones se extiende a las listas electorales y existe el peligro de que los diputados se vuelquen demasiado hacia las relaciones de poder en el seno de la organización a costa de las tareas externas en la circunscripción. Como consecuencia, la separación entre la sociedad y los partidos es considerable, a la vez que la democracia y el pluralismo interno se resienten. Los socialistas deben empezar a examinar, entre otros aspectos, la conveniencia de reformar la Ley de Partidos Políticos de 1978, una norma preconstitucional que no ha hecho posible que los partidos desarrollen plenamente las responsabilidades que les asigna la Constitución.
Otra parte del problema afecta al propio PSOE. Su unidad interna ha sido y es esencial para la propia democracia, a la vez que ha hecho posible la estrategia socialista y las políticas del Gobierno. Esa unidad del partido socialista se ha debido a su capacidad de integración, a un proyecto político de largo alcance y a su liderazgo; se ha basado en las ideas más qué en el poder, en la lealtad más que en el ordeno y mando. De esta forma, desde el congreso de Suresnes hace 16 años, el PSOE ha conseguido aglutinar en una amplia mayoría interna a sensibilidades muy diversas dentro del socialismo, que le han permitido convertirse en el partido de la izquierda española, conseguir un extenso apoyo electoral y desempeñar unas ingentes responsabilidades políticas. Hoy día, el proyecto político conserva toda su validez; su liderazgo mantiene toda su fuerza; resulta, sin embargo, necesario que su capacidad de integración se refuerce orgánicamente. Las crisis de los partidos socialistas (y de nuevo el ejemplo del Partido Laborista y del SPD es relevante) se han debido tanto a problemas de unidad como de integración (He¡mut Schmidt, Shirley Williams o Roy Jenkins podrían decir mucho al respecto).
Columna vertebral
Esta renovación de la capacidad de integración interna era inevitable por la ingente tarea que le ha correspondido desarrollar al PSOE, pero es por otra parte necesaria en la vida de todos los partidos. Muchas personas de relieve en el partido han ocupado responsabilidades públicas; la organización se ha ido enrocando; el debate y las decisiones han tendido a seguir cauces de verticalidad descendente. El aparato ha sido de una extraordinaria eficacia y ha funcionado como columna vertebral del partido, pero no puede pretender también ser lo todo, por mucho que esa tendencia exista en toda organización.
En el debate bastante estrambótico de si debe o no haber ministros en la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE, se han hecho afirmaciones particularmente sorprendentes, como que los ministros no deben tener poder en la organización o que una cosa son las políticas y otra los ministros. La verdad de la cuestión es, por el contrario, que en la dirección del partido deberían estar aquellos que el propio partido considere que son los mejores, sean quienes sean, de los cuales unos pocos deberían tener dedicación exclusiva, y que quienes tengan que tomar decisiones importantes sean aquellos cuya contribución al proyecto socialista sea más importante y quienes más confianza pueden dar. En todo caso, la fuerza de todo partido depende, además de su unidad, de saber sumar y no restar, no sólo a los de afuera, sino a los de dentro (resultaría singular que se sumara a los de afuera para restar a los de dentro), y de hacerlo no sólo en base al músculo organizativo.
Sea cual sea la fórmula de integración que se discuta en el congreso, algunos principios esenciales del PSOE deberían reafirmarse. Me voy a permitir enumerar alguno. En primer lugar, el PSOE debe encarnar en su seno las ideas que defiende para la sociedad, tanto porque son el fundamento de su cohesión interna como porque si no fuera así tales ideas serían poco creíbles. En una democracia netamente partidista como la española, el pluralismo interno de los particios, junto con su unidad, resulta particularmente importante. En segundo lugar, su organización no debe responder al modelo del partido de notables, como los partidos de la derecha, ni tampoco al modelo de una federación de partidos, cuyos resultados federales resultarían de la simple suma de un número reducido de grandes unidades federadas. En tercer lugar, el PSOE es un partido de ideas y de programa, no de simple poder; el debate no puede estar burocratizado ni debe dirigirse solamente a la apología o la propaganda. A la vez, el debate de ideas no debe responder a una estrategia orgánica a lo Benito Díaz -que pueda pasar la pelota pero no el jugador-, ni a una especie de concepción platónica que olvide su encarnación en personas. En cuarto lugar, resulta inaceptable cualquier tendencia sectaria, expresada en la necesidad de más de un carné para trabajar en él, en censuras o exclusiones internas, en paranoias de intenciones ocultas y de conspiraciones judeomasónicas, en obsesiones acerca de un supuesto enemigo interior, o en la utilización de dos diferentes varas de medir los comportamientos. En el PSOE nadie puede ser visto como más del partido que otro. Finalmente, el partido socialista, cuyo principal apoyo radica en los trabajadores, no es un partido populista, demagógicamente antiintelectual, entre otras razones porque fue la propia reacción de Pablo Iglesias al riesgo antiintelectual lo que hizo del PSOE un gran partido que, por otra parte, lleva en su símbolo la pluma y el libro. Aquí también se trata de cuestiones de principio. El congreso debe respaldar el pluralismo unitario.
Sobre todo, el PSOE debe seguir extrayendo su fuerza, su cohesión y su unidad de su capacidad de integración orgánica, además de su liderazgo y de su proyecto. Esa capacidad debe ser reforzada, institucionalizándola: el partido tiene un aparato de extremada eficacia e imprescindible; tiene también un amplio conjunto de personas que han contribuido mucho al proyecto socialista de asentar definitivamente la democracia, modernizar la economía y promover la equidad en la organización de la sociedad española. Del congreso de un gran partido cabe esperar avances, no retrocesos. Debido al papel central del PSOE en la democracia, esa esperanza es, a la vez, una exigencia.
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