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París, ¿capital del siglo XXI?

Cuentan las crónicas que al divulgarse la moda del existencialismo, un goteo continuo de escritores y curiosos procedentes de media Europa en ruinas destilaba en el Café de Flore para descubrir una ausencia y contemplarse a sí mismos: la pareja formada por Sartre y Simone de Beauvoir había abandonado hacía tiempo el templo de su escritura a una patulea de curiosos y seudodiscípulos.La anécdota resume, a mi entender, lo ocurrido en la pasada década a numerosos intelectuales en cierne y novicios de la pluma cuando, desde las cinco partes del mundo esta vez, acudían a la irresistible llamada de París, imantados por el poder convocador de unos nombres que desaparecían paulatinamente del cartel anunciador de su escena: tras los Camus, Merleau-Ponty, Céline, Malraux, muertos en los decenios precedentes, los ochenta barrieron despiadadamente a las estrellas del firmamento intelectual y literario que convertía a la ciudad en la metrópoli cultural por excelencia -Sartre, Barthes, Genet, Foucault, Char, Michaux, Lacan, etcétera- sin que el vacío creado por estas pérdidas fuera colmado con la emergencia de otras figuras de su misma talla e irradiación. De nuevo -y ahora en mayor escala-, quienes se habían instalado en ese islote urbano de unos pocas kilómetros cuadrados cortado en dos por el Sena examinaban desilusionados la escena y acababan por mirarse unos a otros y reconocerse entre sí. Los supervivientes de la gran época y los escasos autores de valía de las nuevas generaciones huían de las luces de la capital y se refugiaban en el anonimato voluntario de la periferia. Y como en el Café de Flore 30 años antes, una barahúnda de escritores ambiciosos y mediocres ocupaba el gran escaparate de la vida cultural parisiense, aupándose unos a otros o compitiendo ferozmente entre sí en la arrebatiña anual de los premios y danza de los millones, prodigándose hasta el empalago en las mesas redondas y entrevistas televisadas, cubriendo a fuerza de gesticulaciones y raudo abaniqueo de plumas el ámbito destartalado y mercantil en el que desmedra la literatura francesa contemporánea.

Cuando los personajes de una obra teatral se retiran del escenario, el público sentado en platea carraspea y bosteza o centra su interés en el espacio material en el que se desenvuelve la trama: el decorado que sirve de fondo a la vida, acciones y sueños de los héroes objeto de su envidia y admiración. Vacío de sus actores, París, el texto urbano de París, recupera en tonces el protagonismo que unas figurillas inconsistentes y efímeras aspiran a arrebatarle. Los espectadores, al menos aquellos que buscaban en él un estímulo creador, descubren poco a poco que la vana agitación de un mundillo que se de vora sin cesar a sí mismo o se eclipsa como tragado por una trampa no vale gran cosa comparado con la admirable energía de la ciudad que le sirve de marco: no de la acartonada Ville Lumière ni del ámbito intelectualmente prestigioso de Saint-Germain-des-Prés, Montparnasse y el Quartier Latin, sino de los barrios populares, sin aureola artística alguna, en donde se desenvuelven nuevas formas de vida, nuevas propuestas de experiencia literaria y social, nuevos textos urbanos.

Los escritores extranjeros que desde hace más de un siglo se instalaron temporal o definitivamente en la ciudad buscaban no sólo una relación enriquecedora con sus colegas par¡sienses, sino también la manera de embeberse del espíritu de unos distritos de gran tradición literaria en los que la concentración de plumas de renombre y cabezas pensantes por kilómetro cuadrado era probablemente la mayor del mundo. Tras Gertrude Stein y los autores de la generacion perdida -con sus ya clásicas evocaciones de un París refinado y culto, pulcro y acicalado, circunscrito de ordinario a los barrios distinguidos de la Rive Gauche- vinieron los latinoamericanos del boom, cuyos héroes se cruzaban en L'Etoile con los modelos literarios de Proust, como en una conocida novela de Carpentier, o frecuentaban un universo bohemio de artistas, exiliados políticos y asiduos de los cafés en boga, como el Oliveira de Cortázar. Los protagonistas de otros exilios más duros, como el español y el ruso, no produjeron obras maestras ni alcanzaron la celebridad de quienes se rindieron a la fuerza avasalladora del mito. Pues el París descrito en las obras de sus huéspedes extranjeros es, en efecto, el concebido y trazado por Haussmann: bulevares, amplias aceras, espacios vastos, elegantes galerías cubiertas, lugares todos ellos de los que el pueblo llano fue barrido a escobazos en virtud de consideraciones estratégicas y decretos expropiadores por razones de embellecimiento. La arquitectura conminatoría y grave del Segundo Imperio, un urbanismo destinado al control y vigilancia de la muchedumbre hacinada en las calles estrechas pero rebosantes de vida de los barrios pobres -convertidos en verdaderos núcleos autónomos dentro del protoplasma de la nueva ciudad-, transformaron en unos pocos años la capital promiscua, espontánea, fecunda, pintada desde Rabelais a los cronistas de la Revolución Francesa, en un territorio visiblemente burgués, un cambio del que su mejor y más elocuente testigo sería la poesía baudelairiana.

Los anales de la vida parisíense anteriores a Haussmann -con su evocación de la mescolanza, escenas callejeras, hormigueo humano de los mercados- concuerdan de manera asombrosa con la actual experiencia urbana de algunos barrios, para mí familiares, de Marraquech o El Cairo. El poder no había rotulado las calles, numerado las casas ni establecido el censo de los habitantes; la vida diaria obedecía a una improvisación generosa y anárquica; el espacio público se confundía con el privado; todo ocurría a la vista del público y continuamente ocurría algo. Las necesidades de la nueva burguesía y sus aspiraciones a un ámbito exclusivo provocaron complejas operaciones de limpieza y saneamiento: creación de áreas despejadas y zonas de paseo o esparcimiento, expulsiones masivas de pobres y elementos asociales a los guetos que Zola debía retratar más tarde. El nuevo orden urbanístico no tardó en suscitar sus cronistas y bardos, en imponer y eclipsar, literariamente hablando, al que había sido circuido de anchurosas avenidas o empujado a los arrabales. El brillo del París cosmopolita y culto, con sus exposiciones universales y símbolos magníficos de su poder, atrajo así a un babel de escritores en busca de inspiración y acicate. Sus glorias literarias y filosóficas -ficticias o reales- formaban parte de su rica panoplia, figuraban en el repertorio de sus tesoroá y bienes, del mismo modo que sus museos, monumentos y estatuas. En uno de sus lúcidos ensayos sobre Baudelaire, Walter Benjamin cita una guía ilustrada de 1852, de la que espiga una significativa referencia a los pasajes o galerías cubiertas, definidos en ella como un "mundo elegante" y "en miniatura". El hecho de que un siglo y pico después el más famoso de aquéllos, el Passage des Panoramas, fascinara al héroe de Cortázar prueba la vigencia y magnetismo en el ámbito literario de un modelo de urbanismo cuyos orígenes fueron manifiestamente clasistas. Si el "laberinto es la patria del que vacila", como dice con agudeza Benjamin, el espacio ideal del animal urbano de Baudelaire sería hoy más bien la amalgama de gentes y superposición de planos de los barrios parisienses permeables a la espontaneidad creadora de la medina.

La referencia al autor de Las flores del mal y al de París, capital del siglo XIX resulta aquí a todas luces indispensable. Si Baudelaire fue tal vez el primero en captar la esencia de la modernidad en la agitación y bullicio del tráfago parisiense, el choque seminal de costumbres opuestas, la identificación del

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París, ¿capital del siglo XXI?

Viene de la página anteriorcomportamiento egoísta del hombre en medio de la multitud con el del animal depredador en busca de presa, la visión de la ciudad como selva, el sentimiento de precariedad inherente a la gran urbe, el esplendor y fragilidad de la misma puestos de relieve por el cataclismo renovador de la burguesía, la concepción profética y amenazadora de un mundo sobre el que planea la inminencia de la catástrofe, ello se debe al conjunto extraordinario de circunstancias que configuraron su experiencia social y artística. La aceleración vertiginosa de los cambios en el paisaje parisiense reducía las cosas a meras imágenes del recuerdo: todo concurría a subrayar la caducidad del presente y la incertidumbre del porvenir en un universo de zumbido y de furia próximo al de Sade y al del autor de La Celestina. Pero dejemos la palabra a Baudelaire, a su texto consagrado al pintor Charles Meyron, cuya trascendencia no escapó a Benjamin:

"Rara vez he visto representada con mayor poesía la solemnidad natural de una ciudad inmensa. La majestad de la piedra acumulada, los campanarios que apuntan el dedo al cielo, los obeliscos de la industria vomitando sus coaliciones de humo contra el firmamento, los prodigiosos andamios de los monumentos en restauración, aplicando al cuerpo sólido de la arquitectura su arquitectura fugaz de belleza tan paradójica, el cielo tumultuoso cargado de cólera y de rencor, la profundidad de las perspectivas acrecentada por la idea de todos los dramas que abarca, ninguno de los elementos complejos que componen el triste y glorioso decorado de la civilización había sido olvidado".

Volvamos al presente, esto es, a lo acaecido en los últimos 30 años, cuando el nimbo de París como metrópoli de la modernidad se engalanaba con una lista impresionante de hombres famosos en el campo del pensamiento, las letras y las artes. Quienes acudimos como falenas al brillo de la ciudad luz huyendo de la opresión política y mediocridad cultural reinantes en las cuatro quintas partes del globo tuvimos la oportunidad de admirar y aun de codeamos con los grandes actores del escenario cultural del que éstos eran parte integrante. Pues no lo olvidemos: se venía a París no sólo para visitar el Louvre, gozar del panorama de la torre Eiffel y el arco del Triunfo, recorrer los barrios de solera como Saint-Germain-des-Prés y Montparnasse, asistir a las innumerables exposiciones y acontecimientos teatrales, atracarse de filmes en la cinemateca, etcétera, sino también con la esperanza de entrever a Camus o a Sartre. Cautivados por la riqueza y majestad del cuadro, nos detuvimos a contemplarlo desde una especie de presente intemporal, no como Baudelaire, desde la perspectiva desestabilizadora del cambio. Las novelas consagradas a París centraban su atención en los elementos y espacios de la metrópoli gran diosa diseñada por Haussmann, sin advertir la existencia dentro de ella de núcleos heteróclitos inasimilables ni la lucha emprendida por el poder y los especuladores del suelo para eliminarlos en nombre de la higiene y el buen gusto. Durante los mandatos presidenciales de De Gaulle, Pompidou y Giscard, la empresa renovadora del Segundo Imperio prosiguió con nuevos bríos: barrios enteros, tildados de insalubres y vetustos, desaparecieron para ceder paso a complejos culturales new look, como el Centre Pompidou, o supuestamente clásicos, como Les Halles. Áreas hormigueantes de vida llenas de estímulo para el nuevo especimen de animal urbano formado por la vivencia y percepción simultáneas de diferentes culturas y planos fueron sustituidas por zonas adecentadas y pulcras, de acuerdo a los ideales reguladores de una concepción arquitectónica espectacular y a un urbanismo de fachada sin que ningún Baudelaire, extranjero o francés, elevara la voz y transmutara el cataclismo en canto. Curiosamente, la cruzada emprendida por Chirac contra los distritos heterogéneos en donde se gestan precisamente nuevas formas de vida pluricultural y de experiencia urbana preparaba el terreno a la gran exhibición teatral del bicentenario y la metamorfosis de la metrópoli en un escenario inmenso pero de nuevo, para volver al ejemplo del Flore, irrisoriamente vacío. La cultura, esa cultura reivindicada por Elie Faure, "que no brota de los sistemas, ni de los concilios, ni de los dogmas, sino de las entrañas de la vida en creación y movimiento", se había ido con el espíritu creador a otra parte.

La nueva casa común europea diseñada por los políticos se convertirá en una realidad dentro de poco, y los dirigentes de la Comunidad deberán decidir pronto si su territorio será culturalmente homogéneo, esto es, un coto reservado a los ciudadanos de los países miembros del club, como preconizan los europeístas a ultranza, o bien abierto a la dinámica y variedad cultural del mundo moderno. En otras palabras: escoger entre un proyecto conservador, fundado en una visión estática de Europa como monumento y summum de la civilización y orientado a una gestión prudente de su patrimonio, y otro articulado a partir del cambio y la conciencia de la caducidad concomitante a lo moderno; al hecho de saber que la cultura no puede ser hoy exclusivamente francesa, inglesa, alemana, ni siquiera europea, sino plural, mestiza y bastarda, fruto del intercambio y la ósmosis, fecundada por el contacto con mujeres y hombres pertenecientes a horizontes lejanos y diversos. Una ciudad como París es el crisol ideal de dicho proyecto a condición de poseer los dones proféticos de Baudelaire y asumir con audacia su visión incitativa de la modernidad.

La extraordinaria rapidez de los medios de comunicación ha arrimado las culturas unas a otras y ha convertido la distancia en provechosa inmediatez. Los pasajes contiguos a la Rue du Faubourg Saint-Denis o a la Place du Caire son un ejemplo fulgurante de las colisiones espacio-temporales provocadas por la llegada de comunidades laboriosas enteramente distintas de aquellas para las que fueron concebidos: elementos decorativos estilo Segundo Imperio y aromas de cocina turca o paquistaní. Cuando hace unos años intenté condensar y dar forma al cúmulo de experiencias producto de mi larga residencia en el barrio del Sentier, había asimilado ya de manera más o menos consciente la lección baudelairiana y descifrado un texto urbano, rico en componentes alógenos, con la ayuda inapreciable de Benjamín:

"El hormigueo de la calle, su frondosidad creadora, le procu'ran diariamente (al héroe) un espectáculo continuo, variado y gratuito. En la Rue d'Aboukir o en la Place du Caire, como en la Porte de Clignancourt o la Goutte-d'Or, saborea la presencia fluida e incesante del gentío, su movilidad desordenada, su diáspora febril por la rosa de los vientos. La paulatina deseuropeización de la ciudad -la emergencia de zocos y hammams, venta ambulante de tótemes y collares, pintados en árabe y turco- le colma de regocijo. La complejidad del ámbito urbano -ese territorio denso y cambiante, irreductible a la lógica y programación- invita a cada paso a trayectos versátiles que tejen y destejen, lienzo de Penélope, una misteriosa lección de topografía. Los modestos ilotas de la difunta expansión económica han traído con ellos los elementos e ingredientes necesarios a la irreversible contaminación de la urbe: aromas, colores, gestos, un halo de amenazadora proximidad. Nuestro excéntrico personaje ha advertido que no es necesario coger el avión de Estambul o Marraquech en busca de exotismo: basta con salir a estirar las piernas para topar inevitablemente con él. La transparencia y brutalidad de las relaciones sociales del Sentier, su creciente confusión de lo público y lo privado, configuran lentamente un mapa de la futura ciudad bastarda que será al mismo tiempo el mapa de su propia vida. Los cartones y barajas con que los trileros de Xemaá el Fna sonsacan los cuartos a los incautos han bajado desde Barbés a las aceras del bulevar y se extienden poco a poco, como una plaga, por los barrios concurridos por el gran mundo. La megalópolis moderna vive ya a la hora de Bizancio: con un poco de suerte, se dice, llegará el día en que los verá confluir por los tentáculos de I'Étoile hasta los pies del sacratísimo arco de Triunfo".

Si el escenario oficial de París carece de nuevos alicientes fuera de la permanente exhibición de su colosal patrimonio, ello obedece al hecho de que al reivindicar su papel de faro de la civilización, su propuesta cultural se ha trasladado a otro campo: el desafecto de los escasos pero auténticos creadores a su cultura de escaparate es un síntoma del cambio operado en los últimos años y de la búsqueda a tientas de una expresión literaria intercontinental y mestiza, fecundada por los aportes de un mundo sin fronteras al ámbito privilegiado de la ciudad. París, no el de los monumentos grandiosos y barrios serenos para turistas, jubilados y viudas de guerra, sino el de la convivencia seminal de culturas y etnias -precario y constantemente amenazado por el chovinismo etirocentrista excluyente y el piquete destructor de la homogeneización al servicio de los promotores inmobiliarios-, invita en efecto a la creación de textos urbanos políglotos y abigarrados en los que la conjunción de elementos diacrónicos y sincrónicos, musicalidad y polifonía, no serán ya meros ingredientes de una propuesta artística, sino de una experiencia vital y única de la modernidad. "¿Quién de nosotros", escribió Baudelaire, "no ha soñado en sus días de ambición en el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo y sin rima, lo suficientemente flexible y contrastada para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es sobre todo de la frecuentación de las ciudades enormes, del cruce de sus innumerables conexiones, de donde nace este ideal obsesivo".

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