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La sombra del enemigo

La caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 es un símbolo que permanecerá en la historia. Tras el símbolo está un fin de siglo que es también el fin de un siglo que comenzó con otro símbolo: la toma del Palacio de Invierno. Si apartamos ahora la polvareda, si nos abrimos camino entre la estupidez y la ignorancia de quienes celebran el fin del marxismo en la tierra, si consideramos que un acontecimiento de este calibre es señal de partida de una nueva etapa histórica de largo e impredecible alcance, creo que ningún otro acontecimiento actual, ni siquiera el del conflicto en el golfo Pérsico -que no es sino uno de los síntomas de lo por venir-, nos afecta tanto. La incertidumbre es tan poderosa como la magnitud del estremecimiento que se avecina.A nadie le gusta la incertidumbre, pero ante ella hay sólo dos opciones: una es disiparla por medio de la inconsciencia social; en términos clásicos se denomina dar la espalda al problema o dejarlo pudrirse. Desde la caída de Babilonia hasta los ojos cerrados ante los exterminios de los campos nazis o soviéticos, está diagnosticado como cáncer social con final predecible.

La segunda opción consiste en tratar de apoyar la espalda en la conciencia histórica e intentar soportar lo que se avecina hasta poder alcanzar algún punto de su sistema nervioso para comenzar a descifrarlo. Por lo general, la segunda opción ha sido siempre más propia de una actitud valerosa -y de un pensamiento valeroso que la primera. Es la misma diferencia que hay entre pensar y dejarse pensar. En el origen de la primera está la pregunta ¿quién soy yo?; en el segundo, la pertenencia a los rebaños de la providencia.

Es en este contexto donde ha empezado a llamar la atención un amplio coro de voces que tras perder el aliento en Berlín parecen haberlo recuperado en las arenas del desierto de Arabia.

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En la época franquista, como se sabe, el propio maniqueísmo de la situación generó tomas de posición en las que la contundencia del ser era decididamente superior a los matices del entender en muchos casos. Pese a ello, se abrieron numerosas controversias sobre asuntos sustanciales de la sociedad en las que hubo de todo, desde una cerrazón digna del contrario hasta una progresiva valentía analítica que a muchos les costó serios problemas en cuanto a posicionamientos, solidaridades y conciencia. Lo malo fue que el manto cubridor del maniqueísmo lo apiló todo en un genérico pensamiento de izquierdas donde a veces no había en común más que el acuerdo sobre la necesidad de acabar con un régimen de corte fascista y autoritario.

Lo que cantidad de pillos modernos dicen ahora ("ya no hay ni derechas ni izquierdas") lo plantearon de modo coherente y dramático numerosos izquierdistas no dogmáticos enfrentando a la dicotomía izquierdas-derechas el dilema autoritarismo-no autoritarismo. Éste fue un planteamiento lo suficientemente audaz y rompedor en su momento como para ocasionar un amplio rechazo que acabó definiéndose en la postura siguiente: "Si tenemos las posiciones asentadas y el frente delineado, ¿para qué cambiar de guerra?". Tras el clásico enfrentamiento izquierda-derecha no había, a partir de ese momento, más que puro y duro conservadurismo a ambos lados de las trincheras. En fin, el verdadero fondo del dilema autoritarismo-antiautoritarismo sigue siendo un punto de partida como otros, pero temo que fue, además, uno de los últimos intentos de pensar en serio las líneas de futuro.

Desde 1977 hasta hoy no ha habido más debate ideológico hacia futuro de cierta consistencia y extensión. Todo lo contrario: precisamente en el pasado año 1989 los corrimientos de tierras que dieron con el muro de Berlín en los suelos han parecido dejar en estado de semiinconsciencia a las voces de la izquierda; y donde muchos esperaban -supongo- sentido crítico, nervio y músculo, no se ha visto otra cosa que pragmatismo, inmovilismo, rencor, malas digestiones y otras variantes. Además, ante el jolgorio superficial y patoso propio de quienes no habiendo sido protagonistas creen haber sido premiados con una bono-loto histórica, como es el caso de la derecha española ante los acontecimientos del Este de Europa, no parecía haber otra reacción que la defensiva, como si hubiera que defender algo ante semejantes necios. Me pregunto el porqué de esta generalizada ausencia de reacción reflexiva.

No tengo respuesta. Me parece tan cierto como insuficiente atribuir la falta de reflexión a los falsos prestigios que se crearon bajo el franquismo, cuando el mencionado carácter maniqueo de la situación propiciaba la aparición de cabezas de huevo que en realidad eran de madera o la aparición de activistas motivados sobre todo por su propia insuficiencia vital. Pero sí hay algo que merece la pena señalarse y que, en mi opinión, esconde una raíz muy profunda y muy española que nutre, como lo ha hecho siempre, la falta de pensamiento.No es una raíz de orden estrictamente ideológico sino religioso, yo diría que contrarreformista y -las vueltas que da la vida-, a la que siento alimentando la repentina animación que ha despejado la murria del izquierdismo inamovible; es una animación que emplea los mismos chistes, tics y simplezas de antaño y que ahora, apenas los marines norteamericanos pusieron pie en las arenas de Arabia, ha vuelto a esconderse. Toda esa entusiasta acumulación de descalificaciones -tan ordenada, fiel y predecible como esas cartas de personas pretendidamente neutrales que aparecen en la prensa cada vez que se publica un reportaje desfavorable al Opus Dei, pongo por caso-, con sus característicos argumentos ad hominem propios del comisario político de turno y regados con la salmodia de rechazo al Gran Satán norteamericano, sospecho que celebra en realidad la aparición del Enemigo, porque lo cierto es que no puede vivir sin él.

Nunca he sentido la menor simpatía por la política imperialista norteamericana, pero eso no me puede hacer perder de vista que detesto aún más esa integración de religión y política llamada integrismo de la que en España, desgraciada y abundantemente a lo largo de nuestra historia, hay sobrada presencia hasta nuestros días. En algún rincón del alma hispana tenemos ancladas profundas convicciones ultramontanas que salen a la superficie en cuanto escuchan trompetas afines, suenen por la derecha o por la izquierda. Huérfanos de enemigo, la sola sombra del Enemigo les excita. En la música y en la letra del coro de improperios contra la presencia norteamericana -y española- en el conflicto del Golfo hay legítima duda y legítima contrariedad, pero hay mucho más de integrismo y de orfandad. Los tiempos en que la razón favorecía a uno u otro según su posición política se han acabado. La razón, por el momento, parece ocuparse sólo de los que se atreven a pensar.

José María Guelbenzu es escritor.

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