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Largo camino hacia el Norte

El duro regreso de los emigrantes marroquíes a sus lugares de trabajo en Europa

A las siete de cualquier mañana de este fin de verano, las carreteras del sur y del centro de Marruecos empiezan a levantar el polvo del regreso. Caravanas de automóviles con la chepa del equipaje a cuestas hormiguean desde Safi o Mequinez en dirección a Tánger, para tomar el barco del Estrecho y buscar su destino en un lugar del Norte muchas veces desconocido. Se trata de un espectáculo masivo que produce la impresión de un éxodo total. Entre la peripecia y la miseria, miles de marroquíes inician un viaje lleno de imprevistos que pondrá a prueba el valor más templado.

La primera sorpresa, en cuanto se enfilan los últimos cien kilómetros que separan de Tánger, son los desvíos impuestos por la policía y que dirigen a un campamento que recuerda a un mercado de Marrakech. Unas cuantas tiendas de lona y algunos sombrajos para el aparcamiento componen, junto a media docena de azafatas políglotas, las oficinas de información de los viajeros. "¿Tienen ustedes billete para el trasbordador?", pregunta en duro francés una muchacha de veinte años que lleva un distintivo colgado de la blusa. "¿Y lo tiene usted confirmado?". Si las respuestas son afirmativas, el viaje continúa sin interrupciones. Sin más interrupciones, es un decir.Cuando el transeúnte llega a Tánger, baja por el Boulevard Pasteur hasta el puerto, y, en apariencia, la ciudad sigue tan pacífica y cosmopolita como siempre. Llena de cafés esquinados y de varones ociosos. Pero en el puerto, pegada a la playa, se encontrará una fila de varios kilómetros de coches, dividida en secciones y vigilada por policías apáticos y francamente antipáticos. Los policías marroquíes recuerdan a los policías españoles de ot ras épocas. Mandarán al viajero al final de la cola, y allí esperará entre ocho y doce horas. El viajero que por la mañana temprano estaba en Fez o en Essaouira, llegará al mediodía a Tánger y subirá en el trasbordador a las doce de la noche.

En el trascurso del día, todos los horarios irán cambiando. El barco que partía a la una saldrá a las cuatro. El de las cuatro, a las nueve. El de las seis y media, a las doce. Los guardias comentarán que es culpa de los policías españoles, que investigan minuciosamente a los extranjeros. Pero, sea cual fuere la razón, nadie informa a la caravana de automóviles que, cargada de niños y en ocasiones de ancianos, aguarda el embarque.

También circulan noticias de que los retrasos se deben a la vigilancia del cólera, y esas noticías extienden una corriente de temor entre los emigrantes. Salir de Marruecos no es fácil, pero transitar por el extranjero, tampoco. A las lacras de la pobreza y del éxodo se junta ahora la enfermedad. Todos saben, además, que la xenofobia es más contagiosa que el cólera.

Lo niños mendigos pasean una y otra vez la fila de coches; vendedores improvisados ofrecen una especie de roscas fritas; algunas familias se dividen el turno de ir a la playa y de cuidar el coche mientras el calor aprieta; otros desaparecen en dirección a las terrazas del bulevar o a la búsqueda de algo que comer. Al oscurecer, los niños empiezan a tenderse en los asientos traseros; un par de veces en el tiempo de espera, la caravana de coches avanzará posiciones coincidiendo con la partida de un barco.

A eso de las once, cuando se presiente que la noche será muy larga, los policías dan la señal para que la caravana se adentre en la estación marítima. También serán largos los trámites de la aduana, y el cansancio los hará penosos. Cuando el barco aparece en un horizonte de luces portuarias, los viajeros se amontonan como ante una aparición.

Concluida la travesía, desembarcarán en Algeciras a las cuatro y media de la madrugada, hora local. Y cuando enfilen el primer kilómetro de las carreteras españolas, en su largo viaje hacia el Norte, habrán cumplido ya un día de camino.

Una lección de dignidad

A veces no se sabe que cuando los automovilistas marroquíes llegan a las carreteras españolas llevan ya un día de viaje. En muchas ocasiones tardan tanto en llegar a Algeciras desde su ciudad como en atravesar media Europa. Unos par de cientos de kilómetros les cuesta el mismo tiempo que hacer más de mil. Y el doble de esfuerzo. Es un viaje ya malogrado de partida.No reciben mientras tanto ningún tipo de ayuda. No hay dispuestas atenciones de ninguna clase ni en los puertos, ni en los trayectos. Cada cual se las arregla como puede. Lo más duro es ver a familias enteras viajando con niños pequeños en esas condiciones terribles. En Tánger, durante la espera de todo un día, nadie ha previsto ningún tipo de apoyo a las numerosas familias que aguardan en una fila de coches inmóviles. En el barco, los niños duermen encima de las mesas del autoservicio o enroscados en cualquier silla, en plena madrugada.

En las carreteras españolas del Sur, dirección Málaga o Sevilla, se ven grupos de automóviles que buscan el refugio de las gasolineras para encontrar el primer reposo desde hace 24 horas.

La única protección de que disponen los emigrantes marro4uíes es la que se proporcionan ellos mismos viajando en grupos que comparten el alimento y el temor a trayectos tan largos.

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