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La fataIidad de Pedro

Nos gusta sufrir. No tenemos remedio, tampoco deseamos tenerlo. Eso es lo que nos ocurre a algunos que profesamos devoción por un deporte, el ciclismo, y un ciclista en concreto, Pedro Delgado. Hace justamente un año, por estas fechas, escribíamos en estas mismas páginas acerca de los temores que a los pericómanos y aficionados al ciclismo en general nos producía la tos de la que Delgado suele hacer gala al concluir ciertas etapas. Con Perico siempre se dan factores perifiéricos a la propia carrera, hechos que nos hacen estar en vilo, cuando no en trance mariano. Al final, además, las cosas suelen terminar mal. La excepción fue aquel glorioso Tour del 88 que para todos nosotros ganó Perico, aunque no sin antes mantenemos durante semanas al borde mismo del infarto. Una gozada. No olviden los sentimientos antigalos y prebélicos que hubo a costa de lo del doping. Luego resultó que el que se chutaba de lo lindo era Theunisse. Y es que con Perico suele suceder eso: las cosas no siempre funcionan como hubiéramos deseado. Lógico. No es Superman. De ser así no lo querríamos. Al segundo éxito consecutivo nos hartaríamos. La condición física y la preparación de los ciclistas han mejorado ostensiblemente, por lo que Pedro lo tiene más crudo para ganar grandes pruebas. Pero aún es él, sólo él, quien sigue teniendo la cualidad de ponernos el alma en un puño. Una cosa es correr a la contra, y otra muy distinta es que Perico parece haberse casado con la fatalidad, algo muy diferente de la simple desgracia, que acostumbra a ser pasajera. Aunque ahora -dicen, escriben- la situación ha variado sobremanera con la aparición de ese bravo mocetón navarro y excelente ciclista que es Miguel Induráin. Se respira en el ambiente: quieren cargarse al rey, Perico, y poner a otro en su lugar, Miguel. Dicha tendencia seduce a mucha más gente que, por ejemplo, hace un par de años, aunque ya entonces los detractores de Perico, que eran legión pese a no manifestarlo, desearan cargárselo cuanto antes. Esa legión de buitrecillos y pirañillas debiera reflexionar un poco en tomo a lo que sosteníamos al principio: el deporte, el ciclismo, tiene también un componente morboso que puede saciar tanto o más que los triunfos consumados. En esos parámetros de la frustración crónica y los deseos de venganza se logra entender, pues, actitudes como las de mis detestados y a menudo entrañables culés: el día que dejen de ser los segundos habrán perdido su auténtica razón de existir.Mi deseo es hacer ver a quienes suspiran por la consumación de ese relevo inevitable -Perico por Induráin- que en el fondo puede ser muy importante ganar un Tour, e Induráin quizá llegue a hacerlo un día no muy lejano -ojalá-, pero nunca, nunca lo hará como Delgado. Lo hará, me atrevo a vaticinar, sin hacernos sufrir en exceso, igual que se impuso en la meta de Luz Ardiden en el Tour de este año, mascando la rueda peleona de Lemond como quiso y acelerando con facilidad en cuanto vio la pancarta de meta. Induráin tal vez logre ganar un Tour cerebralmente, echándole pundonor, pero también raciocinio, dosificando fuerzas, calibrando, jugando con los minutos o segundos a favor y en contra. Estupendo, pero a muchos lo que nos va es lo otro, la demencia hecha táctica, la ejecución sistemática de ciertos favoritos, el exterminio fisico de otros. Así que vibramos con la propuesta -involuntaria pero evidente- de Delgado: el más difícil todavía. Perico colecciona disgustos, sobresaltos. De rebote, también los pericómanos. Laurent Fignon colecciona segundos puestos y querellas judiciales por intentos de agresión a periodistas impertinentes. Jean-François Bernard, esperanza donde las haya, colecciona forúnculos y oscuros abandonos en carrera. Charlie Mottet, el pobre, colecciona minutos de retraso. Todos ellos son grandes corredores. Sólo Perico parece obcecado en coleccionar sobresaltos. Su plusmarca de este año -perder prácticamente el Tour, no tan montañoso como en otras ocasiones, ya en la primera etapa de Futuroscope- fue sólo superada por la sin igual hazaña del anterior, en el que, recuerden, lo perdió ya antes de empezar la carrera al no encontrar la línea de salida. Así son las cosas. Cuando Perico está a punto de ganar una dura cronoescalada, va y pincha. O tiene una pavorosa caída. O sufre un corte de digestión. O fallece un familiar. Cuando se dispone a vencer en otra prueba, las cámaras de televisión le sorprenden mientras le pasa un sobre -seguramente un christmas de Navidad- a un contrario de otro equipo que le ayudó en las dificiles etapas previas. Si una ráfaga de maldito viento francés rompe el pelotón en pedazos, seguro que Pedro está entre los rezagados. Si en un control de avituallamiento unos cuantos se despistan, no lo duden, allí estará él, el primero, el líder de los despistados. Como si lo hiciese deliberadamente y para darle más emoción al asunto. Y no vale argüir que Lemond sí está a todas. Eso no es un atleta. El, a lo sumo, un triatleta. Corre como un poseso. Lemond parece coleccionar perdigones y triunfos. Por algo es yanqui. Un triunfador nato. Perico no, aunque a veces triunfe. Sus éxitos devienen rápidamente en calvarios colectivos que diezman nuestra ilusión, que minan nuestra impaciencia y hasta nuestra salud. En carrera tan pronto se hunde de improviso como ataca con ademán canino cuando no resulta previsible que lo haga. Pero siempre saca sangre cuando hay que sacarla. Perico, al acelerar en la alta montaña, lo hace a mordiscos, como si estuvieran destripándolo vivo sobre la bicicleta, en acciones que se nos antojan casi suicidas. Induráin, en cambio, apenas mueve el cuello ni eleva sus posaderas del sillín. Su gesto denota otro estado que no es el de la furia ciega, ese acceso sanguíneo que caracteriza a algunos deportistas españoles -y no es un tópico- de tanto en tanto. Su estado es de superioridad o si se quiere de elevación, pero nunca de gracia. O de desgracia, que viene a ser el reverso de lo mismo. Sin embargo, las carreteras de Europa tardarán muchos años en poblarse de inscripciones en el suelo, tal y como pueden verse ahora, consignas a modo de gritos de guerra al estilo de "Segovia", "Perico" o "Delgado". El aficionado, temperamental como pocos, tardará en levantarse de su silla y vociferar ese "¡Venga, Pedro, mátalos!", como sucede en el último lustro de Tour. Y lo que nos faltaba por saber, la gastroenteritis de Delgado y su posterior diarrea en plenos Pirineos, ocultada con celo por todos para evitar el ataque masivo de los adversarios que debían ser aniquilados en las cumbres pirenaicas, ha vuelto a conmovernos. Por si fuera poco lo de la tos, ahora esto. Tal vez debió haberse retirado, pero no lo hizo -¡torero!- y sólo perdió unos minutos en aquellas batallas montañosas, casi fue podio en París. Mejor así, ¡estábamos también ya hartos de coleccionar podios! Lo cierto es que seguiríamos teniendo fe en Perico, en su hachazo asesino, aunque fuese en silla de ruedas y en una bicicleta especialmente diseñada a tal efecto. A fin de cuentas, su esplendor y sus miserias nos recuerdan que un gran triunfo, en ciclismo, puede lograrse de varias maneras y con distintos planteamientos, pero, sobre todo en ciclismo, siempre habrá una clara línea divisoria entre los corredores de raza y los cartesianos. Estos últimos se Emitan a vencer con esfuerzo y astucia, aquéllos nos asaetan a disgustos y de vez en cuando incluso ganan. Acaso ésa sea la diferencia entre la sangre y la horchata.

Javier C. Sánchez es escritor.

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