Gestos
No hay gesto inocente ni pensamiento inocuo ni sueño inofensivo. Todo cuanto hacemos, fantaseamos o decimos se registra y queda almacenado en la caja negra de la conciencia. Una palabra dicha en nuestra juventud, una decisión tomada en la remota infancia, una sonrisa esbozada en la adolescencia pueden regresar años después con un significado sorprendente. Pero también las omisiones cuentan: aquella cita a la que no acudimos, la carta a la que no dimos respuesta o la llamada telefónica que fuimos dilatando hasta el olvido se inscriben en la zona oscura del recuerdo, y allí duermen hasta que algo o alguien las despierta."Lleva cuidado con lo que deseas en la juventud, porque lo tendrás en la edad madura", dijo alguien, quizá un escritor cuyo nombre he olvidado. Naturalmente, no se refería al deseo explícito de ser pirata, ginecólogo o arquitecto, sino a lo que suele esconderse bajo cada uno de esos impulsos que la selectividad se encarga de desviar o de dirigir, quién sabe. Da igual, porque finalmente todos los gestos, todas las omisiones y todas las palabras que un individuo o una colectividad de individuos son capaces de almacenar en los sótanos del pensamiento forman una geografía extraña cuyo mapa solemos ver cuando ya es tarde. Si te internas en ese territorio, observarás, perplejo, la simetría atroz de la existencia. Verás también la minuciosidad inconsciente con la que uno traza su destrucción o su gloria. Nada es gratuito en esa topograria interior donde residen las sucesivas identidades que has poseído y que hoy, a esta edad o a esta hora del día, conforman una unidad querida o detestada. Ese territorio fragmentado donde agoniza tu infancia, tu adolescencia, tu juventud, tu historia, parece recorrido por un hilo orgánico que reúne lo desigual, lo atroz, lo bello. Una rara homogeneidad da sentido al conjunto. Lo dijo otro escritor, tal vez Camus: "A partir de cierta edad, cada hombre es responsable de su rostro".
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