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Fútbol, el monstruo en el estadio

Como cualquier otro fenómeno social, el fútbol es un objeto de lectura. Críticos como apologetas parecen gozar, sin embargo, en la reincidencia de convertirlo en una especie de fenómeno sociológicamente por alfabetizar o "analfabeto". La constante refracción del fútbol a las penetraciones del análisis tiene en la aún extraña refracción de las llamadas cabezas pensantes a la penetración del fútbol su correspondencia. A directivos, jugadores y cronistas les ha gustado siempre estipular la naturaleza analfabeta del fútbol, sea por la vía más precaria del riñón (el intelecto como el más grave paralizante de la virilidad), sea por la de positivismos seudocientíficos. De lo que se trata es de asegurarle al fútbol una extraterritorialidad ventajosa: un territorio-reserva, reino limpio y natural del analfabeto (o sea, del hombre sin viciar), en el que rigen leyes no sólo distintas, sino también más naturales y verdaderas que las complejas y viciadas de la sociedad. Las denominadas cabezas pensantes han respondido con la misma impermeabilidad y hasta animadversión: opio del pueblo, energumenización de la masa, escapismo del régimen, nacionalismo, racismo, irracionalidad, violencia... Para los breves instantes de alto el fuego, esta guerra dispone también de sus diversiones: lucubraciones supuestamente analíticas, bien de corte psicologista (al estilo del famoso miedo escénico), bien de corte hermenéuticonarcisista (el portero es una madre, la red una vagina y así sucesivamente). Pero todo ese narcisismo hermenéutico, producto más de la verbalidad que del análisis, pasa por el fenómeno sin tocarlo ni mancharlo.Resulta difícil verle el sentido a una caza que acosa al siervo para dejar escapar -libre y liberado- al amo. Paradójica es en toda esa caza la suposición de que el monstruo -el fútbol- vive protegido en el estadio. El verdadero monstruo es otro. Y campa por otros pagos. No es que no tenga razón el gran Ferlosio en que el fútbol sea un fenómeno intrínsecamente fascista. La tiene, pero más por determinar el efecto que la causa. Primero, porque tiene intrínsecamente que serlo algo que viene de donde viene: sucesor y sustituto de la guerra. Pero, sobre todo, que se alimenta de la raíz que se alimenta, a saber, de esa raíz totalitaria que habita intrínsecamente siempre, más o menos explícita, más o menos activa, al liberalismo (capitalista) -según determinó Marcuse en análisis bien antiguo y bien certero- El fútbol es totalitario en la misma medida, ni milímetro más ni milímetro menos, en la que lo es eso que convencionalmente llamamos razón -y que propiamente no es más que su propio cadáver o su sombra, funcional o instrumental por más señas. Puede que el fútbol sea un fenómeno fascista, pero no lo es, primariamente, como han apuntado algunos, por su contraposición a la razón, sino por ser expresión ejemplar de ella. El fútbol no es más que la encarnación física de esa razón. El fútbol no es más que el brazo, uno de los brazos, que esa razón intrínsecamente totalitaria se ha dado a sí misma. La competición futbolística no es más que la variante física del verdadero principio absoluto: la competencia. Para quien la forma primaria y prácticamente única de afirmación es la victoria y para quien el otro, como alteridad, está ahí para ejercitar sobre él la propia superioridad. Por tanto, en el estadio no ocurre más que lo que ocurre a diario fuera de él: desde la bella literatura hasta el sucio comercio.

Todo eso puede comprobarlo quien entre en un estadio y dé valor a un hecho, desatendido por lo general, pero decisivo: la perfecta geometría del terreno de juego. Que anuncia y demuestra dónde nos encontramos: en un laboratorio. La finalidad inmediata de esa hermosa geometría del campo es asegurar la validez del resultado. La razón última de ese laboratorio es la de todos los laboratorios: experimentar, probar, o poner a prueba, con el fin último de seleccionar. En este caso, personas, más concretamente, la raza social de los hombres de la masa. Contra lo que diga la tesis de la homogeneidad de los juegos, éstos cumplen funciones selectivas distintas: mientras el golf o el tenis son deportes claramente pensados -por la precisión, el tacto, la soledad que implican- para seleccionar líderes, para que una clase ejercite las virtudes propias de la dirección, el fútbol es un deporte -pensado para seleccionar masas, para que la masa interiorice y ejercite las virtudes propias del obrero: esfuerzo, resistencia, capacidad de sacrificio, conjunto, adaptación, obediencia.

Pero, tanto como laboratorio, el campo es también escenario. Que tiene, aunque geométrico y distinto, la misma función que cualquier otro escenario. En primera instancia, servir de receptáculo de representación. A nivel más profundo, sustituir a la realidad: de lo que se trata es de que al meter a la realidad en el cajón, el cajón se convierta en realidad. Búnkeres de arena, ríos o lagos en el golf, lo mismo que los aderezos en el teatro, tienen por función reforzar la ilusión de esa naturalización artificial. Que es puro fetichismo: dominar el cajón es dominar la realidad. El campo geométrico de juego no es más que un escenario nuevo para una forma nueva de teatro sustitutiva de las anteriores: el fútbol. El fútbol es la forma teatral propia y apropiada a la civilización industrial moderna. La que mejor representa su forma, simplificadora y simplificada, de representarse la realidad (como pura geometría) y la que mejor representa su forma, simplificadora y simplificada, de representarse la inteligibilidad (como una mecánica). El fútbol, el deporte en general, es el rostro teatral del famoso nuevo método: de la metodología empírica. Lo que revela la geometría del campo es precisamente esa fe empírica. El fútbol actual es la emanación propia de un momento histórico empirista, expresión de la confianza y de la adoración de la metodología empírica. De lo que el fútbol fue el brazo misionero: el método teatralmente adecuado para su interiorización y expansión universal. Es más que posible que, sin esa forma de revestimiento y sin las cualidades de esa forma de representación, el éxito del método no hubiera sido tan rápido, tan fácil, ni tan universal. La universalización alcanzada por el fútbol demuestra tanto la universalidad alcanzada por el nuevo método como la adecuación de una nueva forma simplificadora de representación.

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Pero ni gigantismos ni gigantomaquias son capaces de tapar ya la evidencia: su carácter de reliquía. De alguna manera, el fútbol ha dejado de ser un fenómeno epochal, de época: por apropiado que fuera como representación para la revolución industrial, ya no lo es para una época posindustrial. La prueba, la selección, tiene que hacerse hoy con una precisión mucho más grande y en un campo de experimentación mucho más pequeño (como prueba el baloncesto). Por decirlo así, tras un largo periodo de alfabetización primaria, hemos entrado en un periodo de miniaturización. Prueba y laboratorio acontecen ahora en miniatura. Y de forma menos masiva y sangrienta, y más precisa y rápida. La miniaturización supone tanto la desintegración de la masa como de su violencia. La respuesta moderna a la violencia del deporte no está en la contraviolencia estatal-policial. Esa respuesta es tan anacrónica como el fútbol. La respuesta moderna es la imposición de juegos miniatura.

La violencia es, desde luego, explicable de muchas formas: implosiones de Boudrillard, o -según Elías- disminución de la violencia en proporción al aumento del monopolio de poder del Estadonación, entre otras. No convendría, sin embargo, olvidar aspectos fundamentales. Que el monstruo y la monstruosidad sólo estén, por delegación, en el estadio. Que el estadio sólo es síntoma de las disfuncionalidades de ese monstruo que no está en el estadio. La disfuncionalidad de que la competitividad, si quiere ser motor social, tenga que generar violencia. O la de que al imponerse, históricamente, lo que -en distinción ya famosa- llamamos sociedad hubiera que prescindir de los bienes de la comunidad. Una de las razones principales del atractivo social del fútbol y de su especial resistencia a la desaparición es que supone uno de los pocos espacios restantes donde los individuos pueden encontrar satisfacción a sus necesidades de calor social, de acogida, de pertenencia, que da toda comunidad y que no da, ni puede dar, la fría y distanciada sociedad, más juez que madre, y que crea, por eso, en muchos la sensación que crea toda mala madre: rechazo, no aceptación, desafecto. En la violencia del fútbol se manifiestan esas necesidades y la frustración por su incumplimiento. Por lo demás, no es extraño que todas esas frustraciones y disfunciones vayan a parar al estadio. En la lógica del sistema, el estadio está destinado a convertirse en inodoro social; en el sitio en el que airear, deponer y ventilar todo lo que ese liberalismo-mercantilista y su razón funcional no puede o no se atreve a ventilar en otra parte.

es profesor de Filosofia.

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