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Tribuna
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París

Incluso cantada y con sermón, París bien sigue valiendo una misa. Sobre todo ahora, cuando a los descreídos pueblos de Europa les ha dado por frecuentar las iglesias. El resultado es espectacular: en la ville de la lumière, los operadores turísticos están fundiendo los plomos de¡ turismo continental.Regreso de allí y aún me pregunto: ¿qué cosa se reparte gratis en la capital de un país donde no regalan nada? La demanda de camas, con su tradicionalmente abultada salchicha a modo de almohada, desbordó todas las previsiones. La gente duerme de pie o agarrándose a una farola de los Campos Elíseos. No hay forma de encontrar mesa libre en ningún buen pesebre culinario, y son muchos, y tampoco en las célebres terrazas de los cafés del existencialismo sartriano, qué ya no existe. Lido y Moulin Rouge pertenecen a la soldadesca nipona que acribilla a las hermosas vedetes con sus lanzallamas, cuyos fogonazos calcinan los mejores muslos y pechugas de la cabaña nacional. Las masas llegadas de todos los puntos del globo trepan por los hierros de Eiffel y luchan a brazo partido a fin de contemplar la vista panorámica de la ciudad.

La novedad son los homosexuales peripatéticos en el Bois de Boulogne. Mientras se debate una proposición de la derecha sexual que postula la reapertura de las casas de citas clausuradas en 1946, 200 enormes travestidos con liguero negro y mamas de silicona se venden cada noche, a piezas o enteros, al mejor postor, que acude en automóvil de lujo riéndose del sida y de otras plagas. En este sentido París es como una misa de córpore insepulto. En los restantes prevalece la higiénica cultura del bidé privado y los abolicionistas del lupanar público no quieren oír hablar de prostitución oficial bajo ningún techo de vivienda protegida. Dicen que más vale malo conocido -la mujer de la calle, en la calle- que bueno por conocer.

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