El último internacionalista
A Fernando Claudín le ha sorprendido la muerte cuando empezaban a realizarse los deseos y a cumplirse las expectativas que animaron la última parte de su vida. Apenas hace tres meses, desde la tribuna del Club Siglo XXI, daba una respuesta optimista a la pregunta sobre el futuro de la perestroika; y hace pocas semanas, sabedor ya del mal que le condenaba, entregaba el texto reelaborado de la conferencia ¿Adónde va la Unión Soviética? para el número de junio de la revista Claves, tal vez como una pieza de su testamento político.Ese apasionado interés por los avatares de las reformas de Gorbachov y la acelerada descomposición del modelo soviético en Europa Central no era una salida escapista -al estilo del síndrome estrecho de Ormuz del que son víctimas los gobernantes agobiados- ante los problemas internos. Fernando Claudín había colaborado desde mediados de los años setenta con el PSOE (renovado en el Congreso de Suresnes), presidía la Fundación Pablo Iglesias y seguía con gran atención la política española. Ni siquiera su condición de experto en el mundo del Este (de la que es buena muestra su monografia sobre La oposición en el 'socialismo real', publicada en 1981) explica del todo su interés preferente por el bloque soviético. En el fondo de esa especialización latían también los sentimientos y las emociones internacionalistas de una generación de revolucionarios profesionales llegados a la vida pública durante la II República y seducidos por las imágenes heroicas del Octubre de 1917.
Nacido en 1913, Claudín fue el responsable de las Juventudes Comunistas que acordó con Santiago Carrillo -dirigente de las Juventudes del PSOE- la creación, en 1936, de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Director del periódico de las JSU durante la guerra civil, en marzo de 1939 ocupó una plaza en los últimos vuelos de la aviación republicana desde Alicante hasta Argelia. Luego viajaría a México, Cuba, Argentina y Chile como delegado de la Internacional Juvenil Comunista. Vuelto a Europa, desde 1947 a 1954 fue responsable de los comunistas españoles en Moscú. A partir de 1956 sería el número dos del -buró-político del PCE en París. Hasta que su expulsión, en 1964 -junto con Jorge Semprún-, de la organización comunista daría un vuelco a su vida tan dramático como fecundo.
La ruptura de Fernando Claudín con el PCE no guarda apenas relación con los actuales acercamientos a la socialdemocracia de unos dirigentes comunistas que han necesitado el estallido de la pavorosa crisis económica, política y moral de la Unión Soviética para darse cuenta de que su rey estaba desnudo. Pese a la revelación oficial de los crímenes de Stalin en 1956, a comienzos de los sesenta todavía estaban vivas las esperanzas en la Revolución de Octubre; y muchos intelectuales no comunistas -desde Sartre a Vargas Llosa- encontraban aún justificaciones para la ausencia de libertades y para las penurias económicas del llamado socialismo real. Las hazañas espaciales de los cosmonautas soviéticos, las fanfarronadas de Jruschov y sus promesas de superar la renta per cápita norteamericana en pocos años, la autocrítica democratizadora del XX Congreso del PCUS y la consolidación de la China de Mao daban plausibilidad a esas apuestas. En el terreno internacional, la confianza en el futuro del modelo soviético resultaba fortalecida por el triunfo de la revolución cubana, los movimientos guerrilleros en Latinoamérica, la independencia de Argelia, la lucha de Vietnam y los progresos de la descolonización en otras zonas de África y en Asia. En España, el PCE constituía el principal grupo de oposición al franquismo; mientras los presos de Burgos testimoniaban la perseverancia y la combatividad de los militantes comunistas, el fusilamiento de Julián Grimau en 1963 era el dramático recordatorio de los riesgos de su combate contra la dictadura.
Pues bien, Fernando Claudín inició precisamente en estos años esa reflexión crítica de sus ideas y de sus creencias sobre la Unión Soviética, el marxismoleninismo y el socialismo que le llevaría inevitablemente a la ruptura con sus antiguos camaradas. La decisión de emprender ese camino no sólo requería la capacidad intelectual necesaria para comprender los cambios emergentes en el mundo y la sensibilidad política suficiente para captar la dirección del futuro. También exigía un considerable coraje moral para arreglar cuentas con el propio pasado y para soportar la soledad, la intemperie y la injuria. Porque el desafío a la ortodoxia de un revolucionario profesional como Claudín no era tanto el corte frío con unas certezas intelectuales y unas convicciones políticas como la dolorosa frustración de las apuestas existenciales de su juventud y la patética privación del mundo emocional y afectivo sobre el que descansaban la derrota, la persecución y el exilio.
Cuando Fernando Claudín se enfrentó con sus camaradas en 1964 vivía clandestinamente en los alrededores de París, con documentación falsa, como inquilino de una casa propiedad del Partido Comunista Francés, sin otros ingresos que su sueldo como funcionario del aparato del PCE y sin más amistades que las procedentes del mundo de la política. Su expulsión del PCE no sólo le costó ser objeto de una feroz campaña de infamias, sino también la retirada del afecto de sus viejos amigos y la ruptura con esa especie de familia ampliada de la que procedía su sustento material y su alimento emocional.
Hasta su salida del PCE, Fernando Claudín escribió cientos de páginas en forma de artículos de adoctrinamiento político, ensayos de divulgación ideológica o informes de la dirección del partido. De esa producción casi fabril, impersonal y burocrática, simple aplicación mecánica de los moldes recibidos del canon marxista-leninista a una impermeable realidad española, no quedará probablemente nada para el recuerdo. En cambio, la segunda navegación, iniciada por Claudín cumplidos ya los 50 años, le permitió realizar una original revisión de la historia intelectual del marxismo (en su monografia Marx, Engels y la revolución de 1848, publicada en 1975) y un certero análisis de las causas del retorno de los comunistas al viejo tronco de la socialdemocracia (en Eurocomunismo y socialismo, editada en 1977).
A partir de 1964, y en pleno aislamiento, Fernando Claudín escribió su monumental trabajo sobre La crisis del movimiento comunista internacional, que editaría José Martínez en Ruedo Ibérico en 1970. Parece casi imposible que esa ambiciosa investigación pudiera llevarse a cabo fuera del ámbito académico, sin apenas medios y en solitario. Libro de cabecera de la izquierda situada fuera del PCE, la obra fue algo así como los Versos satánicos de Rushdie para Santiago Carrillo; para mayor ironía, el secretario general del PCE presentaría pocos años después como propias -aunque de manera superficial y oportunista- buena parte de las ideas y de las intuiciones por las que Fernando Claudín había sido expulsado de la organización pocos años antes.
Fernando Claudín ha muerto cuando acariciaba la idea de iniciar sus memorias para tratar de dar respuesta a los interrogantes sobre el sentido de su agitada y contradictoria existencia. La biografía política de Santiago Carrillo -subtitulada Crónica de un secretario general- que escribió para cumplir un encargo editorial fue también un intento de reconstruir el drama -su propio drama- de aquellos comunistas españoles que combatieron primero contra el fascismo en su país, en Francia y en la Unión Soviética, que pelearon después por las libertades bajo el franquismo y que comprobaron finalmente que sus ideales y objetivos últimos -tan esforzadamente perseguidos en la cárcel, el exilio y la clandestinidad- habían tenido en la Unión Soviética y Europa central una realización inhumana.
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