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Cuando el sentimiento de culpa se convierte en odio

En los últimos años crece y se refuerza en Israel, en opinión de todos los observadores, el odio hacia los árabes. Las expresiones de ira y profunda hostilidad se han convertido en parte integral del idioma cotidiano. Los murmullos acerca del transfer se hacen cada vez más públicos y abiertos y no solamente de parte de determinados partidos extremistas. De vez en cuando nos sorprendemos ante algunos casos excepcionales de humillaciones y brutalidades cometidos por soldados y oficiales. El índice de la democracia (original e importante invento de los profesores Peres y Yaar, de la universidad de Tel Aviv) desciende más cada día. Justamente cuando en todo el mundo se fortalece y vence la democracia, muchos israelíes están dispuestos a renunciar voluntariamente a sus principios de libre expresión, a la independencia de los medios de comunicación y a su obligación de informar fielmente. Piden limitar los derechos de la oposición, y todo en nombre del estado de emergencia, como si en nuestra larga historia no hubiéramos experimentado estados de emergencia mil veces más graves que el actual.Este extremismo emotivo también abarca, en mi opinión, a quienes desde el punto de vista político están dispuestos a hacer extraordinarias concesiones territoriales, hasta llegar incluso a la creación de un Estado palestino y dialogar con la OLP. Es que nuestro conflicto con los palestinos no se inició ayer o anteayer, sino hace 100 años, y, por cierto, tenemos un patrón de medida para comparar.

Según la opinión de los observadores, que corroboran los sondeos de opinión, jamás hubo en el país un odio contra los árabes tan abierto y extremista como ahora.

Sólo a modo de comparación, en la guerra de la independencia (1948), una pequeña población de 600.000 judíos mantuvo una verdadera guerra de supervivencia. Con anticuados rifles y con bombas de fabricación casera, solos y sin ningún apoyo (EE UU decretó el embargo de envío de armas a Israel), los pobladores judíos se vieron obligados a defender sus casas, sus poblados y sus caminos. Eran los remanentes de: un pueblo abrasado en las llamas, que sobrevivió a un exterminio que ningún otro pueblo de la historia experimentó, y lo único que pedía era solamente poder recoger a sus refugiados en aquella pequeña parcela de tierra (desértica en su mayoría) que las Naciones Unidas le destinaron en la partición de 1947. Los palestinos, en aquella época, no tenían en el mundo ni siquiera un solo refugiado, no les habíamos expropiado ni una sola hectárea de su tierra, pero, así y todo, rehusaron incluso iniciar un diálogo con los judíos sobre cualquier tipo de compromiso. Todavía no se había secado la tinta de la resolución de las Naciones Unidas cuando ya había comenzado el ataque masivo, cuyo objetivo declarado era exterminar y expulsar, y para ello acudieron en su ayuda los países árabes vecinos de allende la frontera. Durante un año y medio la población judía perdió 6.000 almas, civiles y soldados, y otros miles de heridos. A pesar de ello, y a pesar de que la razón estaba de nuestra parte, y o diría que por nuestro convencimiento de tener la razón, el odio a los árabes no fue un sentimiento generalizado en la guerra de la independencia. La narrativa más sobresaliente nacida en la guerra, en la que se educaron generaciones enteras, son los cuentos de S. Yizhar El prisionero y Jirbet Jiz'ah, en los que las iniquidades descritas pueden considerarse como suaves caricias hacia los árabes en comparación con lo que hoy se hace en los territorios.

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De la justa guerra de defensa de los seis días nació el diálogo de combatientes, que, a pesar de que a lo mejor no reflejó todo el consenso nacional, sí reflejó fielmente el sentimiento de la mayoría del pueblo hacia los palestinos, que, después de la guerra de los seis días, fue precisamente de compasión por la tragedia de ese pueblo.

Pero desde entonces ha pasado mucho tiempo. El Estado de Israel se ha fortalecido inconmensurablemente. En vez de luchar contra los pilotos soviéticos, como hicimos en la zona del canal de Suez en 1970, ahora nos deleitamos viendo a las bailarinas del Ballet de Moscú y a los artistas del teatro soviético que actúan en nuestro país. Por cada casa que derribamos en los territorios se abre una nueva embajada israelí en un país de la Europa del Este. Con Estados Unidos, la más fuerte de las potencias, firmamos un acuerdo de cooperación estratégica, y todos los meses anclan en el puerto de Haifa varios buques de guerra y portaviones americanos con capacidad para destruir la cuarta parte del mundo en cuestión de horas. Las maniobras conjuntas entre los ejércitos de Estados Unidos e Israel se han convertido en rutinarias. En Washington se encuentra el poderoso lobby judío, capaz de conseguir una carta de 80 senadores amonestando al Gobierno por la más leve insinuación crítica al comportamiento de Israel. Se firmó la paz con Egipto, y los encuentros con miembros de su Gobierno son una cosa normal. Israel mismo posee un gran arsenal de armamento nuclear, misiles de largo alcance y otras armas avanzadas. Frente a nosotros están los palestinos, sin derechos civiles, bajo la férula del gobierno militar durante 23 años, sin ejército, sin armas, con piedras en las manos, y la organización que ellos consideran como su representante hace dos años que viene anunciando día y noche que está dispuesta a pactar con nosotros la paz total sobre la base del establecimiento de un Estado palestino, en la cuarta parte del territorio original de Palestina. Cada día, como promedio, muere un residente palestino en Cisjordania o en la franja de Gaza, y resultan heridos seis 0 siete, entre ellos niños pequeños. Se demuelen o precintan casas. Durante los tres últimos años, unos 60.000 palestinos fueron detenidos, y 9.000 de ellos se encuentran actualmente arrestados en duras condiciones, algunos sin juicio previo. La población de algunas aldeas y pueblos queda sometida al toque de queda durante varios días, y decenas de miles de palestinos en Cisjordania poseen documentos de identidad señalizados que no les permiten circular dentro de Israel. Sólo el recuerdo del holocausto sirve todavía como freno temporal a todo tipo de retorcidos y crueles métodos de represión, producto de la imaginación de políticos y oficiales. Además de esto, los colonos y los asentamientos que expolian no sólo la tierra, sino también la identidad, amenazan con seguir haciéndolo. Asimismo, se va incrementando la explotación económica de la barata mano de obra árabe, y esto en el marco de la brecha económica que se va ampliando en general en todo el Estado de Israel.

Pero, a pesar de todo esto, e incluso me atrevería a decir a causa de todo esto, el odio de los judíos hacia los palestinos no hace más que aumentar. Cuanto más les reprimimos y les torturamos, cuanto más les privamos de sus derechos, más nos irritan. E, incluso, quienes eran partidarios por excelencia de la paz, el compromiso y la partición, los mismos que hasta hace pocos años alzaban su voz ante cualquier injusticia real o imaginada, han caído en un letargo y apatía. En la guerra de Líbano se escribieron más poemas de protesta que todos los años de la intifada.

¿Acaso hay explicación a esta paradoja? Me parece que la explicación es sencilla, y que es valedera tanto en la vida privada como en la pública. Existen muchos filósofos, cuya opinión comparto, que sostienen que en la naturaleza humana existe una intuición primaria del bien y del mal. Si esta aseveración es cierta, también el juicio moral que acompaña a los hechos debería ser examinado. El hombre sabe en lo más profundo de su corazón cuál es el bien y cuál es el mal, aunque no siempre está dispuesto a reconocérselo a sí mismo, cuanto más ante todo el mundo. Cuando una persona no puede reconocer las injusticias que comete a pesar de que lo sabe y las conoce, cuando un hombre se siente culpable ante su prójimo, pero no puede permitirse reconocerlo y sacar conclusiones prácticas y claras, entonces su culpa se convierte en odio. Odio hacia el prójimo que le llevó a cometer la injusticia, que le obligó a sacar de dentro de sí mismo el mal. El hombre necesita descargar su sentimiento de culpabilidad, que sabe que existe pero no puede reconocerlo, y por eso trata de aliviarlo y también de justificarlo culpando a su víctima de que se merece todo lo que le ocurre por sus características, por su pasado y por sus ocultas intenciones. Al contrario, cuando una persona se siente segura de su razón, no necesita del odio. Puede enfadarse, pero no tiene necesidad de odiar.

Cuando sentíamos tener la razón en nuestro conflicto con los palestinos no necesitábamos odiarles; incluso cuando les asestábamos duros golpes podíamos hacerlo sin odio, pues sabíamos que actuábamos en defensa propia, por nuestra existencia, y nuestras intenciones de paz y compromiso eran verdaderas.

Aunque a primera vista parece paradójico, quiero decir aquí que aquellos ciudadanos israelíes de ideas extremistas y que hoy hablan con odio de los árabes, por lo menos dan testimonio de que en lo oculto, e incluso inconscientemente, se enfrentan con un sentimiento de culpabilidad moral, si bien totalmente distorsionado. Mientras que quienes hoy se mantienen en una especie de apatía, cuyo extremismo no les conduce a ninguna reacción emocional de odio y resistencia, son los más peligrosos, pues en la actual situación política carecen de la diferenciación primaria entre el bien y el mal.

A. B. Yehoshua es escritor israelí.

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